Memorias de un príncipe feliz

El primer día de circulación en 16 idiomas se vendieron dos millones y medio de ejemplares que incluyen la traducción del inglés al español, bajo el titulo errado de La sombra, mientras el original Spare se ajusta más a El suplente o si se quiere El repuesto. Con todo, las cerca de 500 páginas contienen los recuerdos palaciegos —entre otros— del segundo hijo del rey Charles III conocido como Harry, duque de Sussex cuyo hado por fatalidad biológica lo destinará invariablemente a ser el “Plan B”. El best-seller trata de relatos que exudan una candidez conmovedora, usando términos coloquiales nutridos de la jerga o slang londinense. Ese texto permitirá al lector recorrer los sórdidos recovecos de las diversas residencias reales, visitar los 50 dormitorios de Balmoral y algunas más modestas viviendas que también destellan el oropel respectivo. En aquel cuadro pasa su infancia pegada a William, su hermano mayor que, con el tiempo, se convertiría en su enemigo agazapado, sin saberse cuál de ellos es Caín. El 31 de agosto de 1997, la muerte trágica de Lady Diana, su idolatrada madre, cambiará por siempre jamás el curso de su vida y de su salud mental en la búsqueda de ubicación en un mundo que juzga ajeno y hostil que, desamparado, deberá enfrentar desde sus 13 años. Primero, se resiste a creer la noticia y en su tierna cabecita pelirroja incuba la idea que Diana ha falsificado su fallecimiento, que está viva, oculta de los detestables paparazzis, por quienes su odio visceral perdura porque la persecución tenebrosa a la caza de noticias continúa —ahora— como sombra de sus propios pasos. Un ambiente de misterio y desconfianza rodea su entorno familiar, con un padre inodoro, incoloro e insípido que le dice “quién sabe si yo soy realmente tu papá”, broma que el joven duque se apresura a aclarar que el también pelirrojo James Hewitt, comenzó a ser amante de su madre solo dos años después de su nacimiento. Su primera excursión a Botsuana es un acariciado sueño, un escape, la ilusión de vivir normalmente, así inicia su tropismo africano. Poco afecto a los estudios duros, encuentra en su inserción en el ejército la vocación deseada y su asignación al rudo combate en Afganistán le sirve para desfogarse de sus frustraciones cuando aprieta los botones bélicos para matar 25 talibanes con tiros certeros. La pérdida de su virginidad entre viejas piernas, no impide su impulso febril hacia amoríos fugaces que no arriban a buen puerto. Llega el matrimonio de su hermano William con Kate, motivo para que los tabloides —por analogía— especulen acerca de su prolongada soltería hasta insinuar que podría ser gay. Recuenta con minucia los eventos sociales más relevantes en los que le toca participar luciendo los blasones de su nobleza, en tanto que, paralelamente, su quehacer cotidiano no se diferencia mucho de cualquier mozo de su edad que hace sus compras en los supermercados de la vecindad y pone a secar sus ropas sobre el radiador. No esconde otras intimidades como la avería que lo agobia por su pene refrigerado en aquella excursión al Polo Norte, ni tampoco su afición a olfatear drogas o a consumir alcoholes varios, con preferencia tequila.
Atribuye al espíritu de su madre el feliz encuentro con quien sería el amor de su vida, su hada madrina, después su mujer y luego la madre de sus hijos: Meghan Markle, actriz estadounidense, de madre afro-americana, divorciada, que resultó ser la causa de su mayor distanciamiento con la familia real, particularmente por la animadversión con su cuñada Kate. Harry atribuye atisbos de racismo y de celos por espacios que se disputan entre los miembros de la realeza. La nueva pareja harta del asedio de la prensa, de la indiferencia familiar y de la tacañería fiscal y parental decide autoexiliarse primero a Canadá y luego a Estados Unidos, donde encuentra el paraíso del anonimato, aunque ello suponga el renunciamiento a sus títulos y canonjías nobiliarias. Allá, lejos del mundanal ruido, el príncipe podrá dejar de frecuentar el tratamiento psiquiátrico al que se sometía para vencer los traumas que le dejó la desaparición de Diana, a quien recuerda en cada línea de sus memorias y cuyos cabellos conserva en una pequeña caja.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.