Mi vida, hasta ahora, se resumía con frecuencia en cifras: 1,7 millones de suscriptores, 1,8 millones de seguidores, 155 millones de reproducciones. A los 12 años, empecé a publicar videos en YouTube. En noviembre, a los 24, lo dejé. Utilizaba el estilo y las convenciones de las películas nostálgicas de adolescentes para romantizar lo que, por lo demás, era una vida normal. Mi canal era tan crudo y cándido como lo habría sido en mi diario. Eso forma parte de la cultura. Que te conozcan tal como eres —y te alaben por ello— resulta muy atractivo para quienes sentimos un profundo deseo de que nos entiendan. Sin embargo, otra parte de la cultura es convertirte en un producto, y averiguar cómo venderlo. El éxito se mide en el número de reproducciones y de suscriptores, visibles para todos. Las cifras son una inyección de adrenalina para tu autoestima. La validación es un subidón adictivo, pero los bajones son igual de fuertes.

El apogeo de mi carrera en YouTube no siempre encajó con mi fantasía infantil de cómo sería este tipo de fama. Por el contrario, sentía un constante terror a perder a mi público y la validación que venía con él. Mi autoestima se había entrelazado tanto con mi carrera que mantenerla parecía una verdadera cuestión de vida o muerte. Estaba atrapada en un ciclo interminable en el que intentaba superarme sin cesar para no perder relevancia.

Pero siento una abrumadora culpa cuando vuelvo la vista atrás, a todos los que participaron ingenuamente en mis videos. Una parte de mí siente que me aproveché de su propio deseo de ser vistos y entendidos. Logré la fama y el éxito aprovechándome de sus vidas. Ellos no. Cuando las mediciones en cifras sustituyen la autoestima, es fácil caer en la trampa y desprenderte de valiosas partes de ti misma para alimentar a un público siempre ávido de cada vez más.

Documentar mis momentos más difíciles empezó a parecerme la única forma de que la gente me comprendiera de verdad. Y, aun así, seguí haciendo videos. Visto en retrospectiva, los videos que realicé durante aquella época carecían de esa chispa de pasión que antes había sido la clave de mi éxito. Empecé a sentirme como si estuviese interpretando una versión de mí misma que ya había dejado atrás. Estaba haciéndome adulta, y trataba de vivir el sueño de mi infancia, pero ahora, para ser “auténtica”, tenía que ser el producto que llevaba tiempo publicando en internet, en vez de la persona en la que me estaba convirtiendo al crecer.

La cultura de internet incita a los jóvenes a convertirse en un producto a una edad en la que apenas están empezando a descubrir quiénes son. La inestabilidad que acompaña el proceso de crecer es lo que suele hacer que esta senda profesional sea corta. Al igual que para muchos, la pandemia supuso un punto de inflexión para mí. Nunca hubo un momento concreto en el que decidiera dejar YouTube, pero durante un año no publiqué nada. Al final, supe que no iba a volver.

A veces, apenas reconozco a la persona que era. Aunque una parte de mí está resentida con ella porque nunca podré olvidarla, también le estoy agradecida. Mi canal de YouTube, a pesar de todos los problemas que me causó, me puso en contacto con personas que querían oír mis historias, y me preparó para intentarlo en serio como directora. En este último año, he dirigido un cortometraje y ahora estoy escribiendo un largometraje, lo que me ha enseñado nuevas formas de crear que no van en detrimento de mi intimidad.

Son muchas personas las que han hecho carrera en internet y han encontrado la felicidad al hacerlo. Son muchas más las personas que siguen esforzándose por ese tipo de éxito y la validación que trae consigo. Pero quisiera decirles a quienes recorran el mismo camino que yo que espero que aprendan de mi experiencia. No todo el mundo se merece su vulnerabilidad. Utilicen estas plataformas para abrir nuevas oportunidades, pero no a costa de darlo todo de ustedes.

Elle Mills fue youtuber y es columnista de The New York Times.