Voces

Friday 28 Jun 2024 | Actualizado a 20:49 PM

Tu maldito perro interior

‘La batalla’ nos habla a todos, el público (activo) completa la obra. Los actores mueren un poco, nosotros también

Ricardo Bajo

/ 26 de junio de 2024 / 10:09

(«A la estetización de la política respondemos con la politización del arte», Walter Benjamin)

Primer acto: estamos sentados en el pasillo/callejón de El Búnker. A la venta, anticuchos, flanes caseros, vino caliente, café y mates. La obra se llama La batalla del alemán Heiner Müller, adaptación libre de Marcelo Sosa. Sin previo aviso, Luis Caballero y Wenceslao Urquizo —que hasta hace un ratito estaban sirviendo corazones— arrancan con la obra. Somos una quincena de espectadores y hemos sido sorprendidos. No será la única vez. Urquizo y Caballero interpretan a dos hermanos. Uno es un traidor. Uno ha jugado con la sangre de los suyos. Se retan en medio del callejón mientras se escuchan gritos de la multitud: “No más muertes, no más muertes”. Retrocedemos a los días del último golpe.

Estamos otra vez en las calles. No será la única vez que los quince espectadores se sientan interpelados. Hemos regresado a la noche de los incendios. “¿Quién arrastra a quién?” Es la pregunta (entre muchas) que nos lanza la obra. Los que sumaron su granito de arena para el golpe fueron utilizados. “Donde hay un perro, hay un pellejo”. El hermano que no ha traicionado le dice al otro: Deja de ser un perro. ¿Se puede matar a un hermano?

Lea: Morir en la montaña

Tres encapuchados con megáfonos gritan consignas y reparten panfletos. “La verdad es siempre revolucionaria”, dice uno de ellos, citando a Lenin. Nos meten a la rápida en la sala de teatro. “Cuando el fascismo llegue, lo hará en nombre de la libertad”, dice uno de los alborotadores. Pienso en la Argentina de Milei.

Segundo acto: estamos en un búnker de Berlín. Delante de un nazi que está a punto de matarse. Hay una mesa, una radio, una linterna y una silla. Una lámpara, una botella de trago y un retrato de Hitler. Está todo oscuro. En la pared se proyectan sombras. El nazi lee la Biblia, un versículo sobre el mal, otro sobre Saulo perseguido. Habla con su esposa e hija, convertidas en muñecas. El nazi se para delante de los espectadores, se acomoda la corbata. Somos el espejo, él se mira en nosotros. ¿Seremos algún día como él?

“Queridas mías, pronto el enemigo llegará a la ciudad”. ¿Quién fue el enemigo en los días del golpe? ¿En qué lado de la barricada estabas tú? ¿Cuántos de tus amigos soltaron/liberaron a su “maldito perro interior”? La obra te obliga a tomar partido. El nazi mata a sus dos hijas. Y luego se ahorca. “Mejor muerto que rojo, mejor muerto que indio, mejor muerto que colla”. Son las últimas palabras del nazi, interpretado por Antonio Peredo González.

Tercer acto: salimos de la sala/búnker. Otra vez estamos afuera. Al fondo, hay una fogata. A su alrededor, cuatro hombres. Están bloqueando y pasan hambre. Pelean. Fueron noches de humo. Rabia y fuego. Días de miedo. La batalla interpela hasta los huesos, te sacude. El teatro, como memoria colectiva. El teatro, hurgando heridas, abriendo cicatrices que todavía no lo son pues no cerraron.

Cuarto acto: pasamos a la carpintería claustrofóbica del Búnker. Estamos ahora en Santa Cruz. Dos hombres apalean un saco. Son de la Unión Juvenil Cruceñista, “al servicio del cliente”. Los actores están entre nosotros. Nos chocan y empujan. Da miedo. Otra vez el miedo. Gritan y hacen chistes racistas. Es un pequeño infierno. “Mejor pardo que azul de campaña”. Una mujer (la actriz Vanesa Méndez) carnea trozos de chancho. Media ciudad se pasa el gatillo de mano en mano. «¿Mataste al colla?», pregunta. “La guerra es la guerra”, responden. Peredo deja la piel de sus personajes y sostiene entre el público un proyector. En el fondo del matadero vemos ciudades bombardeadas; vemos Gaza, vemos masacre. Son nuestras mismas matanzas, Sacaba y Senkata.

La mujer escucha disparos que vienen de la otra ciudad. «Eran ellos o nosotros», dice. Sale del matadero, enfila el pasillo y se marcha por la calle. Una cámara la sigue. Vemos las imágenes en la pared del fondo donde luego se proyectan los créditos. Suena una canción/samba feliz. Fundido en negro. Ha pasado una hora, ha pasado una vida delante de nuestros ojos. Han recorrido nuestros cuerpos dolores impronunciables.

Epílogo: La batalla es teatro vivo/político. Fragmentado/roto. No es un teatro banal/complaciente, es un teatro necesario/terrible. Crítico ante el avance de la ultraderecha. Provocador. Brechtiano. Es un collage de estilos, cuadros y texturas. Son personajes destruidos y/o espantados por el odio. Nos habla de creencias y consignas, de sacrificios y decepciones, de autoritarismo y racismo. De nuestros ogros internos, espejo de contradicciones. La batalla nos habla a todos, el público (activo) completa la obra. Los actores mueren un poco, nosotros también. Después de eso, solo llega el silencio, conspiración de los muertos.

(*) Ricardo Bajo está al otro lado del espejo

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Cochabamba 2090, la herida colonial

‘Tríptico de Kanata’ es una novela distópica/catastrofista de Claudia Michel sobre la venganza.

Por Ricardo Bajo H.

/ 16 de junio de 2024 / 06:01

Claudia Michel se imagina una Bolivia sin ciudades, un país sumergido en apagones y crisis de energía. Imagina rebeliones de antiguas trabajadoras del hogar quechuas. Imagina la desaparición del Estado Plurinacional y el regreso al campo, a la comunidad. Lo hace desde la mirada de una niña, quizás no contagiada del racismo y del clasismo. Tríptico de Kanata es la nueva apuesta de una editorial como Mantis, donde las voces de las mujeres se hacen oír. Claudia Michel imagina sarcasmos e ironías contra el mundo académico/intelectual y su altivez, contra los malditos “papers” y su soberbia. Claudia Michel ha imaginado todo eso. Ahora son los lectores los que se tienen que hacer cargo de sus miedos y fobias. Tríptico de Kanata es una obra sobre la venganza de todas las Asuntas.

El libro arranca como un diario de infancia (otra vez la memoria como en tu anterior obra Chubascos aislados) y un recuerdo culposo respecto a la figura de Asunta, la trabajadora del hogar quechua. Luego pega un volantazo y se va por la novela distópica/futurista atravesada por formas dispares, como el informe académico. ¿Cómo se originó ese quiebre?

— Me parece que parte del deseo de libertad y el interés por el divertimento. Al menos de la idea de poder escribir cualquier cosa que quisiera, que no había límites, ni en formato, ni en tema. Este libro nadie lo estaba esperando, nadie lo estaba pidiendo, no tenía que responder a nada, entonces podía ser cualquier cosa, podía incluso no ser una novela, irse lejos del formato. A partir de esa idea de “libertad”, me permití pensar varias posibilidades. También pasó que en ese entonces, cuando inició la idea de la novela, yo estaba leyendo mucho a Lorrie Moorey. El hecho de que sus textos sean y estén escritos en formato de manuales de instrucciones me parecía un ejercicio genial. Notaba que podía usarse mucho de ironías y sarcasmo sutiles que daban gran belleza a los textos.

Estaba muy interesada en la forma, más que en la historia. Me acuerdo de que por ese entonces transcribí a mano un cuento largo de Moore, porque vi en un video que cuando haces ese ejercicio, que es muy lento, puedes ver detalles del lenguaje que en la lectura no se notan. Ese ejercicio me costó mucho, pero también me hizo pensar en las posibilidades de la forma.

La idea de las instrucciones, tomada de Moore, derivó en escribir manuales, como instrucciones de uso, pero literarios. Usar un formato de instalación de un equipo electrónico, por ejemplo, para contar un hecho mínimo. Entonces pensé en la electricidad, en que podría usar todas las palabras técnicas de la electricidad para dar indicaciones que en un segundo plano cuenten algo.

Leí varios manuales de instalaciones eléctricas y pensé que el proyecto se llamaría Trifásico (el cuaderno de notas donde comenzó todo tiene ese título) y que por ese nombre tendría tres partes, como la corriente trifásica que tiene tres ondas que funcionan en conjunto.

Quería que sean tres partes muy distintas entre sí. Cuando pensé la segunda parte pensé en cómo cada vez que se quiere dar solidez a un argumento se parte diciendo “en la universidad de xxxx” o “según expertos de Harvard…” Le damos muchísimo crédito a cualquier información que empiece así. Lo que diga la academia, parece de por sí, la verdad.

Entonces qué pasaría si la academia dice una mentira, pero una grande, además en el futuro. Esa posibilidad de escribir un “paper” académico del futuro, me hizo mucha gracia y reafirmó el sentido de burla que era mi más grande pretensión en esta parte del libro. 

Con sus libros en la FIL Santa Cruz, las escritoras Yolanda Reyes, Claudia Michel y Ximena Santaolalla.
Con sus libros en la FIL Santa Cruz, las escritoras Yolanda Reyes, Claudia Michel y Ximena Santaolalla.

—En la segunda parte de la novela, damos dos saltos a la Cochabamba de 2039 con la Rebelión Kanata y a la Cochabamba de 2090. El Estado Plurinacional de Bolivia ha desaparecido, las ciudades han sido abandonadas, hay apagones/crisis energética y un retorno al campo con naciones indígenas reconfiguradas. Asunta Yucra (y su rostro zapatista) lidera una rebelión y surgen colectivos ecoanarquistas “tendientes a lo salvaje”. A ratos parece que estamos inmersos en una novela de Alison Spedding. ¿Cuáles han sido tus referentes literarios/cinéfilos para construir ese mundo distópico antiurbanita?

—Ninguno, nunca me gustó la ciencia ficción. No me gusta ahora. Yo quería escribir un “paper” académico del futuro para hacer un chiste sobre la academia. Para burlarme de cómo todo lo que dice parece tener cierto peso, solo por el tono o por usar normas APA. Supongo que es una forma de odiar un poco porque yo fui una muy buena alumna en la universidad y sentí fuertemente el gozo de aprender cosas muy complejas.

De verdad que entender teorías muy elaboradas me hizo muy feliz, y cuando vi que todo ese saber se usaba muchas veces, solo para mandarse la parte o hacer sentir miserables a los demás, tuve un gran desencanto. Mi interés por escribir esa segunda parte de Tríptico de Kanata no tiene que ver con la ciencia ficción sino con una burla de la domesticación del conocimiento por parte de la academia y sus modos tan funestos.

— “Asunta no dice nada”. ¿Se puede construir un personaje a partir de sus silencios, de su “calidez muda”?

—Sin duda. Me interesa mucho usar el silencio y entenderlo como una forma más de decir. Se reprocha mucho el silencio. Siempre me han parecido muy interesantes las personas calladas, creo que la no respuesta es muy elocuente. Las palabras pueden ser engañosas, por eso quizá las acciones, el hacer, es lo que más define a una persona, de ahí que sí se pueda construir personajes desde lo que no dicen.

Además está el tema de la representatividad que es complicado, más en literatura. Escribimos sobre personas que no existen en realidad, pero se parecen mucho a seres de carne y hueso que hemos visto, hemos sido o conocemos. Supongo que se teme el reproche: “¿cómo puedes hablar de una niña del campo si tú no lo fuiste?”. Todo el tiempo se nos está pidiendo credenciales de autenticidad que a la literatura no le sirven en absoluto.

También puede leer: ‘El amor nos une, todos somos una familia universal’

No creo que lo auténtico exista, me parece más interesante ejercitar el “desde dónde” se escribe y explorar sus posibilidades. Quien narra puede ser otra que no soy yo, casi siempre es así, al menos en mi caso, y esa es una de las grandes gracias de la literatura. El silencio, la omisión, es una estrategia, y a su modo también una gran forma de construir personajes. 

— Son varias obras literarias y cinematográficas que en los últimos años han volcado la mirada hacia el rol invisibilizado de las trabajadoras/niñas del hogar que llegan a servir a casas de clase media en la ciudad. ¿Crees que hay una necesidad de hablar de ellas? ¿Es por una mala conciencia?

— Es un gran tema, que me parece se tiende a ver solo desde una forma condescendiente. Es decir, poniendo como víctimas a estas niñas y como verdugos a sus patrones. Creo que el asunto es mucho más complejo, pero ahora en la época de la cultura del buenismo y lo políticamente correcto, la visión resulta siendo muy simplista.

El tema puede leerse desde el trabajo infantil, desde el acceso a la educación, desde el clasismo, desde el ingreso de las mujeres de clase media al mercado laboral, desde Bolivia como país con una economía basada en la venta de materia prima que promueve la migración campo ciudad.

Las ópticas son muchas y creo que es necesario entender el fenómeno desde distintas miradas. Pero más allá de las luces que puedan dar las ciencias sociales, me interesa mucho cómo ciertos asuntos sociales son internalizados y naturalizados en una sociedad como la boliviana. En esa naturalización de las cosas y de repetir sin cuestionar, los niños tienen una visión nueva que no entiende esas lógicas y entonces preguntan. Ponen en evidencia barrabasadas que nos parecen normales o necesarias.

Esa mirada es una a la que me interesa prestar atención. Los comentarios y las conversaciones con mis hijos han sido un gran alimento para esta novela. He visto mejor con sus ojos. 

Claudia Michel participó junto con otras autoras en la Feria Internacional del Libro en Santa Cruz.

— Confieso como lector que me atrapa más la primera parte del tríptico que las dos futuristas. La relación entre Asunta –“una wawa que cuida wawas”- y Clara (la “niña de familia”) está atravesada por marcas de dolor y una complicidad extraña. ¿En algún momento pasó por tu cabeza que esa historia podría tener mayor recorrido?

— No, yo quería hacer tres partes muy distintas, provocar dislocación. Es una maniobra riesgosa pero asumo las consecuencias. Algunos lectores amigos me han dicho esto mismo, que la primera parte les atrapa más, pero es un proyecto de tres partes, es un tríptico y estoy contenta con los quiebres. En Chubascos Aislados escribí historias cortas, y en algún punto me costó salir de ese formato de brevedad que me sigue pareciendo muy atractivo.

En Tríptico de Kanata quería desafiarme a escribir algo más sustancioso, o al menos articulado. Me siento contenta de haber podido lograr una novela, aunque resulte breve y hecha de pedazos muy distintos. 

— A ratos aparece la prosa poética con figuras como esos sueños de papel y miga de Asunta.

— Esas figuras ayudan a componer al personaje y a crear una atmósfera a ratos nostálgica. La infancia de todos está llena de recuerdos sensoriales. Aunque nunca se relatan los sueños de Asunta, sí hay elementos de la vida cotidiana como los animales de miga y de papel, que pueden aparecer muy fácilmente en la cabeza del lector.

El ejercicio de traer del pasado la sensación de las manos o del olfato, modelando con miga o sintiendo el olor a mandarinas en invierno, pueden crear el clima de nostalgia que dices. Recordamos con nuestros dedos y nuestra nariz. A veces en conversaciones con mis hermanas nos acordamos de un juguete que teníamos y que hace treinta años no vemos. Hablamos entre nosotras y cada quien trae un detalle que lo hace aparecer de nuevo en nuestra mente.

Así hemos recuperado sillitas rojas de alasitas, rompecabezas y hasta revistas. Solo con un ejercicio de nostalgia, el objeto material, sí está perdido para siempre. 

— Todavía sientes vergüenza cuando ves a la clase media (incluso alta) “disfrazarse” un día con vestimentas indígenas para bailar danzas (“las trenzas por un día”) y al otro día discriminar con racismo. Clara siente angustia (y un nudo en el pecho) cuando se ve vestida como Asunta. ¿Qué nos dicen esos “gestos” como sociedad?

— Yo no siento vergüenza, yo no soy mis personajes. Mi interés era dar cuenta de lo que ve el personaje que es una niña, cómo su mirada puede ver lo que se ha naturalizado, plantearse la duda y sentir la incomodidad, un malestar que no entiende y que apenas puede nombrar, que casi solo describe.

Esa sensación no dura mucho en la niñez, pero existe. Eso es lo que yo quería evidenciar, esa mirada, otra vez, un desde dónde se mira. Eso en el tema de esta propuesta literaria. Por supuesto que hay una gran hipocresía respecto del orgullo por lo folklórico y tradicional en nuestra sociedad y un uso convenenciero.

Por una parte están a quienes solo les interesa mientras les acomode y sirva como tema de conversación con amigos extranjeros o porque bailan caporales. Por poner ejemplos que grafiquen el punto. También están quienes abogan por el folklore como lo puro y tradicional como única fuente posible de identidad, en un mundo donde los procesos de hibridación y fusión no tienen retorno, y no siempre para mal. 

Bolivia es un país complicado, abigarrado diremos para usar un término intelectualoide, en este país hay muchas niñas y yo quería que el libro hablara, en parte de esa mirada. 

— Hay una frase que me deja pensando. Y que puede decir más que muchos ensayos. Es esta: “esa sensación de no ser y de usar al otro para ser”. ¿Es ese nuestro verdadero drama nacional?

— Es misterioso cómo se escribe. Una va a tiendas, procurando agarrarse de técnicas, o de autores y libros amados, pero luego creo que los temas ya están dentro de una y solo queda abrirles la puerta. Yo no tuve mucha conciencia de lo que estaba escribiendo sino hasta el final. Tenía algunas claves como la infancia, el reírme de la academia y los silencios. Pero todo se fue armando, ahora me doy cuenta recién, en torno al tema de la herida colonial.

Sin duda esa herida es profunda y existe en Bolivia, y creo que es el tema gravitacional de la novela. Todos llevamos dentro esa herida, de una forma u otra, hacemos transas para que nos duela menos, para vivir con ella, pero no se cierra nunca. Duele más en ciertos momentos, pero una herida es también la constatación de que sentimos dolor, y por ende de que estamos vivos.

¿Quién soy? es una pregunta que puede buscar respuesta toda la vida. Y en el caso boliviano está muy ligada al ser con el otro, un otro muy distinto con el que solo nos une un territorio en común y signos nacionales casi arbitrarios (una bandera, un himno y un par de pérdidas territoriales).

Tal vez no solo hay que ser, sino y sobre todo, estar. En las expresiones populares hay bellezas que nos ayudan a priorizar lo transitorio “estar” (como un estado temporal que puede tomar otras formas) antes que “ser”, que es algo definitivo y rígido. Tal vez necesitamos permitirnos más estar que ser. 

— ¿No está idealizado/romantizado en extremo el regreso al campo, al primitivismo?

— Claro, es lo que se proclama ahora en la cultura de volver a la naturaleza. Todo bien con el discurso del cuidado del medio ambiente, pero otra vez, no es tan simple. Exagerar ese retorno, hacer que hallan jukumaris y cielos cyan, etc. eran parte de esa exageración, procurando un sarcasmo que evidencia el “paper”. Al menos en mi cabeza funciona así. 

— ¿La novela distópica indigenista/neo-ludita es una moda?

— Seguramente. Supongo que tendría que decir que escribí algo absolutamente diferente, sin clasificación posible, pero la verdad es que la originalidad nunca me preocupa demasiado. Soy hija de este tiempo, pensar en el futuro catastrófico puede ser más una señal de época que una marca de interés por escribir distopías.

Tal vez es solo como ese ejercicio pesimista en el que prefieres pensar lo peor, hacerte ideas de panoramas terribles solo por si acaso, para que si no es así, que es lo más seguro, cualquier otro panorama sea más amable. 

— ¿Se puede interpretar la novela como una obra sobre la venganza (de las Asuntas de nuestro país) y de miedo (a una Bolivia indigenista)?

— Me gusta lo de la venganza, es una linda lectura. Los libros hacen muchas veces de espejo, uno lee reflejos de uno mismo. De los reflejos de los lectores, no me hago cargo.

— ¿Qué importancia tiene publicar en un sello como Mantis que edita tanto a autoras bolivianas como latinoamericanas?

— Es un gran aliciente para mí. Cuando una escribe, aplicable a cualquier otra actividad humana, necesitas que alguien crea en vos. Y eso es lo que hicieron en Mantis. Su lectura fue generosa y me hicieron propuestas de edición que respetaron la novela y la mejoraron. La mayor importancia es que la novela cierra un ciclo conmigo, la dejo en las manos de Mantis, que son buenas manos, y yo ya quedo liberada de ella, que ese es mi objetivo con la publicación.

— Para terminar, hablemos del inicio. La novela está dedicada a tus padres con un “perdón y gracias”. El gracias se adivina pero ¿el “perdón” por qué es?

— Es una broma familiar, un chiste interno que de explicarlo pierde gracia. Mi intención era que ellos se rieran al leerla y ese objetivo fue logrado. Por lo general las dedicatorias suelen ser muy solemnes, yo quería que este libro tuviera un lugarcito para ellos, en un código mínimo y sutil que solo ellos y mis hermanas pudieran entender. En el fondo es gracias por la vida y perdón por las molestias.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Lucía Ferrufino Michel y Editorial Mantis

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Morir en la montaña

La laguna/macho es un lugar que no existe, parece de otro tiempo. Nos lleva más allá de nosotros, a otro lugar

Ricardo Bajo

/ 12 de junio de 2024 / 07:16

(“Sublime es aquello en comparación con lo cual todo lo demás parece pequeño”, Kant)

“Mi hijo es ahora un dios de la montaña, un guardián. La montaña se lo tragó, estaba celosa”. Así habla Pablo delante del Pico Tunari, catedral sin altar. Hace quince años su hijo Santi murió mientras ascendía hacia los dioses, mientras buscaba en solitario una ruta alterna —la alegría del inicio eterno. Han pasado quince años y el padre todavía se emociona en lágrimas cuando recuerda al hijo. Somos cincuenta personas alrededor de la laguna Macho, en el campo base del Pico Tunari. Estamos a cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar, falta oxígeno, sobran corazones agitados, la cabeza duele.

Lea: La araña gigante

Antes del apthapi, una ceremonia ancestral con olor a incienso, copal y mirra convoca a tres cóndores de cuello blanco. En una piedra tatuada —huella inmortal al borde del agua—, una placa conmemorativa dice así: “Santi, en tu montaña mágica te nos has vuelto pájaro”. El padre cree que uno de esos cóndores es su hijo. Y tiene razón.

Los que vamos a la montaña somos los últimos románticos. Los que suben en soledad a las cumbres más elevadas encuentran su libertad (y su soberanía) en los límites entre la vida y la muerte. Cada pico/cumbre vuelve diminuta nuestra terca voluntad de conquista. “Las montañas siguen matando, indiferentes, a los insectos que les hacen cosquillas cuando ascienden, y sus laderas están sembradas de calvarios, de cruces, de túmulos de piedra”, escribe el francés Pascal Bruckner en su ensayo De la amistad con una montaña: pequeño tratado de elevación (Siruela, 2023).

Los hombres y mujeres que mueren en la montaña no están muertos pues son capaces de convocar a conocidos y desconocidos. Somos cincuenta en la laguna del Pico Tunari y no todos nos conocemos. Hemos dicho nuestros nombres en voz alta durante la ceremonia ancestral, nos hemos abrazado, algunos han llorado. Hemos recordado a los que ya no están y sabemos que alguna vez otros hombres y mujeres harán lo mismo con nosotros. Unos pocos serán olvidados.

Cuando alguien muere en la montaña, la muerte se parece un poco a la gloria (casi) eterna. Las cumbres más altas obligan a veces a sus adoradores a dejar la vida para conservar su esplendor. La montaña es hermosa/tóxica; puede matar a quien la ama. Es nacimiento, resurrección y transmutación. Santi es ahora un cóndor de cuello blanco, nos protege y protege (a la montaña).

La laguna/macho es un lugar que no existe, parece de otro tiempo. Nos lleva más allá de nosotros, a otro lugar. Puro por naturaleza. No ha sido soñada ni manoseada por los hombres y mujeres de las ciudades. A su alrededor, visibles por la lenta erosión, millones de fósiles llevan escritos en su piel pétrea el recuerdo del cráter del viejo volcán, hoy dormido. Lejos están las huellas humanas. ¿No deberíamos separarnos de estos paisajes para conservarlos vírgenes?

La laguna, sumergida en su baño de cerros, es simplemente sublime. Decía Immanuel Kant en Crítica del juicio que lo sublime no deleita ni da placer, lo sublime conmueve. Etimológicamente hablando sublimar significa el paso del sólido al gas. Ante lo sublime uno se eleva físicamente sino de forma espiritual. El sonido de los tambores y el olor a k’oa ponen su granito de arena.

Los juegos de luces llegan con la tarde. La montaña nunca es la misma. Cambia con las horas, con los días, con los meses, con los años y siglos. Muda, trasmuta como Santi en pájaro libre. La montaña está y no está, se esconde detrás de las nubes, juega con nosotros, como la muerte. En su escenario de teatro, la obra nunca es la misma. Con la tarde el sol se posa sobre las aguas y los espíritus bailan al son de una música que no podemos escuchar. La montana mágica es el único espectador. Nosotros, los cincuenta, estamos de paso, somos intrusos. Nuestra presencia quizás no es deseada. El cóndor sobrevuela para decirnos adiós. O hasta luego.

Cuando bajamos hacia la ciudad, el hongo de humo se ve a lo lejos. Las llamas nos contemplan con la frente altiva y orgullosa. El hielo nos regala “estalactitas” con tiempo de caducidad. ¿Dónde va el hielo cuando se derrite? Las siluetas geométricas que nos rodean esconden secretos que no podemos descifrar. Serán pintadas y dibujadas por artistas y locos hasta la saciedad. Cuando las dejemos de mirar, el enigma todavía seguirá ahí. Terminamos en las calles de Cochabamba donde todo vuelve a ser banal, donde el mundo camina deprisa sin saber a dónde ir, donde nos sentimos huérfanos y aislados en burbujas. El Pico Tunari, como el Everest, crece milímetros cada año. Solo los dioses y sus guardianes estarán vivos para ver crecer a todas las cordilleras, todas. Será el honor de los que mueren en las montañas.

(*) Ricardo Bajo es un intruso

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‘El Huayllas’, vuelta al ser

El arte de Álvaro Álvarez Huayllas pasó de las paredes de la ciudad a las galerías. En ese camino busca su propio estilo

El arte urbano de ‘El Huayllas’. IMAGEN: DANIEL A. QUIROGA MIRANDA

/ 9 de junio de 2024 / 06:59

Componer variaciones en música clásica implica imaginación y fantasía para alterar la melodía y la armonía original. Sandro Álvaro Álvarez Huayllas, más conocido como “El Huayllas”, está en búsqueda de su propio estilo. Dibuja variaciones sobre el pentagrama de la ciudad. Lleva más de 50 murales en las calles y el doble en interiores. Ahora salta a las galerías. El aerosol sigue en la mano.

Comenzó haciendo dibujos/copias de un libro de trabajo de su madre. Estudió para ser administrador de empresas y lo dejó. Estudió para ser estadístico en salud y abandonó. Se apuntó a la carrera de Bellas Artes en la Academia y salió rajando, decepcionado. Abrió una galería en la calle Jaén y comenzó a retratar a los personajes de la calle más linda de La Paz: a los Ernesto Cavour, Rosita Ríos, Medina Mendieta, Mamani Mamani.

Entonces el arte callejero (“street art”) llamó a su puerta y los murales —el gran formato— cautivaron su ser. De la barra stronguista de la curva sur (volverá a pintar pronto al “Chupita” Riveros y a Lucho Galarza en el estadio Rafael Mendoza Castellón) pasó a los muros. Fue después de tomar —a inicios de siglo— un curso de pintura mural con el colectivo/red Apacheta (con los Justo Tola, Sofía Chipana, Gustavo Limachi, Ramiro López Massi, Edgar Mamani Cocarico, Blas Calle, Weimar Terrazas, Gustavo Quispe, José Tito Condori, Félix Tupac Durán, Nelson Verástegui…)

Una mujer de pollera baila con una matraca en la mano y una cerveza en la otra. Me hace recuerdo a los retratos maternos de Cristian Laime Yujra. Un acrílico sobre mantilla bordada lleva la memoria a los objetos de Roberto Mamani Mamani. Unos sombreros borsalinos intervenidos parecen firmados por el arte contemporáneo y conceptual de José Ballivián. Un retrato figurativo (que no llega al hiperrealismo) se asemeja al talento innato de Rosmery Mamani Ventura. Un niño mira como miran los niños de Vidal Cussi. “El Huayllas” se confiesa: “estoy tratando de encontrar mi propio estilo, hago arte urbano a caballete”. La segunda muestra de Álvarez Huayllas se puede ver hasta el 18 de junio en la Alianza Francesa del barrio paceño de Sopocachi (avenida 20 de Octubre esquina Fernando Guachalla). La exposición —compartida con el chuquisaqueño Julio Escóbar— se llama Diálogos populares.

Los últimos trabajos del Huayllas han sido para dos boliches: un Señor del Gran Poder en el restaurante Morena de la calle Illampu esquina Santa Cruz y un retrato en el café del hostel 440 de Achumani. Su penúltima exposición (también colectiva) ha tenido lugar en la galería AR°T de San Miguel.

En 2015 Álvarez Huayllas se va a México con una beca de grabado, pero vuelve con el arte callejero y el mural entre ceja y ceja. Es miembro fundador —junto a otros once artistas callejeros— del colectivo de arte y política Cementerio de Elefantes. Nota mental: no deja de ser curioso que artistas callejeros estén recorriendo el camino inverso de los muralistas mexicanos de hace un siglo cuando abandonaron los museos, las galerías y los espacios cerrados convencionales por las calles. Khespy o “El Huayllas” son dos de ellos y van con todo.

— ¿Y cuáles son las diferencias entre el indigenismo de las élites de hace un siglo de los Cecilio Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, David Crespo Gastelú, Marina Núnez del Prado y compañía y los de ahora?

—Los de antes pintaban y esculpían cholas tristes, indios apesadumbrados en blanco y negro, limosneros en las calles, aparapitas explotados en grises. Tratamos ahora de cambiar eso, pintar indios felices, cholas empoderadas que gastan el dinero producto de su trabajo duro, bailando y tomando. Soy un retratista de mi tiempo. Mi estilo pasa por dar emoción y movimiento a los personajes populares y ancestrales de nuestro pueblo. No hago estatuas con dientes. Busco hacer diferencia, que el público reconozca mi estilo.

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El “nuevo” indigenismo habla desde su propia voz, ha tomado el poder de las paletas y se pinta a sí mismo. Ya no son retratados por clases racistas/clasistas con mala conciencia, sino por ellos mismos. No están ni oprimidos ni derrotados. Los ocres oscuros va desapareciendo, como los dinosaurios. No se ven —apenas— clichés ni estereotipos. Los personajes están de fiesta, con la cabeza en alto desde la profundidad de sus saberes ancestrales. Explotados de color, ríen. Han dejado de ser “naif”. Han crecido. Se apropian de espacios antes prohibidos.

El mural con el Chupa Riveros

Álvaro Álvarez Huayllas en un retrato por Daniel Alejandro Quiroga

‘Mallku’, ‘Diablo’

sobre borsalino) y ‘Mi socia’

El paternalismo maniqueísta ha sido sepultado o va camino de ello. La idealización romántica es cosa del pasado. Los rostros indígenas no son estilizados/embellecidos en poses poéticamente falsas, sin humor. Ahora —en el arte del “Huayllas”, por ejemplo— vemos amor y complicidad, orgullo verdadero y autoestima, emoción y movimiento; miradas sublimes hacia adentro, no desde afuera. “La chola ya es digna de por sí”, remata Álvarez Huayllas.

En el camino de las calles a las galerías, el “Huayllas” ha perdido el miedo. Abstrae más y mejor. Experimenta. No siente la necesidad de hacer murales para el “Instagram”. Ni algo comercial para un boliche o una marca. Deja de lado el pequeño detalle. Tiene/goza (de) más libertad. Sin egos, sin ataduras, sin reglas, como en los “graffitis”. Llega a los espacios cerrados con las lecciones aprendidas de los callejones y las esquinas donde lo malo se borra y se olvida (y lo bueno se respeta). “La ciudad es como un chango que se tatúa y luego se tapa o se altera”. El aerosol es una herramienta más, tanto o más digna que el tinte, las acuarelas o los acrílicos. El arte llega de la calle. El respeto está o no está, no se coquetea.

¿Dónde comienza un “graffitero” y donde arranca un artista plástico? “El Huayllas” responde con otra pregunta: “¿Dónde empieza La Paz? ¿en Viacha o El Alto?” Álvarez Huayllas es un traficante/hormiga, lleva y trae. Está a gusto entre esos dos mundos. Sus mandamientos han sido escritos en la noche, colgados en las alturas de un andamio. Sueña que su arte/estilo no sea tapado. Y que la gente diga en algún momento: esto es un “Huayllas”.

‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena
‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Daniel Alejandro Quiroga Miranda, Nicole Heiddy Quiroga y Ricardo Bajo Herreras

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La araña gigante

Sus personajes, seis en busca de una salvación, disparan rabiosos contra la ‘clasecita’ burguesa de La Paz

Ricardo Bajo

/ 29 de mayo de 2024 / 11:40

(“Siempre se llega virgen al dolor de la vida”, Marguerite Yourcenar)

¿Se puede publicar (post mortem) una novela que el autor no acabó? ¿Y si la familia lo autoriza? ¿Y si la noble tarea de rescatar una obra —y un escritor— es más que suficiente? El uruguayo-boliviano Sergio Suárez Figueroa (SSF) es el gran “tapado” de nuestra literatura. Y los chicos de La Mariposa Mundial (Rodolfo Ortiz, Omar Rocha y Alan Castro) han encontrado sus tesoros. Están decididos a recuperar del olvido a este charrúa nacido en Cerro/Montevideo hace un siglo. En 2014 publicaron su poesía completa y ahora se atreven con una de sus novelas, esa que en un principio se llamó Las noches y las voces y luego La araña gigante.

Consulte: Indagación de un padre

Se trata de una roman á clef, una novela en clave. Escrita en 1959 y “anunciada” en 1962; nunca se llegó a publicar. La araña gigante no es gran literatura pero se lee con curiosidad pues sus personajes son —hoy— buques insignias de nuestras letras y artes. Por ella caminan sin rumbo los Jaime Saenz, Óscar (Alandia) Pantoja, Édgar Ávila Echazú, Ismael Sotomayor, Fernando Medina y el propio Suárez Figueroa (Gervarsio, en la novela). SSF describe la bohemia/noche paceña de finales de los cincuenta. Más que por sus virtudes literarias, la obra atrapa por la construcción/nacimiento de un mundo marginal a partir de las andanzas de una dupla temible: Saenz (Jaime Stil) y el pintor Óscar (Alandia) Pantoja (Kolia, en la novela).

Stil es un poeta joven, místico. Vive con su madre obesa y su tía picada por la viruela. Viste un gabán, tiene ojos saltones ocultos detrás de unos anteojos y una cara redonda semejante a la de Orson Welles. Habla con “fuerte acento paceñista”. Su cuarto, dice SSF, es su propio autorretrato. En él, hay una pintura de Edgar Allan Poe y una foto de Thomas Mann. El joven bebe y mucho. Ora pisco, ora cerveza, ora chica. Va de maldito. Y de réprobo.

Es un enamorado/cultor del escondido inframundo paceño. En las caras de los vagabundos, en las espaldas/sacos de los aparapitas, en los cementerios y hornos de ladrillo, Stil descubre (como en los tapados) una religión perdida, unos seres mágicos y misteriosos. Saenz no ha escrito sus grandes obras todavía y Suárez Figueroa se adelanta para intuir su mundo en los tugurios más grises/tristes. Stil quiere “aprehender el soplo de lo divino” y SSF narra —por primera vez— ese deseo. Metafísicas palpitaciones. Intimidades espirituales.

La araña gigante se puede leer también como una crítica política/sociológica. Sus personajes, seis en busca de una salvación, disparan rabiosos contra la “clasecita” burguesa de La Paz. Se sienten enjaulados por las montañas, empequeñecidos por los cerros, atrapados por la malicia y la mezquindad de su clase social. Y putean contra el cuarto de hora de fama de la falsa aristocracia. Para no someterse a la tristeza, para olvidarse de las miserias, para no sentirse derrotados (aunque lo estén), chupan, escriben y pintan. La cura por el habla, decía Freud.

Cuando beben (sin importar el lugar; ora una chichería en las laderas, ora en un cafecito elegante), se creen el símbolo de una nueva generación, de una nueva cultura. Así se rebelan (o así lo sienten) contra la “repugnante pequeña burguesía”. Con el paso de las décadas, su obra será olvidada. O peor, será caricaturizada. Quedará la noche paceña. Y los de abajo, susurrados en días de delirium tremens bajo cielos horriblemente celestes.

Kolia, miraflorino afiliado al Partido Comunista, tiene la boca grande y torcida como el cómico Joe E. Brown. Padece el mal del excesivo talento, como Stil. Lee a Rolland y a Chéjov; y respira un existencialismo pesimista, como el resto de los personajes/cuates (todos misóginos, por cierto). Para espantar sus males, canta. “En una callecita, en un vallecito / vas con un trajecito verdecito / viditay, te añoro / estoy calladito”. Kolia no tiene plata para sus “pinturitas” y roba cuadros coloniales (ora un Greco, ora un Melchor Pérez de Holguín) que trata de vender a las embajadas extranjeras. Y cómplices.  

“Todos siguieron riendo”. Así termina la novela del uruguayo (uno de los primeros en deslumbrar en La Paz con la novedosa guitarra eléctrica de los años 50). “Ya veremos si la acabo o no”, dicen que dijo. Antes de la duda, SSF nos dejó legado hace medio siglo su particular descenso a los infiernos. Lo hizo —como sus personajes— para encontrarse a sí mismo. Ahora, los lectores (que encontramos solaz en los libros rescatados gracias al trío de La Mariposa Mundial) abrimos puertas inesperadas y nos topamos con ellos en el espejo. Han quedado para siempre anclados en una cantina popular, esclavizados por el trago. ¿Qué misterios había en sus vidas raras y locas, locas y raras?

(*) Ricardo Bajo encuentra solaz en los libros rescatados

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Penélope, en tu nombre

¿Por qué esta obra —con hermoso texto (otra rareza)— no está presente estos días en el Fitaz?

Ricardo Bajo

/ 15 de mayo de 2024 / 11:36

Serán tres días con sus tres noches. Será una larga espera, será una epifanía, un viaje interior. Penélope —abandonada— espera (y desespera). Y sueña con el regreso de Ulises. Lee y arranca páginas, teje y desteje. Es una nueva (¿la última?) función de Experiencia Ítaca del elenco La valija de Penélope. Es un monólogo sobre la epopeya de Homero dirigido por Roswitha Grisi Huber e interpretado por Cristina Wayar Soux; fue estrenado el año pasado en agosto. Estamos una noche de domingo apenas quince personas en Casa Grito.

Wayar canta, susurra, se hace dueña del escenario (y del personaje). Es teatro sonoro, es teatro de objetos. El monólogo —de cuarenta minutos— viene con recursos sonoros, olores, sensaciones, colores; son huellas de melancolía. Vemos/sentimos pequeños instantes de placer; son estrategias de resistencia. Imágenes que evocan. En la escena hay hilos, tejidos y telares que suenan como arpas y contrabajos. Y un espejo que no vemos. Hay un cuerpo que goza/sufre el paso del tiempo. Penélope se siente —todavía— patria de Ulises.

Lea: Indagación de un padre

Wayar se viste y se desviste, pasa de un rojo sedoso con escote generoso y esencia de jacintos a un amarillo con sutil perfume de narcisos. “Esperar es oír / oír las huellas que deja la noche a su paso oscurecido / esperar es padecer la mirada de las cosas que disimulan muertes intensas / es tocar el verso y reverso del tiempo en el tejido: punto por punto”.

Escuchamos la voz navegante y autoexploradora de Blanca Wiethüchter; será una larga charla con ella. Sobre la espera y el viaje, temas trascendentales en la obra de la poeta. Sobre el paso/relación del tiempo. Sobre los insoportables pretendientes. Sobre esta Penélope rescatada de la noche mítica de los tiempos, traída a un presente de feminicidios. Las letras de la poeta nos conducen a los pensamientos de Penélope y nos llevan de la mano por el camino de la redención/salvación. Blanca se encontró así misma en la palabra y la memoria; supo estar sola en la escritura, supo encontrarse.

Wayar enciende una vela y luego otra. Sigue sufriendo por Ulises, enamorada de los fuegos que arden bajo su lámpara. Mientras el personaje evoluciona (con una buena dicción y de forma pausada, algo poco habitual en el teatro paceño/boliviano), aparecen poco a poco las tinieblas de la espera. La noche se hace muda, se estremece la esperanza, se olvida el sol en el mar junto a la isla misteriosa. No importa, Penélope sigue clamando por Ulises. Incluso a pesar de sueños e infortunios. “Nada me obliga a creer que existes todavía”, dice la poeta. Penélope todavía cree.

Wayar canta, cuenta y se desencanta. Comienza a dudar. Y a preguntarse: “¿a quién estoy velando? Vigilante desvelada, vela que no vela, ¿a quién estoy esperando?” Apaga la segunda vela y todo es oscuro. Estamos en el tercer día. Penélope se ha cambiado de camisón. Descansa pues esperar cansa. Mueve los muebles, siente que “la oscura ley” la castiga. Sueña con Circe, la hechicera, sueña con traición. Pero sigue hila que te hila, teje que te teje, escribe que te escribe.

El naufragio interior (ya) no le permite hilar a Ulises. Despierta en otro sueño. Una hebra se tuerce, un hilo muerde un verbo. Sobre el escenario solo hay noticias de un naufragio bajo la luna llena: unas hojas arrancadas, unos vestidos preparados para un regreso que no llegará, un cuerpo marchito, unos tambores de quinua que suenan como las olas del mar que jamás traerán lo esperado. “Mi cuerpo yacente y solo / como en el dolor / como en la muerte. / Mi cuerpo a la intemperie / mi cuerpo desnudo cubre mi alma desnuda”.

Cae la tercera noche sobre la playa dormida. “Se oye el silencio, a pesar de la respiración del mar”. Esta Penélope se revuelca sobre la arena junto al mar amante. “Los broches del vestido ceden a la ansiedad del aire”. Se siente desterrada en su propio reino. Lava/expía con la sal las soledades de su alma. Y sabe que su belleza está en todos sus sentidos. El amor se rebela contra la espera. “Florece Ítaca, Penélope, florece Ítaca / para que yo la mire”.

Han pasados esos escasos cuarenta minutos: un monólogo largo y bien sostenido sin agujeros ni abismos es el reto más complicado para un actor/actriz. Wayar Soux nos/se hace la última pregunta antes de que termine el viaje: ¿está despierta o navega en las aguas de otro sueño? ¿los sueños sueños son? Ya es “otro día”, ya es otra vida, Penélope. Amanece de nuevo y el alma pequeña ha regresado a tu cuerpo, traída por la marea alta. ¿A quién estabas esperando? A ti misma. Ese era/será tu conjuro. Hoy, Penélope, estás en tu nombre.

Post-scriptum: ¿por qué esta obra —con hermoso texto (otra rareza)— no está presente estos días en el Fitaz?

(*) Ricardo Bajo es espectador

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