Voces

Monday 1 Jul 2024 | Actualizado a 08:29 AM

Consecuencias

/ 29 de junio de 2024 / 03:18

Las señales se van acumulando y son cada día más grandes. La política está muy enferma, mientras la autoridad democrática se deteriora, monstruos de todo pelaje emergen del vacío. La sorpresiva y absurda insubordinación de una facción militar el miércoles, con todas sus inconsistencias y misterios, es una nueva muestra del gran desorden en el que parecemos haber entrado. 

A tono con este tiempo de fugacidades y emociones desatadas, todo fue rápido, grotesco, tragicómico, ultramediático, con toques de frivolidad y al mismo tiempo inquietante sobre el estado de la nación. Lo que vino después fue lo usual: una dirigencia empeñada en sus peleas pequeñas, medios y redes navegando entre la superficialidad, la ignorancia y la manipulación, todos con una notable incapacidad para entender lo que pasó y particularmente sus consecuencias.

Hay que comprender, por ejemplo, que el corazón del actual problema político no es tanto la acumulación del poder en pocas manos, sino su fragmentación e informalización al ritmo del derrumbe de la gobernabilidad hegemónica que brindó estabilidad al país por 20 años y la increíble erosión de la autoridad democrática y el control estatal al que nos conducen los errores del Gobierno y la pugna en el bloque oficialista.

Estamos ante un gobierno debilitado pero que se resiste a aceptar sus males y hacer algo realista para enfrentarlos. Mientras, se engaña a sí mismo con operaciones mediáticas que duran un tuit, ocurrencias varias, buenas ideas mal ejecutadas y que parece creer que su alianza frágil e instrumental con algunos operadores judiciales es suficiente para gobernar.

De hecho, en estos agitados días está malgastando una nueva oportunidad para dar un golpe de timón, realizando un profundo ajuste en su funcionamiento interno y buscando un acuerdo político mínimo que genere condiciones para llegar en calma a las elecciones de 2025. El rechazo generalizado de la dirigencia al esperpento del miércoles podía haber sido un paso de todos los actores hacia la sensatez.

Porque, la asonada de los pachajchos no parece haber sido una broma o una falsedad, como algunos tontos suponen porque no vieron muertos y mayores desgastes en la institucionalidad. Al contrario, muestra algo más problemático: en el vacío que se extiende, diversos grupos, con intereses particulares e incluso delincuenciales, se están reforzando, están infiltrando partes del Estado y, lo más grave, empiezan a actuar con mayor autonomía de los actores políticos y gubernamentales.

Por eso, no fue una insubordinación por ideología o fruto de una articulación de actores sociopolíticos en pugna por el sentido del Estado, sino una acción de una facción de forajidos defendiendo grotescamente no sé qué bajos intereses. Lo terrible, por tanto, es que semejante cosa y con esos protagonistas haya llegado hasta donde llegó.

Persistir en esa vía es la puerta al desorden crónico y a la intervención en el corazón del estado de poderes facticos informales e irregulares. La degradación de la casta judicial, representada por los autoprorrogados, es otra expresión de estos desajustes. Al inicio, quizás esos actores eran funcionales al poder político de turno, pero, en tiempos de crisis, se están desatando, transaccionando aún con la política, pero dándose cuenta que hay aún más poder a su disposición.

Por tanto, no subestimemos el actual escenario, todas estas son nuevas patologías que nos acompañaran por un largo tiempo. Son además la faceta oscura de una gran transformación del poder en Bolivia que ya es inevitable. El problema es que la política democrática y sus actuales actores no parecen darse cuenta de nada de esto, embebidos en su soberbia y mediocridad.

Por lo pronto, hay urgencia para contribuir en lo que sea necesario para que el gobierno de Arce complete su mandato constitucional y las elecciones del próximo año se realicen en condiciones razonables. Pero no nos equivoquemos, la tarea futura será inmensa, se trata de reinventar una gobernabilidad que refleje una nueva distribución del poder, lo que implica pactar, pero también restablecer autoridad estatal. No es tarde, pero ya no es tiempo de ingenuidades.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Se busca ‘outsider’

/ 15 de junio de 2024 / 01:11

La coyuntura política se está electoralizando prematuramente, todos se están preparando para unos próximos comicios que se intuye que serán muy competitivos e inciertos. Ese sentimiento es particularmente fuerte entre los sectores opositores que ven, por primera vez, grandes posibilidades para derrotar en las urnas al MAS-IPSP y definir un nuevo rumbo para el país.

Sin embargo, esto se produce en un contexto de notable desaliento y malestar social que está afectando severamente la confianza en todas las dirigencias. Así pues, la ecuación electoral se está complicando por los dos lados, por la oferta, caracterizada por un gran desorden y fragmentación en los partidos y mucha dificultad para construir apoyo real, y por el lado de la demanda, con una ciudadanía descreída que navega entre la indiferencia y el reclamo por dirigentes renovados y diferentes.

La figura del outsider es algo que muchos anhelan, es decir la creencia en que hay posibilidades para la emergencia de un líder con gran capacidad electoral que venga por fuera de las estructuras políticas tradicionales. A priori, no es tan loco pues las encuestas muestran que hay cierto espacio para ese perfil, aunque no está muy claro si hay condiciones para su aparición.

Milei como el outsider a imitar se ha vuelto un lugar común en el mundillo mediático-político, en gran medida a partir de una lectura simplona del fenómeno. De ahí, la aparición de varios economistas que parecen creer que basta con un coctel de liberalismo radicalizado, presencia pintoresca en redes y narrativas altisonantes para transformarse en los nuevos salvadores de las derechas del país.

Junto a ellos, pululan personajes bizarros, expolicías, fiscales arrepentidos, analistas reciclados, intelectuales jubilados y un largo etcétera de aprendices de outsider, todos convencidos que en estos tiempos no es tan negativo haber sido un ilustre desconocido antes de aparecer en TikTok.

La verdad, es muy poco probable que de ahí surja el campeón que derrumbe al masismo, aunque los viejos cuadros políticos tampoco están en su mejor momento, empeñados nuevamente en lo que nunca funcionó: romerías a Washington para buscar bendiciones, intentos de alianzas y guiños entre centristas y extremistas por el bien de la patria o la enésima rasgada de vestidura por la unidad. No aprenden, 15 años andan así.

En suma, me parece que la mayor parte de ese mundillo opositor sigue incurriendo en los mismos errores conceptuales que los llevó a ser derrotados seriales desde 2006. Siendo el principal de ellos, su ya proverbial incapacidad para leer a la sociedad boliviana y su manía por creer que el mundo se resume a sus amigos y conocidos.

Les cuesta comprender, por ejemplo, que la alquimia de un outsider está en su capacidad de vender una personalidad o ideas diferentes pero que hagan sentido a las mayorías y sean una respuesta o reflejo plausible de sus malestares. No es un problema solo de oferta entonces, porque bastaría simplemente con ser diferente o venir de lejos para seducir a los ciudadanos, sino en que “esa diferencia” interprete y represente los sentimientos de la gente.

Por tanto, no hay realmente muchas novedades en el montón de aspirantes a outsider que repiten el mismo discurso polarizador de siempre y que ni siquiera hacen el esfuerzo de entender la nueva sociedad que emergió en estos 15 años. Su gran oferta es decir que todo está mal como lo venían anunciando desde hace más de un decenio. En resumen, caras nuevas con viejas ideas y prejuicios.

Armando Ortuño es investigador social

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Crisis eran las de antes

/ 1 de junio de 2024 / 03:52

Es difícil entender serenamente la actual coyuntura en medio de tanto ruido, histeria real e impostada, y oportunismos que usan discursos hiperbólicos para ajustar cuentas o pescar en río revuelto. Oficialistas y opositores están sobreestimando la capacidad performativa de sus palabras, de ahí la montaña de expresiones estridentes que nos acosan pero que se estrellan con problemas reales que no se resuelven con palabras y una opinión hastiada y descreída.

Las estrategias políticas de los actores políticos, basadas en discursos apocalípticos y agresivos, son obvias. Las oposiciones, en todas sus versiones, buscan instalar la idea de derrumbe de la economía, mientras que el oficialismo retruca victimizándose, denunciando la impostura de esas aseveraciones y sus trasfondos complotistas.

Ese ejercicio tiene límites, son capaces de estresarnos, pero, al final, están implosionando la credibilidad no solo del adversario sino del conjunto de la dirigencia. Es decir, cumplen su propósito de desprestigiar al oponente, pero se destruyen también a sí mismas. Nadie está ganando, el vacío se instala. Mientras, las mayorías sobreviven, apagan la tele, relativizan el TikTok, su venganza será en las urnas.

El Gobierno es el que debería preocuparse más porque su futuro depende de los resultados de su gestión, ahora y no mañana. El resto de actores puede seguir jugando con el malestar. Lamentablemente, las autoridades insisten en una lectura equivocada de la coyuntura y en una estrategia que no tiene posibilidades de funcionar, digan lo que digan.

Desde hace un año y medio se entramparon en un callejón sin salida subestimando los problemas económicos y persisten en el equívoco. Lo peor es que una vez que has negado algo, cada día es más difícil volver a una lectura realista de la cuestión. Cuando la confianza y la credibilidad se dañan, es muy difícil recuperarlas. La gente no es burra, ve las filas, escucha que el dólar se consigue a Bs 9 o ve los afanes de su compadre para comprar para su tienda o mandar plata a su hijo en el extranjero.

El punto de partida era reconocer que la economía tiene problemas y que hay desajustes que deben manejarse, ofrecer salidas y pedir sacrificios, pero protegiendo. Aún más, porque las soluciones son de mediano plazo y precisan una articulación compleja de políticas y una gobernabilidad que no son fáciles. Ergo, desde inicios de este año, la misa casi ya está cantada, parecería que el mejor destino del Gobierno es llegar en las condiciones menos traumáticas posibles a la elección y ver qué pasa después.

Eso no quiere decir necesariamente que estemos al borde de un colapso, como los opositores se relamen con éxtasis perverso. Los desequilibrios se están volviendo crónicos, sus efectos avanzan a ritmo lento, descomponiendo la estabilidad, pero muy matizados por una sociedad que se está adaptando con sus propios medios y una estructura económica bastante resiliente pero que está mutando a su versión más informalizada y desordenada.

Por eso, las encuestas muestran un panorama extraño: un tercio de bolivianos sufre con intensidad los problemas y está muy molesta, una pequeña fracción los ve lejanos gracias a la relativa estabilidad de precios internos, y una gran mitad los siente, pero sin dramatismo. Eso sí, la gran mayoría ha perdido la esperanza y descree del Gobierno y de la mayoría de la dirigencia.

En semejante escenario, evitar el contagio en la última trinchera que son los precios es vital. Pero, de igual modo, controlar las expectativas sigue siendo críticas porque sin un mínimo de tranquilidad en la política ninguna salida estructural, poco probable, o incluso paliativa tiene posibilidades de éxito.

Polarizar, mostrar hasta la saciedad que todo es incordio, azuza el temor, alienta las expectativas devaluatorias, mantiene la presión sobre los bancos, detiene las inversiones. En suma, nos sugiere más inflación y desaceleración en el horizonte, aunque haya factores reales que pueden impedir ese escenario. La especulación es, al final, el producto natural de una política descontrolada y un discurso que al dramatizar y confrontar solo se autosabotea.

En resumen, si no hay receta milagrosa de corto plazo, hay que ganar tiempo y la única manera para lograrlo pasa por algún tipo de arreglo político, al interior del oficialismo, que contribuya a serenar el clima social. Si no se hace eso, me temo que el camino a 2025 será aún más tortuoso, una suerte de larga agonía. En el año electoral, quizás la demanda no sea tanto por nuevas políticas económicas, sino por autoridad estatal.

Armando Ortuño es investigador social.

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Ya nadie cree en nada

/ 18 de mayo de 2024 / 00:20

La realidad, tarde o temprano, desnuda las ilusiones de los dirigentes. Los sucesos de estas semanas están mostrando que ninguno de los problemas que erosionaban la gobernabilidad se han solucionado un ápice. Al contrario, se están agravando. Un clima espeso de incertidumbre y desconfianza se está instalando, la pregunta es hasta dónde llegará y si las dirigencias se darán cuenta de los riesgos que esto entraña para su propia sobrevivencia.

Ninguno de los patéticos intentos de mostrar músculo de los actores de la tragicomedia parece surtir efecto. El conflicto en el oficialismo sigue ahí al ritmo de congresos para todos los gustos, barrocas manipulaciones judiciales y declaraciones rimbombantes de refundaciones y resistencias heroicas.

Pocos se acuerdan del evento de Lauca Ñ, salvo los abogados de Evo que siguen creyendo que a punta de sus interpretaciones se resuelve algo. El más reciente happening alteño de la otra ala masista tuvo sus dos días de fama para luego ser puesto en duda hasta por sus propios creadores, flor de un día, sunchu luminaria. Cada día se hace más difícil mantener la atención de la ciudadanía y darle algún sentido al berenjenal. Ahora todos piden unidad y diálogo, como hace un año. No hay pues solución. Mientras, qué pérdida de energía y tiempo.

Si fuera solo una cuestión acerca del futuro de esa dirigencia, la verdad no sería tan grave. El problema es que se supone que nos gobiernan y por tanto las ondas expansivas de su insensatez nos están afectando a todos. 

El derrumbe en 24 horas de una norma anodina que modernizaba el registro de derechos reales y la nueva exacerbación de la discusión sobre la falta de dólares son apenas las señales visibles de un clima social terriblemente descompuesto. No sé si la gente del Gobierno lo entiende, pero las condiciones para tomar decisiones o hacer algo sustantivo en el país se están volviendo casi imposibles.

La mayor anomalía no es la irresponsabilidad e ignorancia de los que se dedican a sembrar noticias falsas y estupideces con tal de dañar al adversario, o la abierta complicidad de alguno de ellos con las mafias que se benefician con la caída de esas normas. Algo de eso ya pasó cuando por causas justas tumbaron la ley sobre las ganancias ilícitas y no aprendemos. La polarización está siendo instrumentalizada en beneficio de los maleantes y además algunos se sienten orgullosos de esa gesta, a eso hemos llegado.

Lo más preocupante es la facilidad social de la propagación del rumor y la incapacidad de las instituciones estatales para enfrentarlo, al punto que la única salida resultó ser una rendición fulminante. Nadie cree en nada, sobre todo si es expresado por autoridades públicas.

Lo cual tampoco debería sorprendernos a la vista de los contubernios entre políticos, jueces y fiscales, la colección de medias verdades acerca de la situación económica a las que se nos está acostumbrando o la deplorable reputación de la mayoría de voceros de todas las fuerzas políticas. Es decir, la erosión permanente de la palabra oficial e institucional tiene costos en aspectos insospechados.

Y esta no es la enésima kayqueada de un columnista fatalista o dador de lecciones, no suele ser mi estilo. Preocupa la consolidación de ese tipo de clima social en un contexto en el que la situación económica es muy delicada y estamos a punto de entrar a un año electoral feroz. Sin un mínimo de confianza en las instituciones y capacidad de las autoridades para explicar y convencer a la gente sobre la sensatez y legalidad de sus decisiones, estamos fritos.

En concreto, la “pradera social” se está secando rápidamente, con un sistema de partidos dedicado a autodestruirse, que pierde credibilidad, y gente con temor y sin expectativas de futuro como lo muestran las encuestas.

En consecuencia, la pregunta no es de dónde vendrá la chispa que podría incendiar la pradera dada la cantidad de pirómanos sueltos, sino si tendremos, desde algún lado, dirigentes o autoridades que asumirán la responsabilidad de atenuar esas pulsiones, serenar al país y viabilizar una resolución democrática de nuestros líos.

Me temo que la pelota está ahora principalmente en la cancha del Gobierno, que guste o no tiene el mandato de dirigirnos y que debe reordenar mínimamente el escenario político y económico por el bien de la nación, y de instituciones como el Tribunal Supremo Electoral que deben mostrar su temple y no inmolarse al cohete por las presiones de unos y otros. Así de frágil está la cosa.  

Armando Ortuño es investigador social.

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Furor autodestructivo

/ 4 de mayo de 2024 / 00:49

Judicializar la política no es suficiente para producir gobernabilidad y menos aún estabilidad económica. No soy pitoniso; por tanto, me eximo de profetizar colapsos y plagas, solo puedo afirmar que hemos entrado en una coyuntura donde se está produciendo una erosión combinada de certezas económicas y políticas, un coctel que está alimentando el desaliento social.

Lo paradójico de esta gran desestabilización es que su origen está en las propias entrañas del oficialismo, está siendo alentada por los responsables de mantener la estabilidad. Las oposiciones están poniendo su granito de arena de inmadurez, odio y desubicación, pero los pirómanos están principalmente en el campo gubernamental y en el partido y organizaciones que supuestamente lo sostienen.

A esta altura del partido, no se necesita muchos estudios para diagnosticar la gran confusión que estamos viviendo, lo ve la vendedora de la esquina y el calificador de riesgo de Moody’s: la aguda confrontación en el oficialismo está imposibilitando solucionar los problemas de una economía que debía encarar un saneamiento de sus fundamentos y un aggiornamento de sus motores de crecimiento. Al contrario, se profundizan los desajustes y aparecen nuevos.

La ecuación al final del nefasto gobierno de Áñez era bastante clara, Arce había sido elegido para estabilizar la política y la economía, para ello tenía que construir un puente para sostener la estabilidad macro por unos años, en medio de un mundo en crisis y una sociedad que salía agotada de la pandemia, mientras se consolidaba una renovación paulatina de los motores de crecimiento con el litio y algunas otras diversificaciones exportadoras. Y para ello, contaba con legitimidad electoral y el más grande aparato político del país, es decir tenía gobernabilidad.

Hoy, ese diseño está implosionando principalmente por los problemas políticos y está siendo en gran medida autoinfligido. Los últimos sucesos solo revalidan lo que sospechábamos: los tiempos para un aterrizaje suave ya están muy afectados, nos instalamos en un escenario de incertidumbre cambiaria permanente, que está desajustando poco a poco otras facetas del funcionamiento cotidiano de la economía, y sobre todo el horizonte de salida se va alejando.

Una de las grandes victorias de la izquierda boliviana fue transformarse, durante más de un decenio, en el garante político de la estabilidad económica, el MAS se fue perfilando como una fuerza con sentido de Estado, capacidad política para lograr objetivos y un proyecto de futuro.

Eso es lo que laboriosamente está destruyendo el festival de acusaciones cruzadas sobre el principal proyecto de desarrollo del país, el litio, el bloqueo de la Asamblea Legislativa que casi no funciona desde hace un año o la poca capacidad del Gobierno para construir expectativas, explicar su política económica y actuar oportunamente.

Las maniobras en el Poder Judicial para inmiscuirlo en los kafkianos problemas internos de la actual fuerza gobernante no resolverán nada, crearán apenas una sensación de satisfacción y de poder coyuntural a sus promotores, pero la descomposición seguirá instalada y la incertidumbre solo se exacerbará.

Eliminar a Evo Morales es solo una ilusión, un diseño político simplista, su sombra seguirá pesando entre militantes y electores del masismo pase lo que pase, y el bloqueo legislativo se exacerbará. Por otro lado, las oposiciones están recibiendo una poderosa causa para movilizarse para defender la democracia, con razones que pueden hacerla creíble para las mayorías. Pero, sobre todo el despelote hace cada día más difícil que el Gobierno puede reconstruir confianza económica en los pocos meses que le quedan antes del inicio de la brutal batalla electoral de 2025.

El problema no es el futuro del MAS, finalmente en una democracia, cada actor recibe lo que siembra tarde o temprano. Todo ciclo tiene su nacimiento, auge y decadencia. Lo importante ahora es que el país proteja sus instituciones electorales para que sean los ciudadanos en las urnas, y no en algún sórdido juzgado, los que definan la siguiente secuencia gubernamental.

Pero también es necesario ir repensando nuestro futuro económico, el probable fracaso del aterrizaje suave está abriendo inevitablemente nuevos escenarios, quien sea gobierno desde 2025 tendrá que aplicar una secuencia diferente de políticas y una nueva economía política que las haga viables. Si no se hace eso, la crisis será larga.

Armando Ortuño es investigador social.

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La victoria de los otros

/ 6 de abril de 2024 / 07:46

La imposibilidad de una eventual victoria de un opositor al MAS en las elecciones presidenciales suele ser una suerte de sentido común en las narrativas de las diversas facciones del masismo. Sin embargo, la actual coyuntura de alta incertidumbre y desorden político está abriendo posibilidades para que tal evento ocurra y sobre todo está reconfigurando poco a poco algunas reglas de la contienda electoral que podrían favorecer los escenarios más insospechados en 2025.

Desde 2006, el MAS ha sido invencible en los sucesivos procesos electorales presidenciales y nacionales, sus niveles de votación siempre fueron notablemente superiores a los que obtenían las diversas alianzas opositoras que se crearon para intentar rivalizar con ellos. El segmento de electores con mayor fidelidad a la fuerza azul era bastante estable e involucraba a alrededor del 40-45% de la población, que además en coyunturas favorables podía llegar hasta el 65%. Frente a esa potencia, las oposiciones aparecían casi siempre minoritarias, muy concentradas en ciertas regiones y distritos, y notablemente volátiles en sus decisiones.

A esa disparidad, se agregan los devaneos ideológicos y sentimentales de las dirigencias opositoras que se han mostrado, por lo general, incapaces de leer y tomar en cuenta los cambios del país, encapsulados en sus burbujas sociales, más interesados en criticar y lamentarse del país en el que nacieron que de proponer un proyecto político-social alternativo.

De ahí que, en casi lógica de grupo de autoayuda, muchos políticos masistas recurren con frecuencia, supongo para sentirse mejor en medio de la descomposición de su fuerza, a referencias sobre la casi imposibilidad de una victoria opositora en 2025 debido a su falta de proyecto político, fragmentación, incompetencia o frivolidad.

Empecemos diciendo que ninguno de esos defectos parece en vías de solucionarse, la dirigencia opositora sigue empeñada en una mediocridad impactante, salvo algunas honrosas excepciones. Por tanto, no es gracias a ellos, ni a sus cambios, que la posibilidad de una victoria de algún no masista se está volviendo probable. Son los contextos y las incertidumbres sociales los que se están moviendo.

Parece simplista, pero así son las cosas aquí y en Mongolia: el coctel de división en el campo oficialista, gobierno de medio pelo, pasiones y odios internos desbordados y desconexión con la sociedad tiene costos evidentes, molesta a muchos, frustra y aburre a otro montón. La ingenuidad de arcistas y evistas es tal que piensan que jugando al victimismo van a lograr que sea el otro que cargue el pasivo, cuando la verdad es que los dos están quedando remal.

Pero eso no es lo peor, el problema más grave es que el desorden político, la prepotencia de las dirigencias y la gobernabilidad frágil, en la que está además envuelta la oposición, están descomponiendo a todo el sistema de representación, aumentando la deslealtad partidaria, fragilizando las convicciones ideológicas, despolitizando y finalmente creando masas de votantes volátiles y con pocas convicciones.

En ese contexto, la fragmentación electoral probablemente aumentará y el sistema de dos vueltas nos mostrará su cariz más dañino. Algo de eso ya lo hemos visto exacerbado en Perú y Guatemala, y podría ser todavía más destructivo si los actores se empeñan en judicializar el conflicto y debilitar al árbitro electoral.

Nos acercamos, por ejemplo, a escenarios de voto fragmentado, con dos masistas con alrededor del 20-25% y otros cuatro o cinco candidatos peleando por llegar al 15%. Lo cual derivaría en una segunda vuelta entre dos clasificados con alrededor del 20% de preferencias. Este es un escenario plausible.

Por supuesto, en semejante panorama, todo cambia, cualquier candidatura se viabiliza y se puede llevar el premio mayor. Conseguir 10 o 15 puntos no es tan difícil, requiere algo de reputación, alguna alianza de nicho eficaz, quizás algunos recursos bien invertidos en redes en el momento preciso, una personalidad que diferencia o cae bien y otras cualidades que no precisan ideas o proyectos políticos muy desarrollados.

Ya en segunda vuelta, la lógica será otra, habrá simplemente que jugar al mal menor y a los odios cruzados y rezar. Es decir, todos podríamos ser electos presidentes con algo de talento y recursos moderados. Lo que vendría después es más complicado, porque así la gobernabilidad futura es apenas una ficción, basta ver al Perú reciente para sentir pavor.  

Armando Ortuño es investigador social.

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