El mestizaje, según Vargas Llosa
Yuri Torrez
Le dedico mi silencio es la última novela, según su autor Mario Vargas Llosa, que escribirá en su vida —aunque tiene pendiente un ensayo sobre el filósofo francés Jean-Paul Sartre. Esta novela en realidad es una novela-ensayo, el escritor peruano trata uno de los temas espinosos de América Latina: el mestizaje.
El nudo de la trama de la novela trata sobre la historia de Toño Azpilcueta, periodista acucioso que intenta indagar sobre la música criolla y encontrar huellas mestizas para superar el racismo de la sociedad peruana y latinoamericana por la vía del mestizaje.
Obviamente, el premio Nobel de Literatura no adentra a los recovecos coloniales de la constitución del mestizaje. No debemos olvidar, el mestizaje se convirtió en un dispositivo de poder que sirvió para civilizar al indígena —o del afrodescendiente. Si bien no es negar que existen “mestizajes reales”, no obstante, el nudo gordiano de esta visión sobre el mestizaje que reproduce el novelista arequipeño estriba en que el mestizaje históricamente fue la “negación del indio” para luego, vía el blanqueamiento, posibilitar al indígena encaminarse por los senderos de la modernidad.
En esta ruta se encamina la última novela de Vargas Llosa que se patentiza, por ejemplo, en su afán, en el campo de la música, que el vals peruano —al igual que sucedió con el tango argentino— se convirtiera en el aporte peruano a la cultura universal, o sea, a la cultura occidental.
En su novela-ensayo, Vargas Llosa escribe: “El vals en particular, y la música criolla en general, cumplen esa función, la de crear aquel país unificado de los cholos, donde todos se mezclarán con todos y surgirá esa nación mestiza en la que los peruanos se confundirán. El de las mescolanzas será el verdadero Perú, el Perú mestizo y cholo que está detrás del valsecito y de la música peruana, con sus guitarras, cajones, quijadas de burro, cornetas, pianos, laúdes”. O sea: más allá del placer musical de escuchar el vals que tiene su protagonista se esconde, de manera intencional, la propia identidad del narrador. Su personaje Azpilcueta —peruano de origen vasco y, al mismo tiempo, su padre es italiano—personifica al mestizo universal peruano, es decir, al propio Vargas Llosa y, a partir de este locus de enunciación, plantea su sueño utópico de la cohesión peruana mediante el mestizaje.
Esta visión utópica de la construcción de la “nación mestiza” es un anejo sueño de las élites criollas-mestizas latinoamericanas para superar, entre otras cosas, el “problema del indio” que se asumía como un estorbo para los procesos modernizadores. Quizás, esta visión blancoide sobre el mestizaje es un discurso recurrente que sirvió para los sectores criollos mestizos —y también nacionalistas— para la estratificación de las sociedades latinoamericanas y, por lo tanto, para la exclusión de las poblaciones indígenas, que es un legado colonial.
A diferencia de Vargas Llosa, el escritor paceño Jaime Sáenz, en la trama de su ópera inconclusa titulada Máscara, narra la historia de un muchacho que antes de contraer nupcias con su pareja que proviene de una familia criolla, se entera que se madre es una indígena. En un momento de ofuscación va a la fiesta de la familia de su comprometida y perpetra un asesinato colectivo: señal inequívoca de la negación de su origen indígena que muestra la complejidad del mestizaje. Sáenz, además, a contra ruta del escritor peruano, no ve al matrimonio intercultural como una posibilidad para zanjar el racismo. Mientras tanto, Vargas Llosa persiste en convertirse en el Quijote del mestizaje latinoamericano.
Yuri Torrez es sociólogo