Corrupción en la justicia boliviana
Ha llegado la hora de que el país exija, de manera decidida y unida, una justicia que sea realmente justa
Sergio J. Pérez Paredes
La corrupción en Bolivia es el cáncer que ha debilitado profundamente a una de las instituciones más importantes para el funcionamiento de un Estado: la justicia. Aunque los líderes y gobernantes se llenan la boca de promesas sobre su erradicación, la realidad es que el sistema judicial está quebrado, carcomido por una corrupción estructural que impide impartir una justicia imparcial y efectiva.
En Bolivia, es imposible hablar de justicia sin tocar el tema de la impunidad. La ciudadanía ha aprendido que la ley, lejos de ser un mecanismo de equidad, se ha convertido en un instrumento de poder al servicio de unos pocos. Los casos de corrupción dentro del sistema judicial no son excepciones aisladas, sino parte de un patrón en el que las leyes se aplican según el poder adquisitivo o la influencia política de los involucrados.
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Uno de los ejemplos más contundentes de este fracaso se encuentra en el sistema carcelario boliviano. Las cárceles del país están llenas de personas que no han recibido una sentencia justa; muchos de ellos han pasado años en prisión preventiva, esperando un juicio que nunca llega. Mientras tanto, los verdaderos culpables de crímenes graves a menudo evaden la cárcel gracias a sus conexiones políticas o financieras. Así, los inocentes se pudren tras las rejas, mientras los poderosos se pasean libres por las calles.
La cárcel de San Pedro, en La Paz, se ha convertido en el símbolo más visible de este problema. En este centro penitenciario, los reclusos no solo viven en condiciones inhumanas, sino que están obligados a pagar por su espacio dentro de la prisión. Aquellos con recursos pueden comprar celdas mejores, mientras que los pobres deben conformarse con dormir en los patios. Esto no es justicia, es la manifestación más cruda de la desigualdad y corrupción que reina en el sistema.
El colapso de la justicia en Bolivia no solo se refleja en las prisiones. Los casos de corrupción en los tribunales son igualmente alarmantes. Jueces que aceptan sobornos, fiscales que fabrican pruebas y policías que manipulan investigaciones son solo algunos de los ejemplos que ilustran cómo la corrupción ha minado la confianza del pueblo en sus instituciones. La justicia, que debería ser ciega e imparcial, se ha convertido en un lujo que solo unos pocos pueden permitirse.
La ausencia de un verdadero estado de derecho en Bolivia ha llevado a una crisis de confianza sin precedentes. Los ciudadanos no solo desconfían del sistema judicial, sino que temen ser víctimas de él. El principio de presunción de inocencia, un derecho fundamental, es continuamente vulnerado. En muchos casos, las personas deben probar su inocencia, en lugar de que el Estado pruebe su culpabilidad, algo que distorsiona completamente los principios básicos del derecho.
Es imposible imaginar un futuro próspero para Bolivia sin una reforma radical de su sistema judicial. La corrupción no puede seguir siendo el talón de Aquiles de nuestra democracia. La justicia debe ser recuperada y blindada contra los intereses corruptos que la han utilizado para sus propios fines. Sin una justicia verdadera, el país seguirá condenado a vivir en un ciclo interminable de impunidad, pobreza y desigualdad.
Bolivia merece un sistema judicial que funcione, que sea capaz de dar a cada quien lo que es suyo, y que castigue a los culpables sin importar su poder o influencia. La corrupción y la impunidad no pueden seguir dictando las reglas de un juego en el que todos perdemos. Ha llegado la hora de que el país exija, de manera decidida y unida, una justicia que sea realmente justa.
(*) Sergio J. Pérez Paredes es historiador