Medicamentos para perder peso

En la casa de la niña en Hertfordshire, Inglaterra, se necesita un código para entrar en la cocina, donde todos los armarios están con candado y cadena, y el bote de la basura está cerrado con llave. Sin estas medidas, la niña —cuyo nombre no puede publicarse porque actualmente se encuentra en un lugar de acogida— no podría dejar de comer, ni siquiera restos de carne cruda o restos de pasta que se desperdician en la basura.
“Está constantemente alerta ante cualquier posibilidad de acceder a la comida”, me dijo su padre de acogida, como un misil que busca calorías. Su cerebro no registra que ya comió. Así que vive con un hambre constante, una obsesión por su próxima comida o tentempié que la distrae de sus otros intereses: las muñecas, montar a caballo y dibujar.
A los 12 años, la niña es delgada, como un pájaro. Si sus padres de acogida no vigilaran cada uno de sus bocados, sería más grande, como muchas personas que comparten su trastorno, el síndrome de Prader-Willi. Los pacientes con Prader-Willi pueden comer tanto que, en casos extremos, se les revienta el estómago y mueren. Este trastorno es una causa de obesidad genética poco común y devastadora. Pero también existe en el extremo opuesto de un espectro de comportamiento alimentario común a todos nosotros, como me dijo recientemente Tony Goldstone, investigador endocrinólogo del Imperial College de Londres y médico que trabaja con pacientes de Prader-Willi. “La gente cree que solo come porque quiere, o porque cognitivamente decide comer”, dijo Goldstone. “Pero gran parte no tiene lugar a ese nivel consciente”.
Tendemos a creer que el tamaño corporal es algo que podemos controlar por completo, que estamos delgados o gordos por decisiones deliberadas que tomamos. Después de hablar con cientos de pacientes con obesidad a lo largo de los años, y con médicos e investigadores que estudian la enfermedad, permítanme que les asegure: la realidad no se parece mucho al libre albedrío. La aparición de fármacos nuevos y eficaces contra la obesidad es un claro ejemplo de este hecho fisiológico tan poco apreciado. Los debates que suscitaron los medicamentos también muestran lo poco que entendemos de la obesidad.
Los nuevos fármacos son los primeros que manipulan los sistemas reguladores hormonales que rigen el equilibrio energético. Los fármacos simulan la acción de nuestro GLP-1 nativo, pero con efectos más duraderos, y amplifican la señal de saciedad en el interior del organismo. Muchas personas que han tomado los medicamentos para la obesidad me describieron cómo su experiencia del hambre había cambiado de manera radical.
Quedan por saber cómo funcionarán a largo plazo los fármacos basados en GLP-1 en cada paciente y qué efecto tendrán, si es que tienen alguno, en la creciente tasa de obesidad mundial. Los datos de los que disponemos sugieren que la pérdida de peso puede estancarse al cabo de un tiempo y que los efectos secundarios son frecuentes, al igual que la recuperación de peso cuando los pacientes dejan de tomar los medicamentos.
Pero, por lo menos, la forma en que actúan los fármacos puede enseñarnos que las personas que son más corpulentas no necesariamente eligieron serlo, como tampoco lo hicieron quienes son más delgadas, y que no son moralmente superiores. Esto “no es un pase libre, ni para los individuos que sí tienen la capacidad de elegir mejor, ni quita responsabilidad a las industrias alimentarias”, dijo Stephen Simpson, biólogo nutricional de la Universidad de Sídney, pero es “una prueba de que la obesidad no es una elección personal de estilo de vida”.
Sigue siendo un misterio cómo gestionan esto el cerebro y el cuerpo de las mujeres durante el embarazo y la lactancia, un fenómeno que también se ha observado en ratones lactantes que tienden a ingerir el triple de sus calorías habituales. Algunas personas con obesidad padecen constantemente el tipo de hambre que yo tenía durante el embarazo. Tampoco es su elección.
Julia Belluz es columnista de The New York Times.