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Thursday 20 Mar 2025 | Actualizado a 18:00 PM

Esclavos de Rusia; oportunidad de América Latina

/ 17 de enero de 2023 / 01:26

La nieve que lentamente cae de los cielos de Ucrania y la celebración de la Navidad y el Año Nuevo Ortodoxo, el 7 y el 14 de enero, serían de ordinario motivo de gozo en un país que, por su origen eslavo, es poco dado a sonreír, y acostumbrado a los tiempos difíciles. Pero en medio de la agresión desatada por Putin desde el 24 de febrero pasado, este año no hay razones para el júbilo.

Si bien los cafés y restaurantes en el centro de Kyiv tienen una buena afluencia de clientes, se trata más de una de las pocas distracciones, algo así como una compostura esforzada. Es que la ciudad funciona a media luz, con cortes permanentes de energía, el riesgo del reinicio de los bombardeos y el permanente estrés de pobladores indefensos frente a la destrucción de su país y sus hogares. Es una tragedia, o cómo más se pudiera describir la invasión de la patria y tener que escoger entre huir, los que pueden, o luchar y tal vez morir. Claro que las condiciones para un ucraniano en los territorios ocupados de Lugansk, Donetsk o Zaporiyia, al este del país, son más dramáticas, y ni se diga en las asediadas poblaciones de Bakhmut, Kherson o Soledar, a punto de ser tomada por los rusos.

Y eso que lo hecho por Putin ha sido un desastre, con los contundentes golpes militares recibidos en Makiivka, Kharviv, Kherson, que han hecho estallar el mito del poderoso Ejército ruso. De lo contrario, la situación sería mucho peor, con un saldo de miles de muertos y sometidos a Rusia. Por fortuna, Estados Unidos y Europa han entendido que sale más barato y menos doloroso invertir en su propia seguridad, a través de dotar a los ucranianos. Mejor que luego perder a sus propios hombres y repetir con Putin el horror de las anexiones territoriales de 1938 y 1939 de Hitler que desataron la Segunda Guerra Mundial. Una monstruosidad narrada desde el frente polaco en el sobrecogedor libro, de 1946, El drama de Varsovia, de Casimiro Granzow y de la Cerda.

Lástima la ambivalencia de algunos líderes, como el presidente francés Emmanuel Macron, y en general de la OTAN para facilitar armamento pesado a Ucrania. Como me lo comentó el representante especial para América Latina y el Caribe del Ministerio de Exteriores de Ucrania, Ruslán Spirin, “la sociedad ucraniana ha cambiado; no pretendemos regresar a la órbita de la influencia de Rusia. Hemos escogido muy claro nuestro futuro, el de nuestros hijos y nietos, los valores de una comunidad internacional civilizada y democrática. Porque no hay nada que ver entre Rusia y democracia, un país en el que la gente vive con miedo puro”.

Lo extraño no es solo que la mayoría de los gobiernos de América Latina no se conmocionen frente a la agresión y el totalitarismo de Putin, sino, además, como lo sostiene el representante especial Ruslán Spirin, que “varios países de la región están esperando a ver quién comienza a ganar para asumir una verdadera postura”. A lo que agrega que “es una equivocación porque el nuevo orden mundial será sin Rusia como jugador de primera línea y los países latinoamericanos podrían infortunadamente no estar en primera fila”.

Es más, Spirin sostiene que “hay países esclavos de Rusia en América Latina”. Al preguntarle si se refiere a Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Cuba, Spirin precisa, y matiza a la vez, al señalar que “eso es lo que dicen los analistas y se desprende de las votaciones de la ONU”.

Una posición muy en la línea con la que sostienen el expresidente Ricardo Lagos, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín en el reciente libro La nueva soledad de América Latina. Para Lagos, fue un gravísimo error la politización de la política exterior latinoamericana desde la llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela, en combinación con la de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua.

Una tendencia a la que siguen jugando varios presidentes de la región en la actualidad. Gobiernos que hasta producen “diplomáticas” condenas a Rusia en la ONU, pero que no hacen nada por materializarlas.

Claro, es entendible que países como Ecuador, Chile y Paraguay y hasta Argentina cuiden una balanza comercial muy superavitaria con Rusia. Pero resulta chocante en los casos de Bolivia, Brasil, México o Colombia, que tienen balanzas comerciales mínimas y hasta deficitarias con Rusia.

En cuanto a Colombia, es pintoresco que, siendo el primer país de América Latina en ser socio global de la OTAN, no se sienta siquiera moralmente obligado por los preceptos de democracia, libertad y Estado de derecho del preámbulo de la organización. Con socios así para qué enemigos.

Debiera América Latina sacudirse y alinearse en la defensa de la democracia; aprovechar la oportunidad para estar en primera fila del nuevo orden mundial de la posguerra de Ucrania.

John Mario González es analista internacional, escribe desde Kyiv.

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Una nación abandonada a sí misma

No se puede soslayar que la corrupción en Colombia no es de izquierda o derecha: ha hecho metástasis en toda la sociedad

/ 7 de marzo de 2025 / 06:00

Por descabellado que resulte, hay países resignados al desquicio y a trepidar sobre la fosa. No lo digo solo por la violencia y narcotráfico que los personifican, ni por la miseria, ese abismo social que oprimió el corazón de Julián Marías, como lo relató en el tomo 2 de sus Memorias tras su fugaz paso por Bogotá en 1952. Me refiero a la penosa suerte de una sociedad que acude a un balotaje para elegir a su presidente y descubre que solo hay candidatos erráticos y desmesurados. Ese fue el escenario en Colombia en abril y mayo de 2022. Uno de ellos era Gustavo Petro, el actual presidente, y el otro tan insolente que las élites quedaron aturdidas. Con mucha anticipación sostuve que Petro ganaría, para desgracia del país, porque significaba entregar metros de soga a fabricantes de pobreza para el ahorcamiento de empresarios y ‘ricos’.

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No era un juicio nihilista, sino el reconocimiento de cómo parte de la sociedad añejaba sus odios y abrazaba promesas de ríos de miel y leche, sumado al malestar agudo, el deseo de cambio radical -similar al de la Venezuela de los 80 y 90- y una corrupción rampante.

Petro había mostrado su desafuero y megalomanía. ‘Jugó’ al golpe de Estado durante las feroces protestas de 2021 en contra del gobierno de Iván Duque; en marzo de 2022 presentó un programa de gobierno comunistoide que proponía prohibir nuevas exploraciones petroleras y la gran minería a cielo abierto, pese a las raquíticas exportaciones del país. También prometió trenes elevados donde no hay ni carreteras, luego abrazó la sinrazón del decrecimiento económico y repetía que el carbón y el petróleo eran más peligrosos que la cocaína.

Como buen excéntrico, en su autobiografía se proclamó intelectual y aristócrata del conocimiento, pero con más de 100 falsedades y errores, hasta de sintaxis, que delataban una mendicidad conceptual y un saber atropellado casi cómico.

Pero su arrogancia es tal que, ya en el gobierno, lo invitaron a la Universidad de Stanford y se presentó con una larga lista de posgrados que solo existen en su propio delirio. Allí presumió de físico, filósofo, especialista en medio ambiente e historiador; habló de cuanto se le pasó por la cabeza e incluso cuestionó la validez de las matemáticas en la economía. Solo la perplejidad muda de complacientes anfitriones mitigó sus extravagantes afirmaciones.

La pesadilla dejaba así de ser un presagio para instalarse con todo su potencial destructor, en un gobierno que se devora a sí mismo, con escándalos de corrupción dignos de una novela macabra.

Primero fue la esposa del hijo mayor del presidente, quien denunció a aquel, su esposo, por recibir aportes ilegales de empresarios y narcotraficantes para la campaña de Petro y apropiarse de recursos. El hijo se autoincriminó y salpicó a la campaña. Luego, tras una visita de su padre, canceló la colaboración con la justicia y denunció que fue doblegado moral y físicamente.

En junio de 2023, el exjefe de la campaña, Armando Benedetti, envió explosivos audios a la jefa de Despacho de la Presidencia en los que reclamaba por el trato recibido y amenazaba con hablar de los 3,5 millones de euros de financiación irregular. “Con tanta mierda que yo sé, nos jodemos todos… nos acabamos todos, nos vamos presos”, sentenció. Pero en esa Colombia exquisita, donde el surrealismo se confunde con la realidad, Benedetti -confeso drogadicto- terminó premiado con cargos diplomáticos y ahora como ministro del Interior.

El torrente de degradación no pararía de crecer. En febrero de 2024, el exdirector y exsubdirector de la unidad gubernamental de atención de desastres confesaron cómo ministros y altos funcionarios ordenaron comprar decenas de congresistas con multimillonarios contratos, y hasta con maletas de dinero. Pese a la negación inicial de los implicados, las pruebas eran irrefutables, aunque una obsecuente Fiscal General de la Nación y una fallida Corte Suprema de Justicia han sido meticulosos en apagar las llamas antes de que consuman todo el bosque. Es que Petro no luce preso solo de los silencios de su nuevo ministro del Interior.

Así, la atmósfera de ingobernabilidad no tardó en arribar, reforzada por la desmoralización de la Fuerza Pública, embelecos de legalización de fases de la cadena del narcotráfico o dizque de ‘paz total’. Una propuesta cuya única consecuencia lógica sería que los criminales fueran perdonados porque en Colombia solo hay Robin Hoods. Como resultado, los grupos criminales crecieron exponencialmente. El desgobierno también se vio alimentado por las comentadas serias adicciones y el desorden personal de Petro, incluyendo la revelación de un video en el que paseaba de la mano con una persona trans una noche en Panamá, y que no desmintió. Aunque es su vida privada, también enarbola la figura presidencial.

El prematuro fracaso ha llevado a muchos a pensar que se trata de una pesadilla pasajera y que el proceso electoral de 2026 traerá un gobierno que reflote al país. Expectativas que han impulsado una significativa revaluación del peso y un rutilante desempeño reciente de la bolsa de valores.

Pero me temo que el problema es mucho más complejo. De vuelta al hartazgo de 2022, no se puede soslayar que la corrupción en Colombia no es de izquierda o derecha: ha hecho metástasis en toda la sociedad para mutar en un vandalismo de amplio alcance. Además, amplios sectores privilegiados convirtieron el Estado en un botín, en la mística de las pequeñas tribus, y no les creen, aunque se bañen con agua bendita. Sectores que desaprovecharon la bonanza minero-energética para forjar un aparato industrial y de exportaciones que hiciera una economía sostenible y que encontraron las mejores excusas para dejar el país endeudado, muy por encima de pares latinoamericanos como Perú.

Es de recordar que se trata del mismo país que nada lo conmueve ni le parece suficientemente horrible y por eso está lejos de condenar el narcotráfico. Con gobiernos que se paseaban por el mundo como adalides de la paz, prometiendo pagar a 100 mil familias para que dejaran de cultivar hoja de coca, como si se tratara de unos cuantos huertos en New York o Singapur. Por supuesto, ni el Estado podría sostener tal operación ni las familias dejaban de cultivar, pero miles sí recibían los subsidios. Es como querer bailar en medio de un huracán. ¡Pero vaya los demonios cuando se les decía! Claro, también es verdad que hay sociedades que creen que tienen derecho a envenenar y matar a otras.

En ese contexto, en Colombia ocurre una extraña contradicción. Aunque hay una sensación de desplome institucional y Petro ha perdido el control de parte del país, sigue gozando de apoyos muy superiores a los de la mayoría de sus antecesores en sus peores momentos. Parte de la explicación obedece a otra paradoja: una dinámica económica que parece normal en virtud de recursos del narcotráfico, remesas de millones de expatriados, minibonanzas de algunas materias primas y crecientes subsidios. Y, bueno, también porque muchos segmentos sociales se aferran hasta de un ‘clavo caliente’ cuando la esperanza se desvanece.

Así que la pesadilla podría prolongarse. Aun con un nuevo presidente idóneo, será difícil lidiar con un país inundado de coca, con grupos criminales fortalecidos, endeudado, con faltantes presupuestales sectoriales que se encontrarán o la presión fiscal de reformas demagógicas. Es que el problema de Colombia es de fondo. Hunde sus raíces en una bajísima confianza interpersonal, en la dificultad de confiar, un pilar esencial en una sociedad como la lengua para comunicarse.

(*) John Mario González es analista político e internacional, escribe desde Kyiv

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La cruel dictadora

/ 24 de enero de 2025 / 00:23

Se le ha subestimado, sin duda, y más. Tal vez por su apariencia, su maquillaje desaliñado, el exceso de collares, pulseras y treinta y seis anillos en sus manos. O quizá, porque no fue comandante guerrillera, lleva la desmesura a flor de piel, es charlatana con una verborrea difícil de digerir, le llaman loca y hasta se duda del secretariado ejecutivo que, se dice, realizó en Suiza cuando era adolescente.

Pero se olvida que en su reino realizó los cursos más prolongados de crueldad, persistencia, ambición y manipulación, con infinita paciencia. Cuando en diciembre de 1982 Hugo Chávez prometía en Venezuela ‘romper las cadenas que sometían al pueblo’, en el juramento del “samán de Güere”, Rosario Murillo cumplía 13 años de militancia en el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Ya fuera como militante, como mujer o secretaria de Daniel Ortega -quien fungía como coordinador de la junta de gobierno al triunfo de la revolución, desde julio de 1979- o como aprendiz de las disputas encarnizadas por el poder. Como aquella con el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal.

Pero esos eran apenas sus comienzos. Tendría que soportar incalculables afrentas antes de abandonar cualquier escrúpulo, si es que los tuvo, y convertirse en 2007 en una mujer todopoderosa y peligrosa; en una suerte de primera ministra y desde 2017 en vicepresidenta de Nicaragua. Aguantó el desamparo en sus peleas con media revolución, que la trataran como la ‘querida’ en un mundillo de indescifrables manías sexuales, como una más de la caravana de su marido. Incluso, que Ortega la apartara de la campaña presidencial de 1989/90.

Invertir la ecuación de ser nada sin Daniel Ortega a relanzar a su marido después de la derrota electoral de 1990, a colocarse como la figura, la protagonista de la represión abierta exige, como mínimo, astucia, ambición desmedida y brutalidad. Máxime si el principal tributario de sus deseos es un matón, comandante de una sangría durante más de 40 años, de un total 62 años desde que ingresó a la guerrilla; que puede lucir opacado, lento, pero que es un sobreviviente como ninguno, hasta de la pudrición y los vejámenes de la cárcel.

Aunque la comidilla del despotismo sea Venezuela, he allí a Rosario Murillo, la nueva sombra negra del poder en posición de ser la dictadora contemporánea más longeva. Todo un regalo de la herencia comunista, de los vestigios del castroprogresismo latinoamericano. No es cualquier título, tratándose del rol más machista del mundo, y de una mujer que, óigase bien, alumbró a 10 hijos.

La arquitecta silente supo aprovechar las inseguridades de Ortega después del infarto que sufrió en 1994, el lupus que le tratan en Cuba y la acusación de sistemática violación de su hija en 1998. Ahí estaba ella, la ‘eternamente leal’, para declarar loca a su hija y respaldar a su marido.

Hasta hizo escuela en las privaciones del poder presidencial después de 1990, tanto que fue una de las artífices del regreso de su marido a la presidencia en 2007. Un interregno en el que los Ortega Murillo emprendieron el enriquecimiento desmedido de la familia, controlaron parte de la burocracia nacional, pactaron con la corrupción del entonces presidente Arnoldo Alemán, con sus némesis en la iglesia o la clase empresarial.

No es solo entonces que se le acuse de dar la orden de ‘ir con todo’ contra los manifestantes que emergieron el 18 de abril de 2018 y que cobró la vida de más de 400 personas. Es que, además, entre más lerdo y senil se muestra Ortega, más amarillento e hinchado de su enfermedad, ella es la que controla el aparato del Estado y la que funge como presidente de facto. Por lo mismo, más áspera, vengativa y delirante.

Así que puede que la moda sea Venezuela, pero no por menos visible es más benigna la dictadura en Nicaragua, menos grave la opresión ni menos tétrico el panorama. El próximo año debería haber elecciones en Nicaragua, pero, con todo el poder en sus manos, es previsible que Murillo se consagre en los libros de historia como la más longeva y cruel de las dictadoras.

Son las paradojas de la historia. Llegaron al poder denunciando a Somoza y lo derrotaron a balazos, para luego instalar a balazos una dictadura igual o peor. Fueron propulsados por los que alentaron el nacionalismo sobre el basamento del desgobierno decimonónico y la violencia; por quienes glorificaron la revolución sandinista, sin escatimar en los miles de muertos inocentes que dejaban a su paso, y hoy, con los mismos mitos, los matan a ellos, los encarcelan, los proscriben o los despojan de nacionalidad. Mientras no haya sinceramiento de las carencias y la historia latinoamericana, es muy probable que se sigan cosechando crueles dictaduras, y dictadoras.

John Mario González es analista internacional, escribe desde Kyiv.

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Putin y los BRICS: ¿el fin del dólar?

/ 20 de diciembre de 2024 / 00:14

La escena de un asaltante de banco, encerrado con rehenes, que amaga con estallar una bomba, ilustra el verdadero poder de Vladimir Putin y varios de sus aliados en las apuestas estratégicas contra Estados Unidos y Occidente. Su amenaza de recurrir a bombas nucleares causa un terror paralizante. Sería la destrucción casi asegurada de la humanidad. Pero despojado de la misma, sus opciones son exiguas, a veces ingenuas, sobre todo a la luz de sus ambiciones.

A ese poder se refirió Obama en marzo de 2014, cuando dijo que Putin lidera una “potencia regional”, cuya amenaza real se extiende a las naciones vecinas, “no por su fortaleza, sino por debilidad”.

Las analogías son evidentes cuando se trata de la ambición de Putin, Xi Jinping y hasta Lula da Silva de destronar al dólar como moneda de reserva dominante, o cuando, como cuota inicial, se proponen implantar un sistema de pagos internacional, el BRICS Bridge, basado en blockchain, que competiría con la red de mensajería financiera controlada por Occidente, conocida como SWIFT.

Una pretensión, o ilusión, ya tan añeja que Putin, en octubre de 2008, entonces primer ministro de Rusia, aconsejó a Wen Jiabao, primer ministro de China, abandonar el dólar estadounidense y crear una nueva moneda global. Más remoto aún si se tienen en cuenta los intentos de la Unión Soviética en los años 60 y 70 de fortalecer el “rublo transferible”, el que naufragó por su falta de convertibilidad y desconexión con los mercados internacionales.

No se trata de que el dólar tenga una cualidad de primacía congénita, que los países hartos con su supremacía no puedan buscar alternativas o que el poder de Estados Unidos no deba desafiarse. El punto es que no todos los intentos de socavar al dólar lucen legítimos; algunos representan riesgos para la estabilidad financiera internacional o buscan apuntalar esferas de influencia para eludir sanciones o minar las bases del sistema internacional. El riesgo no lo desestima el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, que hace poco amenazó a las naciones BRICS con imponerles aranceles de 100% si continúan en el propósito, ni tampoco el Pentágono, que desde 2009 ha recreado escenarios de guerra de divisas, como lo muestra James Rickards en su libro Currency Wars: The Making of the Next Global Crisis (2011).

En cualquier caso, la imposibilidad de Rusia, China o la India de reemplazar al dólar radica en factores simples, aunque muy difíciles de generar, como la confianza. La presunción de que en Estados Unidos la Reserva Federal y sus agentes económicos tendrán plena libertad de actuar para corregir un desborde inflacionario, como en los años 1970 y 1980, o de depresión, como en el 2008 y 2009. Detrás de ello está el otro factor clave: la alta productividad de su economía. La capacidad de hacer más con menos y derramar los beneficios a la población. Una cualidad, esta última, a la que se resiste la cúpula del Partido Comunista Chino, que prefiere mantener una estructura económica orientada a la exportación antes que promover el consumo interno, aunque ello signifique competencia desleal con un yuan devaluado.

La predominancia del dólar no ha sido entonces un resultado caprichoso, sino una evolución lógica. Arrastra una historia de, mínimo, 150 años, si incluye la consolidación del patrón oro y las limitaciones de este para facilitar ajustes de la oferta monetaria a fin de gestionar eventos inflacionarios o de recesión, o producir devaluaciones que revirtieran desbalances comerciales, como ocurriera en la primera guerra de divisas en los años 1920 y 1930.

Aunque el oro seguirá siendo un valor refugio primordial, el patrón oro no volverá, no importa lo que hagan Rusia, China o todos los BRICS para promover las compras de oro y constituir un placebo de confianza con el objetivo de crear una moneda o poner en jaque al dólar.

Claro, siempre se argumentará que el dólar como moneda de reserva dominante le otorga a Estados Unidos ventajas, y sí que las tiene, aunque también asume costos, y no son menores.

La discusión tiene tal carga de profundidad que el hundimiento del dólar, sin una alternativa de relevo a la vista, significaría un escenario distópico de retroceso sustancial del comercio internacional o de triunfo de las autocracias sobre las democracias occidentales. En otros términos, si Rusia y China aspiran a tener una moneda predominante tendrían que deshacer sus sistemas políticos, instituir democracias y convencer al mundo, en 40 o 50 años, de que son confiables: antes no.

Por lo pronto, el mundo seguirá asistiendo a nuevas guerras de divisas, con mayor capacidad de destrucción del sistema monetario, y una mayor recurrencia y efectividad de las sanciones financieras, al tiempo que todo hace presumir que el dólar se mantendrá como rey, como mínimo, durante varias décadas más.

John Mario González es analista político e internacional.

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Las encrucijadas de Trump en América Latina

Naturalmente que Trump tiene posibilidades de éxito en la lucha contra los autoritarismos y el populismo anticapitalista de la región.

/ 18 de noviembre de 2024 / 06:00

Si bien la designación del senador Marco Rubio como nuevo secretario de Estado sugiere un reposicionamiento de América Latina en la agenda del nuevo presidente Donald Trump, es crucial moderar las expectativas tanto en términos de posibilidades de éxito, ante las encrucijadas que emergen, como de ascenso real de la región en la política exterior de Estados Unidos.

Ciertamente, la última vez que un presidente estadounidense dio prelación a América Latina fue George W. Bush, a quien Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Lula da Silva y compañía, le pagaron con un portazo a la iniciativa de Acuerdo de Libre Comercio de las Américas en Mar del Plata, Argentina, en noviembre de 2005.

En esencia, tratar con los gobiernos y actores latinoamericanos resulta más complicado que el reduccionismo de una campaña electoral. Así, la política de Trump hacia América Latina estará supeditada, como mínimo, por el margen de maniobrabilidad y de aceptación internacional que logre, las divergencias entre su agenda mediática y los intereses estratégicos de Estados Unidos o los límites del poder y los riesgos.

Los condicionantes son relevantes, ya que, aunque parezca a distancia sideral, la forma como Trump afronte la guerra de Ucrania afectará, por ejemplo, su política en América Latina. Si el nuevo presidente abandona a Ucrania, Estados Unidos sufriría un golpe de prestigio no visto desde Vietnam, lo que podría implicar el entusiasmo de varios mandatarios latinoamericanos por entregarse en brazos de Rusia y China. Además, un Trump más confrontacional e histriónico puede convertirse en el estribillo perfecto que esperan los populistas latinoamericanos para afinar la fábula antiimperialista que tan buenos réditos les ha dado.

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Naturalmente que Trump tiene posibilidades de éxito en la lucha contra los autoritarismos y el populismo anticapitalista de la región, en especial cuando buena parte de la izquierda atraviesa por una fase de fragmentación y de luchas intestinas, como lo muestran los casos de Bolivia y el agriamiento de la relación entre Venezuela y Brasil. Sin embargo, pese al júbilo de las derechas latinoamericanas por el triunfo de Trump, su atomización o debilidad son notorias en Colombia, México o Perú.

En el caso de Venezuela, no hay duda de que se vuelve a vislumbrar cierto hálito de esperanza, después de la mofa de Maduro a los compromisos que adquirió con Biden. Pero el voluntarismo y los ataques indiscriminados pueden provocar el efecto contrario, como lo mostró el ademán de intervención en Venezuela del consejero de Seguridad Nacional estadounidense, John Bolton, en enero de 2019, lo que a la postre contribuyó a la narrativa del régimen para apuntalarse.

El hecho subraya la urgencia de que la nueva administración actúe con eficacia y enfoque, aplicando la máxima presión sobre objetivos específicos para lograr un cambio de régimen, ya sea en Venezuela, Cuba o Nicaragua, para lograr una espiral de optimismo y evitar el riesgo de diluir los esfuerzos. La perspectiva también revela los límites del poder de Estados Unidos, pues una intervención militar daría fuelle a la épica antiimperialista tan ansiada por los demagogos, al igual que la enorme complejidad de ese y otros problemas como el de las drogas, ahora extendido como una ola de criminalidad que amenaza el continente.

En tal caso, habría que preguntarse ¿por qué Estados Unidos no aplica toda la presión a Colombia para forzar una voluntad de lucha contra el narcotráfico en este país? La única respuesta plausible es que el tema desborda a Estados Unidos, y que involucrar cuantiosos recursos en Colombia podría producir algunos avances, pero provocaría el desplazamiento del problema a Centroamérica, el Cono Sur o Perú. Basta ver cómo Ecuador terminó contagiado y convertido en emblema de ingobernabilidad e inseguridad.

El peso de México

Independiente del grado de atención que reciba América Latina, es tal el peso de México que se convierte en una prioridad casi interna para Estados Unidos. Con seguridad, el país podría jugar un papel de puente o más constructivo entre Estados Unidos y el resto de la región, muy distinto a la exhibición del expresidente Andrés Manuel López Obrador cuando, en junio de 2022, rechazó asistir a la Cumbre de las Américas porque el gobierno Biden no invitó a Venezuela, Nicaragua y Cuba.

Pero, más allá de ultimátums puntuales, el presidente Trump deberá evitar la intimidación constante como estrategia con México, no solo porque necesita de su aliado al sur del Río Bravo para el logro de otros objetivos globales, sino porque la materialización de sus amenazas tendría consecuencias negativas para ambos países.

El cierre de la frontera, la imposición de aranceles a las exportaciones aztecas o la expulsión masiva de ‘ilegales’ ocasionaría el aumento considerable de la inflación en Estados Unidos, pérdidas considerables en productividad, arriesgaría las cadenas de suministro o la estrategia comercial con China.

Así, no son pocas las encrucijadas que enfrentará la nueva administración Trump con América Latina, lo que, de alguna manera, corre paralelo, curiosa o paradójicamente, a los riesgos que asume la misma democracia estadounidense con la elección del presidente Trump.

*John Mario González es analista internacional, escribe desde Kyiv.

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¿Por qué un México ensimismado?

/ 23 de octubre de 2024 / 06:06

Causa asombro y tristeza la retahíla de recriminaciones de la carta que el entonces presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, envió el 1 de marzo de 2019 al Rey de España, Felipe VI, en la que lo instaba a pedir disculpas por las atrocidades cometidas durante la conquista de México. Una sinrazón que contradice la historia, que hace daño a Hispanoamérica, pero sobre todo a México. Un acto de confrontación que ha hecho suyo la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, pero que había continuado el mismo López Obrador cuando, a finales de 2022, anunció una “pausa” diplomática con Madrid.

No hace falta emplearse a fondo para demostrar lo inicuo de la petición, la lesión profunda que ocasiona al alma hispanoamericana y el derrape de un liderazgo que, como potencia, el mundo reclama de México.

En esa tesitura, el descubrimiento de América y la Conquista no solo no pueden juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas, sino que configuraron una de las gestas más grandes de la historia universal, lograda por el imperio más poderoso del mundo durante más de una centuria, entre los siglos XV, XVI y XVII.

Como dice Stanley Payne, en su libro “En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras”, el Imperio español fue algo realmente extraordinario que duró más de mil años, que actuó como defensor de Europa y el cristianismo frente al islam.

De hecho, fue el primer imperio en el que no se escondía el sol. Era natural, por tanto, que inspirara respeto, pero también animadversión, lo que le acarreó inevitables enfrentamientos e ingentes costes para la defensa de las Américas frente a las ambiciones de Inglaterra, Francia o Países Bajos, como lo prueban Belice o Guyana, entre muchos otros territorios. Tal proeza es inescindible de la monumental valentía de Cristóbal Colón, Hernán Cortés y de miles de hombres que arriesgaron y entregaron sus vidas; que terminaron por construir el mestizaje más colosal y la comunidad de países más grande del mundo, por afinidad cultural, y de la que México es el mayor heredero.

Definir, en consecuencia, la Conquista por las atrocidades, que obvio que las hubo, no hace justicia al eminente trabajo de centenares de historiadores mexicanos, comandados por don Daniel Cosío Villegas, Lorenzo Meyer o Javier Garcíadiego, ni a instituciones tan excelsas como El Colegio de México que desde 1973 produjo la “Historia mínima de México” y la “Nueva historia mínima de México”.

Millones de mexicanos han leído dichos libros que ofrecen testimonio de la compleja herencia con la que lidió España, pues los mexicas —o aztecas— sacrificaban con frenesí a decenas de bebés, decapitaban a ancianas o sus sacerdotes deambulaban con la piel de los inmolados para adorar a sus dioses en sus fiestas anuales.

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No hace bien, entonces, alentar ahora estereotipos de los españoles como conquistadores crueles. Tampoco el victimismo, el idealizar a las personas que viven en estado natural, alejadas de la civilización, como inherentemente buenas y puras. Esa ha sido una práctica de los populismos latinoamericanos que lo usan como mecanismo de arrogancia, de superioridad moral y de rechazo a la cultura occidental.

Algunos, como el uruguayo José Enrique Rodó, en su libro Ariel, exaltaban la tradición latina y española, pero caricaturizaban el progreso científico y técnico de los estadounidenses, a partir de simples diatribas y abstracciones emocionales, para terminar de avivar esa ya añeja tradición latinoamericana de echarle la culpa a otros de los infortunios propios.

Ahora bien, Latinoamérica necesita a México, al igual que Estados Unidos, España y Europa. Pero lo necesitan ejerciendo el liderazgo que le corresponde como la 13 economía del mundo, por ser parte de la mayor y más dinámica frontera comercial del globo, como articulador de la solución a problemas regionales y de Occidente, como puente para la vigorización del atlantismo de España, por su extraordinario futuro.

Aunque seguro que no será con tales actos de confrontación como lo logre. Al contrario, deberá emplearse a fondo en la lucha contra el narcotráfico y en los retos de seguridad, en la actualización de los principios de su política exterior, pues los riesgos a su integridad territorial no son los del siglo XIX o comienzos del XX. Ni tampoco resulta sensato invocar la doctrina Estrada como fórmula infalible para ponerse del lado de oprobiosas dictaduras como la venezolana.

John Mario González es analista político e internacional, escribe desde Madrid.

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