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Tuesday 18 Feb 2025 | Actualizado a 05:00 AM

La cruel dictadora

/ 24 de enero de 2025 / 00:23

Se le ha subestimado, sin duda, y más. Tal vez por su apariencia, su maquillaje desaliñado, el exceso de collares, pulseras y treinta y seis anillos en sus manos. O quizá, porque no fue comandante guerrillera, lleva la desmesura a flor de piel, es charlatana con una verborrea difícil de digerir, le llaman loca y hasta se duda del secretariado ejecutivo que, se dice, realizó en Suiza cuando era adolescente.

Pero se olvida que en su reino realizó los cursos más prolongados de crueldad, persistencia, ambición y manipulación, con infinita paciencia. Cuando en diciembre de 1982 Hugo Chávez prometía en Venezuela ‘romper las cadenas que sometían al pueblo’, en el juramento del “samán de Güere”, Rosario Murillo cumplía 13 años de militancia en el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Ya fuera como militante, como mujer o secretaria de Daniel Ortega -quien fungía como coordinador de la junta de gobierno al triunfo de la revolución, desde julio de 1979- o como aprendiz de las disputas encarnizadas por el poder. Como aquella con el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal.

Pero esos eran apenas sus comienzos. Tendría que soportar incalculables afrentas antes de abandonar cualquier escrúpulo, si es que los tuvo, y convertirse en 2007 en una mujer todopoderosa y peligrosa; en una suerte de primera ministra y desde 2017 en vicepresidenta de Nicaragua. Aguantó el desamparo en sus peleas con media revolución, que la trataran como la ‘querida’ en un mundillo de indescifrables manías sexuales, como una más de la caravana de su marido. Incluso, que Ortega la apartara de la campaña presidencial de 1989/90.

Invertir la ecuación de ser nada sin Daniel Ortega a relanzar a su marido después de la derrota electoral de 1990, a colocarse como la figura, la protagonista de la represión abierta exige, como mínimo, astucia, ambición desmedida y brutalidad. Máxime si el principal tributario de sus deseos es un matón, comandante de una sangría durante más de 40 años, de un total 62 años desde que ingresó a la guerrilla; que puede lucir opacado, lento, pero que es un sobreviviente como ninguno, hasta de la pudrición y los vejámenes de la cárcel.

Aunque la comidilla del despotismo sea Venezuela, he allí a Rosario Murillo, la nueva sombra negra del poder en posición de ser la dictadora contemporánea más longeva. Todo un regalo de la herencia comunista, de los vestigios del castroprogresismo latinoamericano. No es cualquier título, tratándose del rol más machista del mundo, y de una mujer que, óigase bien, alumbró a 10 hijos.

La arquitecta silente supo aprovechar las inseguridades de Ortega después del infarto que sufrió en 1994, el lupus que le tratan en Cuba y la acusación de sistemática violación de su hija en 1998. Ahí estaba ella, la ‘eternamente leal’, para declarar loca a su hija y respaldar a su marido.

Hasta hizo escuela en las privaciones del poder presidencial después de 1990, tanto que fue una de las artífices del regreso de su marido a la presidencia en 2007. Un interregno en el que los Ortega Murillo emprendieron el enriquecimiento desmedido de la familia, controlaron parte de la burocracia nacional, pactaron con la corrupción del entonces presidente Arnoldo Alemán, con sus némesis en la iglesia o la clase empresarial.

No es solo entonces que se le acuse de dar la orden de ‘ir con todo’ contra los manifestantes que emergieron el 18 de abril de 2018 y que cobró la vida de más de 400 personas. Es que, además, entre más lerdo y senil se muestra Ortega, más amarillento e hinchado de su enfermedad, ella es la que controla el aparato del Estado y la que funge como presidente de facto. Por lo mismo, más áspera, vengativa y delirante.

Así que puede que la moda sea Venezuela, pero no por menos visible es más benigna la dictadura en Nicaragua, menos grave la opresión ni menos tétrico el panorama. El próximo año debería haber elecciones en Nicaragua, pero, con todo el poder en sus manos, es previsible que Murillo se consagre en los libros de historia como la más longeva y cruel de las dictadoras.

Son las paradojas de la historia. Llegaron al poder denunciando a Somoza y lo derrotaron a balazos, para luego instalar a balazos una dictadura igual o peor. Fueron propulsados por los que alentaron el nacionalismo sobre el basamento del desgobierno decimonónico y la violencia; por quienes glorificaron la revolución sandinista, sin escatimar en los miles de muertos inocentes que dejaban a su paso, y hoy, con los mismos mitos, los matan a ellos, los encarcelan, los proscriben o los despojan de nacionalidad. Mientras no haya sinceramiento de las carencias y la historia latinoamericana, es muy probable que se sigan cosechando crueles dictaduras, y dictadoras.

John Mario González es analista internacional, escribe desde Kyiv.

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Putin y los BRICS: ¿el fin del dólar?

/ 20 de diciembre de 2024 / 00:14

La escena de un asaltante de banco, encerrado con rehenes, que amaga con estallar una bomba, ilustra el verdadero poder de Vladimir Putin y varios de sus aliados en las apuestas estratégicas contra Estados Unidos y Occidente. Su amenaza de recurrir a bombas nucleares causa un terror paralizante. Sería la destrucción casi asegurada de la humanidad. Pero despojado de la misma, sus opciones son exiguas, a veces ingenuas, sobre todo a la luz de sus ambiciones.

A ese poder se refirió Obama en marzo de 2014, cuando dijo que Putin lidera una “potencia regional”, cuya amenaza real se extiende a las naciones vecinas, “no por su fortaleza, sino por debilidad”.

Las analogías son evidentes cuando se trata de la ambición de Putin, Xi Jinping y hasta Lula da Silva de destronar al dólar como moneda de reserva dominante, o cuando, como cuota inicial, se proponen implantar un sistema de pagos internacional, el BRICS Bridge, basado en blockchain, que competiría con la red de mensajería financiera controlada por Occidente, conocida como SWIFT.

Una pretensión, o ilusión, ya tan añeja que Putin, en octubre de 2008, entonces primer ministro de Rusia, aconsejó a Wen Jiabao, primer ministro de China, abandonar el dólar estadounidense y crear una nueva moneda global. Más remoto aún si se tienen en cuenta los intentos de la Unión Soviética en los años 60 y 70 de fortalecer el “rublo transferible”, el que naufragó por su falta de convertibilidad y desconexión con los mercados internacionales.

No se trata de que el dólar tenga una cualidad de primacía congénita, que los países hartos con su supremacía no puedan buscar alternativas o que el poder de Estados Unidos no deba desafiarse. El punto es que no todos los intentos de socavar al dólar lucen legítimos; algunos representan riesgos para la estabilidad financiera internacional o buscan apuntalar esferas de influencia para eludir sanciones o minar las bases del sistema internacional. El riesgo no lo desestima el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, que hace poco amenazó a las naciones BRICS con imponerles aranceles de 100% si continúan en el propósito, ni tampoco el Pentágono, que desde 2009 ha recreado escenarios de guerra de divisas, como lo muestra James Rickards en su libro Currency Wars: The Making of the Next Global Crisis (2011).

En cualquier caso, la imposibilidad de Rusia, China o la India de reemplazar al dólar radica en factores simples, aunque muy difíciles de generar, como la confianza. La presunción de que en Estados Unidos la Reserva Federal y sus agentes económicos tendrán plena libertad de actuar para corregir un desborde inflacionario, como en los años 1970 y 1980, o de depresión, como en el 2008 y 2009. Detrás de ello está el otro factor clave: la alta productividad de su economía. La capacidad de hacer más con menos y derramar los beneficios a la población. Una cualidad, esta última, a la que se resiste la cúpula del Partido Comunista Chino, que prefiere mantener una estructura económica orientada a la exportación antes que promover el consumo interno, aunque ello signifique competencia desleal con un yuan devaluado.

La predominancia del dólar no ha sido entonces un resultado caprichoso, sino una evolución lógica. Arrastra una historia de, mínimo, 150 años, si incluye la consolidación del patrón oro y las limitaciones de este para facilitar ajustes de la oferta monetaria a fin de gestionar eventos inflacionarios o de recesión, o producir devaluaciones que revirtieran desbalances comerciales, como ocurriera en la primera guerra de divisas en los años 1920 y 1930.

Aunque el oro seguirá siendo un valor refugio primordial, el patrón oro no volverá, no importa lo que hagan Rusia, China o todos los BRICS para promover las compras de oro y constituir un placebo de confianza con el objetivo de crear una moneda o poner en jaque al dólar.

Claro, siempre se argumentará que el dólar como moneda de reserva dominante le otorga a Estados Unidos ventajas, y sí que las tiene, aunque también asume costos, y no son menores.

La discusión tiene tal carga de profundidad que el hundimiento del dólar, sin una alternativa de relevo a la vista, significaría un escenario distópico de retroceso sustancial del comercio internacional o de triunfo de las autocracias sobre las democracias occidentales. En otros términos, si Rusia y China aspiran a tener una moneda predominante tendrían que deshacer sus sistemas políticos, instituir democracias y convencer al mundo, en 40 o 50 años, de que son confiables: antes no.

Por lo pronto, el mundo seguirá asistiendo a nuevas guerras de divisas, con mayor capacidad de destrucción del sistema monetario, y una mayor recurrencia y efectividad de las sanciones financieras, al tiempo que todo hace presumir que el dólar se mantendrá como rey, como mínimo, durante varias décadas más.

John Mario González es analista político e internacional.

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Las encrucijadas de Trump en América Latina

Naturalmente que Trump tiene posibilidades de éxito en la lucha contra los autoritarismos y el populismo anticapitalista de la región.

John Mario González

/ 18 de noviembre de 2024 / 06:00

Si bien la designación del senador Marco Rubio como nuevo secretario de Estado sugiere un reposicionamiento de América Latina en la agenda del nuevo presidente Donald Trump, es crucial moderar las expectativas tanto en términos de posibilidades de éxito, ante las encrucijadas que emergen, como de ascenso real de la región en la política exterior de Estados Unidos.

Ciertamente, la última vez que un presidente estadounidense dio prelación a América Latina fue George W. Bush, a quien Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Lula da Silva y compañía, le pagaron con un portazo a la iniciativa de Acuerdo de Libre Comercio de las Américas en Mar del Plata, Argentina, en noviembre de 2005.

En esencia, tratar con los gobiernos y actores latinoamericanos resulta más complicado que el reduccionismo de una campaña electoral. Así, la política de Trump hacia América Latina estará supeditada, como mínimo, por el margen de maniobrabilidad y de aceptación internacional que logre, las divergencias entre su agenda mediática y los intereses estratégicos de Estados Unidos o los límites del poder y los riesgos.

Los condicionantes son relevantes, ya que, aunque parezca a distancia sideral, la forma como Trump afronte la guerra de Ucrania afectará, por ejemplo, su política en América Latina. Si el nuevo presidente abandona a Ucrania, Estados Unidos sufriría un golpe de prestigio no visto desde Vietnam, lo que podría implicar el entusiasmo de varios mandatarios latinoamericanos por entregarse en brazos de Rusia y China. Además, un Trump más confrontacional e histriónico puede convertirse en el estribillo perfecto que esperan los populistas latinoamericanos para afinar la fábula antiimperialista que tan buenos réditos les ha dado.

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Naturalmente que Trump tiene posibilidades de éxito en la lucha contra los autoritarismos y el populismo anticapitalista de la región, en especial cuando buena parte de la izquierda atraviesa por una fase de fragmentación y de luchas intestinas, como lo muestran los casos de Bolivia y el agriamiento de la relación entre Venezuela y Brasil. Sin embargo, pese al júbilo de las derechas latinoamericanas por el triunfo de Trump, su atomización o debilidad son notorias en Colombia, México o Perú.

En el caso de Venezuela, no hay duda de que se vuelve a vislumbrar cierto hálito de esperanza, después de la mofa de Maduro a los compromisos que adquirió con Biden. Pero el voluntarismo y los ataques indiscriminados pueden provocar el efecto contrario, como lo mostró el ademán de intervención en Venezuela del consejero de Seguridad Nacional estadounidense, John Bolton, en enero de 2019, lo que a la postre contribuyó a la narrativa del régimen para apuntalarse.

El hecho subraya la urgencia de que la nueva administración actúe con eficacia y enfoque, aplicando la máxima presión sobre objetivos específicos para lograr un cambio de régimen, ya sea en Venezuela, Cuba o Nicaragua, para lograr una espiral de optimismo y evitar el riesgo de diluir los esfuerzos. La perspectiva también revela los límites del poder de Estados Unidos, pues una intervención militar daría fuelle a la épica antiimperialista tan ansiada por los demagogos, al igual que la enorme complejidad de ese y otros problemas como el de las drogas, ahora extendido como una ola de criminalidad que amenaza el continente.

En tal caso, habría que preguntarse ¿por qué Estados Unidos no aplica toda la presión a Colombia para forzar una voluntad de lucha contra el narcotráfico en este país? La única respuesta plausible es que el tema desborda a Estados Unidos, y que involucrar cuantiosos recursos en Colombia podría producir algunos avances, pero provocaría el desplazamiento del problema a Centroamérica, el Cono Sur o Perú. Basta ver cómo Ecuador terminó contagiado y convertido en emblema de ingobernabilidad e inseguridad.

El peso de México

Independiente del grado de atención que reciba América Latina, es tal el peso de México que se convierte en una prioridad casi interna para Estados Unidos. Con seguridad, el país podría jugar un papel de puente o más constructivo entre Estados Unidos y el resto de la región, muy distinto a la exhibición del expresidente Andrés Manuel López Obrador cuando, en junio de 2022, rechazó asistir a la Cumbre de las Américas porque el gobierno Biden no invitó a Venezuela, Nicaragua y Cuba.

Pero, más allá de ultimátums puntuales, el presidente Trump deberá evitar la intimidación constante como estrategia con México, no solo porque necesita de su aliado al sur del Río Bravo para el logro de otros objetivos globales, sino porque la materialización de sus amenazas tendría consecuencias negativas para ambos países.

El cierre de la frontera, la imposición de aranceles a las exportaciones aztecas o la expulsión masiva de ‘ilegales’ ocasionaría el aumento considerable de la inflación en Estados Unidos, pérdidas considerables en productividad, arriesgaría las cadenas de suministro o la estrategia comercial con China.

Así, no son pocas las encrucijadas que enfrentará la nueva administración Trump con América Latina, lo que, de alguna manera, corre paralelo, curiosa o paradójicamente, a los riesgos que asume la misma democracia estadounidense con la elección del presidente Trump.

*John Mario González es analista internacional, escribe desde Kyiv.

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¿Por qué un México ensimismado?

/ 23 de octubre de 2024 / 06:06

Causa asombro y tristeza la retahíla de recriminaciones de la carta que el entonces presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, envió el 1 de marzo de 2019 al Rey de España, Felipe VI, en la que lo instaba a pedir disculpas por las atrocidades cometidas durante la conquista de México. Una sinrazón que contradice la historia, que hace daño a Hispanoamérica, pero sobre todo a México. Un acto de confrontación que ha hecho suyo la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, pero que había continuado el mismo López Obrador cuando, a finales de 2022, anunció una “pausa” diplomática con Madrid.

No hace falta emplearse a fondo para demostrar lo inicuo de la petición, la lesión profunda que ocasiona al alma hispanoamericana y el derrape de un liderazgo que, como potencia, el mundo reclama de México.

En esa tesitura, el descubrimiento de América y la Conquista no solo no pueden juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas, sino que configuraron una de las gestas más grandes de la historia universal, lograda por el imperio más poderoso del mundo durante más de una centuria, entre los siglos XV, XVI y XVII.

Como dice Stanley Payne, en su libro “En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras”, el Imperio español fue algo realmente extraordinario que duró más de mil años, que actuó como defensor de Europa y el cristianismo frente al islam.

De hecho, fue el primer imperio en el que no se escondía el sol. Era natural, por tanto, que inspirara respeto, pero también animadversión, lo que le acarreó inevitables enfrentamientos e ingentes costes para la defensa de las Américas frente a las ambiciones de Inglaterra, Francia o Países Bajos, como lo prueban Belice o Guyana, entre muchos otros territorios. Tal proeza es inescindible de la monumental valentía de Cristóbal Colón, Hernán Cortés y de miles de hombres que arriesgaron y entregaron sus vidas; que terminaron por construir el mestizaje más colosal y la comunidad de países más grande del mundo, por afinidad cultural, y de la que México es el mayor heredero.

Definir, en consecuencia, la Conquista por las atrocidades, que obvio que las hubo, no hace justicia al eminente trabajo de centenares de historiadores mexicanos, comandados por don Daniel Cosío Villegas, Lorenzo Meyer o Javier Garcíadiego, ni a instituciones tan excelsas como El Colegio de México que desde 1973 produjo la “Historia mínima de México” y la “Nueva historia mínima de México”.

Millones de mexicanos han leído dichos libros que ofrecen testimonio de la compleja herencia con la que lidió España, pues los mexicas —o aztecas— sacrificaban con frenesí a decenas de bebés, decapitaban a ancianas o sus sacerdotes deambulaban con la piel de los inmolados para adorar a sus dioses en sus fiestas anuales.

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No hace bien, entonces, alentar ahora estereotipos de los españoles como conquistadores crueles. Tampoco el victimismo, el idealizar a las personas que viven en estado natural, alejadas de la civilización, como inherentemente buenas y puras. Esa ha sido una práctica de los populismos latinoamericanos que lo usan como mecanismo de arrogancia, de superioridad moral y de rechazo a la cultura occidental.

Algunos, como el uruguayo José Enrique Rodó, en su libro Ariel, exaltaban la tradición latina y española, pero caricaturizaban el progreso científico y técnico de los estadounidenses, a partir de simples diatribas y abstracciones emocionales, para terminar de avivar esa ya añeja tradición latinoamericana de echarle la culpa a otros de los infortunios propios.

Ahora bien, Latinoamérica necesita a México, al igual que Estados Unidos, España y Europa. Pero lo necesitan ejerciendo el liderazgo que le corresponde como la 13 economía del mundo, por ser parte de la mayor y más dinámica frontera comercial del globo, como articulador de la solución a problemas regionales y de Occidente, como puente para la vigorización del atlantismo de España, por su extraordinario futuro.

Aunque seguro que no será con tales actos de confrontación como lo logre. Al contrario, deberá emplearse a fondo en la lucha contra el narcotráfico y en los retos de seguridad, en la actualización de los principios de su política exterior, pues los riesgos a su integridad territorial no son los del siglo XIX o comienzos del XX. Ni tampoco resulta sensato invocar la doctrina Estrada como fórmula infalible para ponerse del lado de oprobiosas dictaduras como la venezolana.

John Mario González es analista político e internacional, escribe desde Madrid.

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Los errores de Estados Unidos en Ucrania

Lo más paradójico es que la guerra ha producido un debilitamiento estructural de Rusia

John Mario González

/ 15 de diciembre de 2023 / 07:33

Sin duda que sin el encomiable apoyo financiero y militar de Estados Unidos y el Reino Unido a Ucrania, hace años que habría desaparecido como Estado democrático e independiente. Pero, si bien el balance general de Occidente en la guerra contra Rusia y sus aliados es todavía destacado, no dejan de ser lamentables los protuberantes errores estratégicos de Estados Unidos.

El solo giro copernicano que Rusia dio a las condiciones y percepción general de los resultados de la guerra indica que los errores han ido más allá de un exceso de optimismo de los mandos ucranianos. Si el 24 de junio, en medio de la rebelión de Wagner y Prigozhin, la sensación era que el régimen ruso estaba próximo al abismo, solo cuatro meses después, por primera vez, desde marzo o abril de 2022, parece que Putin podría ganar.

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Un viraje difícil de entender. Como si el principal activo de Putin fuera la carencia de Estados Unidos de estrategas militares o que la carga burocrática y descoordinación de sus distintas agencias primaran sobre aquellos.

Para empezar, resultaba casi un suicidio que Ucrania hubiera desplegado una contraofensiva sin cobertura aérea suficiente, o que los satélites y la tecnología estadounidense no advirtieran la dimensión de las fortificaciones defensivas construidas por Rusia, las más extensas desde la Segunda Guerra Mundial.

Ambas consideraciones indican que tanto la estrategia como la narrativa de Estados Unidos debieron ser distintas. Menos aspiracional, pero más pragmática, la prioridad no debió ser entonces la recuperación de territorio, en el corto plazo, sino una guerra posicional de menor riesgo, de trincheras, al estilo de la Primera Guerra Mundial, para la defensa de Ucrania y la derrota estratégica de Rusia. Una perspectiva más acorde con la resistencia inicial del propio Estados Unidos y los aliados occidentales de ceder misiles de largo alcance que pudieran cruzar líneas rojas con Rusia y desencadenar una tercera guerra mundial y nuclear.

He allí entonces algunos de los más abultados adicionales desaciertos de Estados Unidos. Uno de ellos ha sido el desaprovechamiento de la innovación tecnológica en drones como arma de guerra de bajo costo para profundizar el debilitamiento militar ruso. Aunque Ucrania ha logrado avances tecnológicos importantes, al punto de escalar los drones navales hacia un papel decisivo en la guerra, como el ataque que le propinó a la flota rusa del mar Negro en Sebastopol, la falta de recursos y de mayor tecnología ha hecho que esté siendo superada por su enemigo. Como lo recoge Reuters, en una entrevista del 9 de noviembre a un piloto de drones ucraniano, identificado como “Yizhak”: “a veces una tripulación puede tener 10 objetivos identificados, pero solo dos o tres drones, así que tenemos que dejar ir a siete porque no tenemos nada con qué golpearlos».

Pero quizás el mayor error estratégico de Estados Unidos ha sido la falta de apropiado asesoramiento a los mandos ucranianos para machacar la mayor debilidad rusa, como es su crónico déficit poblacional, en especial si Putin ha tolerado cifras de bajas muy superiores a las que serían aceptables en los países occidentales. Una insuficiencia de hombres que se convierte en la principal amenaza existencial de Rusia y que hunde sus raíces en las pérdidas de la Primera Guerra Mundial, la guerra civil de 1917-1922 y las desventuras históricas posteriores. A pesar de que Putin ha estado obsesionado por las carencias poblacionales durante sus 23 años de gobierno, el problema se ha exacerbado, lo que ha desembocado en las protestas de esposas de combatientes para que sus cónyuges regresen a casa o la explotación laboral de estudiantes y presos, reflejo de tal escasez.

Si en el primer año de la guerra, Rusia habría perdido cerca de 200.000 hombres, el doble de Ucrania, la deslucida contraofensiva de esta última elevó sus víctimas a niveles inaceptables y acercó las diferencias. En la actualidad, se puede hablar de cerca de 300.000 bajas rusas contra unas 250.000 ucranianas. Así, tal circunstancia, y el estancamiento de la guerra frente a las elevadas expectativas creadas, no solo obligó a un cambio de estrategia, sino que golpeó el optimismo que se tenía y ha generado malestar.

Lo más paradójico es que la guerra ha producido un debilitamiento estructural de Rusia, en especial en cuanto al factor demográfico, pero el público estadounidense, y también europeo, muestra signos de cansancio sin recabar en el hecho de que guerras como las de Iraq o Afganistán fueron mucho más costosas.

Ahora, no solo el financiamiento estadounidense a Ucrania está en peligro, un enorme regalo de los republicanos hacia Putin, sino que cualquier vacilación en el embate de la guerra puede provocar que se pierda o que Rusia se recupere. Ojalá que la visita del presidente Volodímir Zelenski a Estados Unidos, el pasado martes, permita salir del letargo y recuperar el empuje.

(*) John Mario González es analista internacional

(15/12/2023)

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El invierno y el futuro de la guerra de Ucrania

A estas alturas, y luego de 20 meses, el riesgo para Europa y Occidente se ha elevado

John Mario González

/ 20 de octubre de 2023 / 09:02

Como si las dificultades de la guerra en Ucrania fueran pocas, ahora se suman el brutal y sorpresivo ataque de Hamás contra Israel y la contundente respuesta del Estado hebreo. Los hechos en principio benefician a Rusia, pues pueden desviar importantes recursos militares de Occidente y eclipsar casi por completo la guerra de Ucrania. Adicional, podrían socavar en parte la confianza de la sociedad ucraniana respecto del apoyo internacional y facilitar acciones brutales del ejército ruso, de las que han hecho gala para aterrorizar a la población civil.

Aunque el balance de la guerra todavía representa un escenario positivo para Ucrania, y el mantenimiento de la presión sobre Rusia y Putin puede generar un colapso súbito del régimen o una convulsión al estilo Prigozhin, el juego del gato y el ratón de algunos aliados occidentales contribuyó a las numerosas dificultades de la contraofensiva ucraniana. Ésta apenas se movió en la línea del frente desde su despliegue en junio.

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Si bien los misiles Himars estadounidenses fueron decisivos para la liberación de las provincias de Kharkiv y Kherson, en el segundo semestre de 2022, desde entonces los obstáculos a proveer armamento de mayor alcance dieron tiempo a los rusos de construir, a comienzos de 2023, las líneas defensivas y trincheras más extensas y minadas desde la Segunda Guerra Mundial.

En la mayoría de los casos, después de arduas negociaciones, los aliados occidentales terminaron por aceptar el suministro del armamento, como los misiles de alta precisión ATACMS o los aviones F-16. Pero pueden transcurrir meses o un año entre las declaraciones de intención y el momento de su utilización. A lo que hay que agregar aliados occidentales que subestiman la amenaza rusa, que apoyan la guerra a regañadientes, esto es que van de remolón.

En medio entonces de una contraofensiva que alcanzó un alto nivel de pérdidas humanas, que resultaba suicida sin apoyo aéreo, las fuerzas ucranianas se vieron obligadas a cambiar de estrategia. Tuvieron que optar por operaciones más lentas y cuidadosas, ataques más pequeños, con utilización de drones. Ello mientras perturbaban las zonas de retaguardia rusas con ataques de precisión de largo alcance con los recién incorporados misiles Storm Shadow del Reino Unido. Es el caso de Crimea, que estuvo fuera del alcance de las fuerzas de Kyiv hasta hace pocos meses, tanto por la falta de armamento como por el temor de Occidente a cruzar líneas rojas que escalaran el conflicto.

A estas alturas, y luego de 20 meses, el riesgo para Europa y Occidente se ha elevado. Putin parece sentirse cómodo con el 18% del territorio ucraniano ocupado, una franja casi del tamaño de Suiza, Bélgica y Países Bajos juntos, lo que podría presentar como una victoria suya y de Rusia y terminar por fortalecerse. Tanto que ha pasado de nuevo a la ofensiva.

El desafío demanda entonces del liderazgo de Estados Unidos y los países de la OTAN para una guerra más larga de lo esperado, para evitar que Rusia fortifique sus líneas defensivas durante el invierno y la primavera, pero, sobre todo, para ajustar la estrategia de guerra. Si el terreno fangoso de fin de año impide el desplazamiento de un tanque Challenger inglés de 75 toneladas, la conflagración podría intensificarse, pero es previsible que poco cambie la línea del frente. Ahí es cuando Occidente debe acelerar la provisión de misiles de largo alcance y el desarrollo y la producción masiva de drones.

Son estos últimos el único armamento que ha podido llevar la guerra a territorio ruso sin un escalamiento total, aunque con una intensidad todavía leve. Las capacidades de Rusia también son limitadas, tanto en la producción de armamento como en el número de hombres que puede perder en una guerra prolongada, a la luz de sus agudos problemas poblacionales.

Sería entonces un gran error que los aliados occidentales rebajaran sus objetivos estratégicos para dejar que sean futuras generaciones las que hagan frente a la amenaza de reimperialización rusa. Además de que sería dramático ver a Ucrania en el riesgo de ser consumada en una nueva Bielorrusia. No pasaría una generación entre que Putin o cualquier nuevo nacionalista ruso brutalizaran de nuevo los principios del derecho internacional y agredieran a Lituania, Moldavia, Rumania o cualquiera otra nación.

Recuérdese que la naturaleza de Rusia es considerarse un poder providencial, como la define el historiador Stephen Kotkin, cuyas capacidades no coinciden con sus desbordadas ambiciones. Un instinto que la conduce a luchar en realidad es contra Estados Unidos y las fuerzas de la OTAN. A recurrir a las alianzas más siniestras contra Occidente y a deformar una guerra neocolonialista, como la de Ucrania, para convertirla en una cruzada del anarquismo global y avivar el sentimiento antiestadounidense. A Europa, o a algunos insignes europeos, parece olvidárseles que dicha pesadilla, devenida en totalitarismo, está al lado de sus fronteras; es un fantasma en lo fundamental europeo para el que Ucrania es una ficha importante del tablero.

(*) John Mario González es analista internacional, escribe desde Odesa

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