Los museos en su noche
El museo, objeto de peregrinación turística, exalta lo excelso, mientras que el mercado difunde lo cotidiano con su bullicio y color
La Noche de los Museos se reinventó obligada por la pandemia, de modo que hubo muchos ojos viendo sus colecciones, pero ninguna persona de carne y hueso recorriéndolos. La tecnología y la necesidad tendieron el puente para cruzar espacio y tiempo en una interesante y sugestiva innovación. Felicitaciones a sus mentores y mentoras.
Siempre que llegaba a una nueva ciudad, e incluso a alguna que ya había visitado, como tradición visitaba museos, mercados y librerías (aunque no en ese orden de importancia). De las últimas salía cargado de desafiantes papeles llenos de la prosa y las ideas de autores y autoras. Y de los primeros, de bellas imágenes, experiencias, sabores y olores. En el museo se vive (si la contradicción cabe) el pasado tangible, pero ambos son espacios para las sorpresas. En los bullentes mercados, en cambio, transcurre y pasa la vida.
El museo, objeto de peregrinación turística, exalta lo excelso, y el mercado difunde lo común y cotidiano con su bullicio y color. Fue en Shanghái (pudo haber sido en cualquier otra urbe) donde percibí con fuerza estas distancias. En sus monumentales museos me perdí por las espaciosas y pulcras salas de dinastías de bellas cerámicas y bronces de su vastísima colección. En su mercado mayorista de frutas y verduras hallé desde kiwis de Grecia hasta productos chinos incomprensibles para mi oído e impronunciables por mi voz, pero de muy buen sabor.
Como bien señala Benedic Anderson en su famoso y muy citado libro Comunidades imaginadas, los museos fueron creados como parte de la construcción de la memoria de los Estados. En tal sentido, habrían generado una geología ecuménica de la nación y una narrativa teológica al servicio de la consolidación de los nacionalismos, a través de la imaginería de sus próceres y sus artefactos artísticos singulares y notables.
Cuando salía de los museos en Shanghái, Ámsterdam o Cochabamba, tenía casi siempre la misma pregunta: ¿qué de lo que había visto en los mercados y las calles terminaría un buen día bajos las luces de la exhibición o los anaqueles de un museo? Ciertamente era más fácil hallar en ellos las huellas y rastros de los poderosos, generalmente varones encumbrados, que del pueblo llano. Recordaba entonces los versos del poema Preguntas de un obrero que lee, de Bertold Brecht: “¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas? En los libros se mencionan los nombres de los reyes. ¿Acaso los reyes acarrearon las piedras?”.
No soy experto en museología, pero entiendo que los museos están afrontando las exigencias de un público que les solicitan trizar los moldes clásicos y abrir en sus exhibiciones representaciones de mujeres, sectores étnicos o la diversidad sexual. Una opción es desarrollar museos temáticos como el de Arte y Cultura Afroamericana en Washington, o el Museo de Las Mujeres en Dallas, Texas. En varias ciudades han emergido “museos de la vida cotidiana” que coleccionan lo aparentemente simple, pero de gran valor para sus usuarios y usuarias: botellas, tijeras, zapatos o cucharas. En Lima, aquellos dedicados a un tema específico como el café, el chocolate o el pisco llevan a sus visitantes a otros retazos del pasado.
En Punata (Cochabamba) existe un museo, todavía pequeño y de iniciativa privada, dedicado a la chicha, bebida ancestral de maíz sin la cual no podría entenderse la historia regional. Es, por otra parte, inexplicable que en la Bolivia Plurinacional no se haya constituido un gran museo expresamente dedicado a los pueblos indígenas, el eje de nuestra matriz histórica. Sin duda nuestros museos, como la narrativa de nuestro pasado, tienen todavía una larga deuda con la diversidad.
Gustavo Rodríguez Ostria, historiador