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Thursday 12 Dec 2024 | Actualizado a 07:25 AM

Corrupción en la justicia boliviana

Ha llegado la hora de que el país exija, de manera decidida y unida, una justicia que sea realmente justa

Sergio J. Pérez Paredes

/ 13 de octubre de 2024 / 06:04

La corrupción en Bolivia es el cáncer que ha debilitado profundamente a una de las instituciones más importantes para el funcionamiento de un Estado: la justicia. Aunque los líderes y gobernantes se llenan la boca de promesas sobre su erradicación, la realidad es que el sistema judicial está quebrado, carcomido por una corrupción estructural que impide impartir una justicia imparcial y efectiva.

En Bolivia, es imposible hablar de justicia sin tocar el tema de la impunidad. La ciudadanía ha aprendido que la ley, lejos de ser un mecanismo de equidad, se ha convertido en un instrumento de poder al servicio de unos pocos. Los casos de corrupción dentro del sistema judicial no son excepciones aisladas, sino parte de un patrón en el que las leyes se aplican según el poder adquisitivo o la influencia política de los involucrados.

Revise: Bolivia sabe, pero aún no actúa

Uno de los ejemplos más contundentes de este fracaso se encuentra en el sistema carcelario boliviano. Las cárceles del país están llenas de personas que no han recibido una sentencia justa; muchos de ellos han pasado años en prisión preventiva, esperando un juicio que nunca llega. Mientras tanto, los verdaderos culpables de crímenes graves a menudo evaden la cárcel gracias a sus conexiones políticas o financieras. Así, los inocentes se pudren tras las rejas, mientras los poderosos se pasean libres por las calles.

La cárcel de San Pedro, en La Paz, se ha convertido en el símbolo más visible de este problema. En este centro penitenciario, los reclusos no solo viven en condiciones inhumanas, sino que están obligados a pagar por su espacio dentro de la prisión. Aquellos con recursos pueden comprar celdas mejores, mientras que los pobres deben conformarse con dormir en los patios. Esto no es justicia, es la manifestación más cruda de la desigualdad y corrupción que reina en el sistema.

El colapso de la justicia en Bolivia no solo se refleja en las prisiones. Los casos de corrupción en los tribunales son igualmente alarmantes. Jueces que aceptan sobornos, fiscales que fabrican pruebas y policías que manipulan investigaciones son solo algunos de los ejemplos que ilustran cómo la corrupción ha minado la confianza del pueblo en sus instituciones. La justicia, que debería ser ciega e imparcial, se ha convertido en un lujo que solo unos pocos pueden permitirse.

La ausencia de un verdadero estado de derecho en Bolivia ha llevado a una crisis de confianza sin precedentes. Los ciudadanos no solo desconfían del sistema judicial, sino que temen ser víctimas de él. El principio de presunción de inocencia, un derecho fundamental, es continuamente vulnerado. En muchos casos, las personas deben probar su inocencia, en lugar de que el Estado pruebe su culpabilidad, algo que distorsiona completamente los principios básicos del derecho.

Es imposible imaginar un futuro próspero para Bolivia sin una reforma radical de su sistema judicial. La corrupción no puede seguir siendo el talón de Aquiles de nuestra democracia. La justicia debe ser recuperada y blindada contra los intereses corruptos que la han utilizado para sus propios fines. Sin una justicia verdadera, el país seguirá condenado a vivir en un ciclo interminable de impunidad, pobreza y desigualdad.

Bolivia merece un sistema judicial que funcione, que sea capaz de dar a cada quien lo que es suyo, y que castigue a los culpables sin importar su poder o influencia. La corrupción y la impunidad no pueden seguir dictando las reglas de un juego en el que todos perdemos. Ha llegado la hora de que el país exija, de manera decidida y unida, una justicia que sea realmente justa.

(*) Sergio J. Pérez Paredes es historiador

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El límite de un Estado en quiebre

Las declaraciones del ministro nos recuerdan una antigua frase de Cornelio Tácito: “Cuanto más corrupto es el Estado, más leyes tiene”.

Sergio J. Pérez Paredes

/ 7 de diciembre de 2024 / 04:55

Hace pocos días, el ministro de Economía boliviano, Marcelo Montenegro, pronunció palabras que resonaron con un eco de incertidumbre. En su criterio, ciertos sectores, como militares, policías y otros beneficiarios de rentas provenientes de la Gestora Pública, deberían dejar de recibir el bono adulto mayor o Renta Dignidad. Este planteamiento no solo es revelador, sino también alarmante: desnuda la fragilidad económica de un Estado que tambalea sobre una delgada línea entre el colapso y la sobrevivencia.

Las declaraciones del ministro nos recuerdan una antigua frase de Cornelio Tácito: “Cuanto más corrupto es el Estado, más leyes tiene”. En Bolivia, no solo proliferan las leyes, sino también los impuestos, reflejando la necesidad desesperada de un aparato estatal que intenta sostenerse a cualquier costo. Este aumento de cargas no es más que un intento de tapar las grietas de un modelo económico que se desploma, dejando a su paso un profundo malestar social y una desconfianza generalizada.

Estamos ante un momento crítico en la historia reciente de Bolivia. La economía nacional no solo enfrenta un vacío estructural, sino también un vacío de confianza. Cuando un gobierno llega al extremo de cuestionar la continuidad de ayudas esenciales como la Renta Dignidad, queda en evidencia que el modelo social y económico que lo sostiene está al borde del agotamiento. Este bono, que simboliza un mínimo gesto de justicia hacia los más vulnerables, está siendo replanteado no desde la solidaridad, sino desde la carencia.

La situación actual no solo es económica, también es moral. Un país que incrementa impuestos mientras reduce beneficios sociales parece olvidar su compromiso con la dignidad humana. En su lugar, abraza una política de parcheo continuo, desprovista de una visión transformadora. Este modelo tambaleante refleja un sistema que ya no responde a las necesidades reales de su pueblo, sino a su propia urgencia de sobrevivir.

Bolivia atraviesa una crisis que va más allá de lo económico. Es un momento de quiebre, donde la falta de rumbo político y social exacerba las desigualdades y condena a las generaciones futuras a una incertidumbre devastadora. Lo que presenciamos es más que una crisis pasajera: es el agotamiento de un ciclo, una transición hacia lo desconocido que exige reflexión y acción inmediata.

El quiebre del modelo actual no solo se mide en cifras económicas o estadísticas, sino en la pérdida de esperanza de millones de bolivianos. Este modelo, que alguna vez prometió inclusión y prosperidad, hoy parece reducirse a un sistema que beneficia a pocos mientras sacrifica a muchos. En este contexto, las palabras del ministro son una advertencia: hemos llegado al límite.

Hoy, más que nunca, es necesario repensar el papel del Estado. ¿Es éste un momento de reforma estructural o de perpetuar los errores del pasado? ¿Puede Bolivia levantarse de este abismo con justicia social y sostenibilidad o continuará en esta espiral descendente? Las palabras del ministro, aunque alarmantes, deben servir como un llamado a la acción. Si no enfrentamos esta crisis con valentía y visión, corremos el riesgo de perpetuar un modelo que solo profundiza las fracturas de nuestra sociedad.

En la intersección de la filosofía, la economía y la historia, Bolivia se encuentra ante su momento más delicado. Ya no podemos seguir ignorando el límite al que hemos llegado. Éste es un tiempo para decidir: o continuamos cargando el peso de un modelo fallido o asumimos el desafío de construir un futuro digno para todos.

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El despertar de la mirada boliviana

/ 25 de noviembre de 2024 / 06:00

Bolivia se encuentra en una encrucijada histórica, un punto de inflexión que pone a prueba su capacidad para discernir entre promesas superficiales y soluciones verdaderamente transformadoras. En este momento recóndito de nuestra época, surge una paradoja inquietante: mientras algunos políticos emergen como figuras mesiánicas que prometen convertir al país en un Silicon Valley tropical o en un modelo de industrialización capitalista, la realidad subyacente es una carencia profunda de medidas claras y políticas ejecutables.

La narrativa política en Bolivia parece estar atrapada en un ciclo interminable de promesas sin sustancia. Los discursos de campaña, tan bien adornados como efímeros, han perdido la conexión con la realidad cotidiana de los bolivianos. Este desencanto no es gratuito; es la respuesta de una sociedad que ha visto cómo la palabra política se vacía de contenido para transformarse en una estrategia de marketing emocional, diseñada para seducir en lugar de liderar.

El problema no es solo la ausencia de políticas claras, sino la falta de políticos que entiendan el verdadero significado de la representación. En este contexto, las próximas elecciones judiciales y presidenciales adquieren un peso descomunal. Más que un ejercicio democrático, representan una oportunidad para redefinir nuestra relación con el poder, la justicia y el Estado mismo. Pero para que esta oportunidad no sea desperdiciada, Bolivia debe desarrollar una mirada crítica, una mirada que no se deje deslumbrar por espejismos ni promesas imposibles.

La filosofía nos enseña que el ojo es la ventana al alma, pero también al entendimiento. Bolivia necesita abrir los ojos, no solo para ver lo que se le ofrece, sino para cuestionarlo, para exigirlo, para reformarlo. En un país donde los “misioneros políticos” proliferan como oráculos de un futuro utópico, es imperativo que el pueblo recupere su rol como principal actor político, no como espectador pasivo.

Pero, ¿cómo construir esta mirada justa y clara? La respuesta radica en la interacción social, en la participación activa y en el compromiso colectivo. Es necesario que los ciudadanos se conviertan en fiscalizadores constantes, que cuestionen las narrativas dominantes y que entiendan que el cambio no se produce en los despachos de los políticos, sino en la cotidianidad de quienes exigen justicia, educación y oportunidades.

Bolivia no necesita más promesas de Silicon Valleys imposibles ni industrializaciones mágicas. Lo que necesita es una política humana, una que reconozca que el progreso no se mide únicamente en cifras económicas, sino en la dignidad recuperada de su gente. Necesitamos líderes que sean capaces de ver más allá de los votos y que comprendan que gobernar es, antes que nada, un acto de servicio.

Así, en este momento crucial, Bolivia debe recordar que la verdadera revolución no proviene de los misioneros políticos, sino de los ciudadanos que deciden abrir los ojos y mirar el futuro con claridad, justicia y valentía. La pregunta no es qué nos prometen, sino qué estamos dispuestos a exigir. Porque, al final, no son los profetas los que construyen un país, sino su gente.

Sergio J. Pérez Paredes es historiador

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‘El Valor Perdido’

Sergio J. Pérez Paredes

/ 10 de noviembre de 2024 / 07:58

El dinero, en su esencia, ha sido mucho más que un papel de intercambio. Representa el esfuerzo, el sacrificio y los sueños de generaciones. Pero, ¿qué ocurre cuando ese símbolo, la “plata” de todos los días, empieza a perder su valor? Bolivia enfrenta una realidad en la que el dinero, golpeado por la inflación y el desequilibrio económico, ya no parece ser la misma promesa de estabilidad y bienestar que alguna vez fue.

Hoy, la inflación no es solo una estadística, es un golpe directo al bolsillo, un enemigo silencioso que desmorona la confianza de la gente. Cuando los precios suben y el salario se queda atrás, la vida misma se hace más dura. Lo que antes alcanzaba, ahora no llega. Bolivia, como muchos países, experimenta cómo ese valor simbólico del dinero se diluye ante decisiones económicas erráticas y la falta de previsión.

Revise: Corrupción en la justicia boliviana

Por años, el país ha mantenido un gasto público desmedido, sin una base de ingresos suficiente para sostenerlo. La deuda externa aumenta, mientras el sistema económico depende excesivamente de los recursos naturales, como el gas y los minerales. En un mundo tan cambiante, ¿cómo puede Bolivia seguir apoyándose en un modelo tan frágil? Las promesas de riqueza nacional se han visto, una y otra vez, frustradas por la realidad de un país que no ha logrado diversificar sus ingresos ni crear una economía capaz de resistir las tormentas globales.

La pérdida de valor del dinero no solo afecta a los bolsillos, sino también a la identidad de una nación. En una economía que no puede sostener su propia moneda, la confianza se tambalea. Esa confianza, construida a lo largo de generaciones, ahora peligra. La inflación, la falta de visión económica y la gestión ineficiente minan la credibilidad de Bolivia y afectan el espíritu de su gente. El dinero, símbolo de progreso y prosperidad, comienza a convertirse en una carga vacía.

Pero Bolivia tiene algo poderoso: la capacidad de cambiar su rumbo. La riqueza natural del país, el ingenio de su gente, y la conciencia de su juventud pueden ser las claves para reconstruir un modelo económico sólido. Más allá de simples ajustes, Bolivia necesita una reforma profunda: reducir la dependencia del Estado de los recursos naturales, apostar por sectores productivos y generar empleos dignos que fortalezcan el tejido social. Sin esta transformación, la plata seguirá perdiendo su esencia, dejando a Bolivia atrapada en un ciclo sin fin.

Es tiempo de que Bolivia recupere el valor perdido de su moneda. Pero no será solo una cuestión de economía; será un acto de recuperar la confianza y la dignidad de su gente. En una sociedad donde el dinero debe ser mucho más que un símbolo vacío, el desafío es redescubrir su verdadero significado. No es solo un medio para comprar o pagar; es el reflejo de un país que puede soñar con un futuro mejor, de una comunidad que quiere avanzar sin ser esclava de sus propios errores.

El valor de la “plata” en Bolivia debe ser más que un número. Debe volver a ser una promesa, un compromiso con el bienestar de cada ciudadano. Bolivia necesita, con urgencia, una economía que refleje la esperanza de su gente y que ponga en marcha un modelo inclusivo y sostenible. Así, el dinero volverá a ser el símbolo de progreso que todos esperan, la herramienta con la que construir una nación fuerte y resiliente.

Esta crisis, más que un final, es una oportunidad para que Bolivia reescriba su destino económico. Y en ese camino, el verdadero valor del dinero, el verdadero poder de la “plata”, estará en su capacidad para representar un futuro digno y próspero para todos los bolivianos.

(*) Sergio J. Pérez Paredes es historiador

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Grito silenciado: Bolivia sabe, pero aún no actúa

Sergio J. Pérez Paredes

/ 22 de septiembre de 2024 / 07:41

Bolivia se encuentra en medio de una crisis profunda, evidente para todos, pero enfrentada por pocos. Éste no es un momento cualquiera en la historia del país. Ancianos, jóvenes, mujeres y niños lo saben: Bolivia está sufriendo una crisis económica que amenaza con arrastrar a las generaciones presentes y futuras. La escasez de dólares ha sumido al país en una incertidumbre económica sin precedentes, en la que el poder adquisitivo de la población disminuye a la par que crecen las preocupaciones sobre el futuro.

Pero la crisis no se detiene ahí. Nos enfrentamos también a una devastadora crisis ambiental que pone en riesgo nuestra biodiversidad, y una crisis social que fractura al país entre divisiones políticas cada vez más marcadas. Los frentes políticos están tan polarizados que el diálogo se ha transformado en un campo de batalla, mientras la población queda atrapada en medio, sin representación verdadera, sin un camino claro hacia el progreso.

Esta realidad, sin embargo, no es nueva. Todos lo sabemos. Sabemos que nuestra democracia está en juego. Sabemos que la corrupción sigue carcomiendo las instituciones que deberían ser garantes del bienestar común. Sabemos que la educación está en crisis, que la juventud se enfrenta a un sistema que les ofrece pocas oportunidades de crecimiento y que nuestra tierra, Bolivia, está siendo asfixiada por la deforestación y la minería indiscriminada.

A pesar de este conocimiento generalizado, pocos se han levantado a luchar por el cambio. Y es en este punto donde reside el verdadero desafío: ¿Por qué, si todos somos conscientes de los problemas, no estamos tomando acciones colectivas para resolverlos? La apatía ha ganado terreno en nuestra sociedad. Quizás sea el resultado del cansancio, de las promesas incumplidas o de la desesperanza que muchos sienten al ver que, a pesar de saber lo que ocurre, el cambio parece estar siempre fuera de nuestro alcance.

Pero éste no es un destino inevitable. Es necesario que despertemos y comprendamos que, aunque las soluciones no sean fáciles, el primer paso es actuar. Bolivia necesita urgentemente un despertar colectivo. Necesitamos tomar conciencia de que el tiempo para la acción es ahora. Es el momento de que, como bolivianos, nos unamos, sin importar nuestras diferencias políticas o sociales, en la búsqueda de un futuro mejor.

Un país donde se respete la libertad de expresión, donde el conocimiento sea valorado y utilizado para el bien común, y donde la naturaleza no sea vista como un recurso a explotar, sino como un legado a proteger para las generaciones futuras. Bolivia tiene todo el potencial para ser una nación libre, próspera y justa. Pero esto solo será posible si nos levantamos todos, juntos, para exigir los cambios que queremos ver.

Es momento de abandonar la pasividad. No basta con saber lo que está mal. Ahora debemos luchar por lo que es correcto. Porque la lucha no es solo de unos pocos, sino de todos. Y juntos, podemos transformar el destino de Bolivia. La historia nos observa, y depende de nosotros decidir si seremos recordados como una generación que vio pasar la crisis sin actuar o como la generación que, sabiendo lo que ocurría, se levantó y luchó por el país que todos merecemos.

Hoy más que nunca, Bolivia necesita que su pueblo despierte, que su juventud tome el liderazgo y que, juntos, construyamos una nación donde la vida, la libertad y la dignidad sean inquebrantables.

Sergio J. Pérez Paredes es historiador

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La juventud que reescribirá el destino

Sergio J. Pérez Paredes

/ 8 de septiembre de 2024 / 07:36

La juventud boliviana ha sido tradicionalmente vista como un sector subestimado en términos de participación política. Sin embargo, en los últimos años, los jóvenes han cobrado protagonismo como actores clave para la transformación social, económica y política del país. A pesar de que Bolivia cuenta con una población joven significativa, su influencia en los procesos políticos sigue siendo limitada debido a múltiples barreras que restringen su participación activa.

Uno de los principales desafíos que enfrentan los jóvenes es la falta de acceso a espacios de decisión. Las estructuras políticas bolivianas suelen ser jerárquicas, excluyendo a las nuevas generaciones y perpetuando prácticas tradicionales. Esta desconexión entre las prioridades juveniles y las agendas políticas ha generado apatía, alimentada por la desconfianza en el sistema y la corrupción. A menudo, esto lleva a que muchos jóvenes opten por mantenerse al margen de los procesos electorales o movimientos sociales.

Sin embargo, Bolivia ha experimentado una fuerte resonancia juvenil en años recientes. Movimientos sociales y estudiantiles como “Estudiantes por la Libertad Bolivia”, “Generación Bicentenario”, entre otros, han surgido para canalizar las aspiraciones de libertad y justicia. Desde estos espacios, han movilizado a muchos jóvenes, quienes luchan por una mayor participación política y por la defensa de libertades fundamentales. Estos movimientos han demostrado que la juventud tiene ideas libres y revolucionarias, capaces de cambiar el futuro político del país.

Como señaló Salvador Allende, “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”, hoy, más que nunca, esta frase resuena entre los jóvenes bolivianos que entienden que el cambio es no solo necesario, sino inevitable. La juventud ha dejado claro que su participación va más allá de la protesta; propone soluciones innovadoras y está comprometida con la construcción de un nuevo proyecto de país.

A pesar de las dificultades, estos movimientos juveniles han logrado abrir espacios de debate en la sociedad civil. Sin embargo, la falta de educación cívica de calidad y el acceso limitado a información política siguen siendo obstáculos que impiden una participación más efectiva. Muchos jóvenes carecen de las herramientas necesarias para comprender sus derechos y responsabilidades dentro del sistema democrático. Promover una educación cívica desde temprana edad y facilitar el acceso a formación política resulta fundamental para empoderar a la juventud y potenciar su impacto en la política.

El futuro de la democracia boliviana depende de su juventud. La renovación política y social del país solo será posible si las nuevas generaciones son integradas de manera efectiva en los procesos de toma de decisiones. Para ello, tanto el Estado como la sociedad civil deben trabajar en conjunto para crear espacios, eliminar barreras y generar oportunidades que permitan a los jóvenes liderar el cambio. Bolivia necesita una juventud comprometida, no solo en las calles, sino también en las instituciones, donde su voz, muchas veces ignorada, será clave para construir un futuro más justo, equitativo y democrático.

Sergio J. Pérez Paredes
es historiador

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