¿De qué lado de la historia queremos estar?

Exactamente un año atrás viajé a Santiago de Chile, invitado a inaugurar el encuentro anual de curadores y gestores de museos en el Museo Violeta Parra. Viajar de La Paz a Santiago en esos días parecía una película de apocalipsis hollywoodiana. Fueron días bizarros: Era apenas dos semanas después de consumarse el golpe de Estado, Jeanine Áñez acababa de darle impunidad a los militares y acababan de ejecutarse las masacres de Sacaba y Senkata, las calles estaban militarizadas y el gobierno transitorio estaba persiguiendo periodistas, blogueros, funcionarios públicos y hasta familiares de las exautoridades. Saliendo del centro de La Paz hacia el aeropuerto de El Alto existían bloqueos, infraestructura pública destruida, humo en todos lados, olor metálico a gas lacrimógeno y olor a llantas quemadas, policías, tanques y militares por todos lados. Pero lo verdaderamente desconcertante era que 2.500 kilómetros y tres horas de vuelo más tarde, en la ciudad de Santiago pasaba exactamente lo mismo: gases lacrimógenos, infraestructura pública destruida, militares, casas grafiteadas, personas en las calles corriendo de la Policía. Parecía que el mundo entero estaba en estado de guerra, y mi recorrido era apenas un deambular sobre un campo de batalla sin fronteras.
Pero no solo el escenario era bizarro, también el comportamiento de la gente. En Bolivia, no solo la mayoría de los medios se habían volcado —cambiando repentinamente de lado y de postura política—, también colegas de trabajo y amigos. Hasta los más inesperados que pocos días atrás se decían comprometidos con el proceso de cambio, ahora seguían la narrativa del supuesto fraude, legitimando así la presión de Policía y FFAA para derrocar un gobierno democráticamente elegido e instalar un gobierno de facto.
Recuerdo cómo se sentía, físicamente, en el propio cuerpo, no saber en quién poder confiar. Entre la violencia civil y la arbitrariedad de la persecución política, todos y todo se había convertido en una potencial amenaza. El miedo parecía recorrer la médula como mercurio, o algo que brillaba frío y se sentía tóxico. Toda esa situación me daba un tremendo nudo en la garganta: la hipocresía, los gases, el miedo. Paralelamente, mientras yo tenía que inaugurar la conferencia en Santiago de Chile, hablando de la situación que estábamos atravesando como país y como región, en la Fiscalía de La Paz estaban interrogando por seis horas seguidas a mi compañera, la única persona de mi entorno más próximo en la que yo podía confiar completamente y cuya integridad política jamás pondría en duda, seis horas sin un vaso de agua, intentando intimidarla e incriminarla con acusaciones absurdas.
Desde el escenario miraba a los directores, curadores y gestores culturales reunidos en el público en Santiago. Pensaba en la carta abierta que José Mujica escribió a Jeanine Áñez después de Senkata, pidiéndole que pare y piense en cómo ella quería ser recordada por su pueblo, por la historia. Y con aquel nudo en la garganta, dije lo que mi convicción me exigía: “Es ahora el momento en el que tenemos que decidir de qué lado queremos estar nosotros, ¿de qué lado queremos que esté el arte y la cultura?, ¿de qué lado de la historia queremos estar?” —es nuestra responsabilidad ética de tomar posición.
Hoy, un año después, veo a Sabina Orellana, nuestra nueva autoridad en Culturas, iniciar su gestión con un gesto contundente: denunciar ante la ley a los cívicos fascistas que por una diferencia cultural niegan reconocer como seres humanos a sus compatriotas. Es eso la lucha por la cultura en su esencia. Es de aplaudirse que una representante del movimiento de mujeres campesinas, de trayectoria sindical, así haya hecho callar aquel sector “erudito” de la cultura que se llenaba la boca de comentarios racistas y sexistas después de su nominación, haciéndoles recordar lo que necesariamente tiene que tener como base todo proyecto cultural en nuestro país: que en nuestra diferencia yace nuestra unidad. No hay una mejor manera de plantear el significado político de la cultura. Es ahora que les toca a aquellos que se creían dueños de la cultura, ser sinceros consigo mismos, y decidir de qué lado de la historia quieren estar.
Max Hinderer Cruz es filósofo y curador; vive en La Paz.