Vigilar y castigar en tiempos de coronavirus
Las decisiones que las personas y sus gobiernos tomen y acepten en las próximas semanas probablemente darán forma a ese mundo futuro

Cuando esta columna llegue a usted, estaremos transitando la tercera semana de cuarentena en Bolivia. Sin duda pasaremos el resto del año descubriendo las implicaciones multidimensionales de esta pandemia, pero hoy quiero detenerme en uno de sus aspectos: ¿hasta dónde queremos ceder nuestros derechos ciudadanos frente al peligro de la muerte? En ese sentido, la epidemia podría marcar un hito importante en la historia de la vigilancia estatal.
En Bolivia, la cuarentena significa que las personas estamos obligadas a mantenernos en nuestros hogares, realizando desplazamientos mínimos de abastecimiento una vez a la semana. Esto implica la suspensión de actividades, tanto como la prohibición de circulación de todo el transporte. También se ha determinado el cierre total de fronteras, no permitiendo la repatriación de los bolivianos que se encuentran fuera del país. Eso sí, se ha permitido que los extranjeros se vayan.
Las Fuerzas Armadas y la Policía Boliviana son los responsables del cumplimento de este aislamiento forzoso, y las personas que violan las restricciones pueden ser retenidas durante ocho horas, además de recibir multas equivalentes hasta de un salario mínimo mensual. Y si esto no fuera suficiente, puedes ser acusado de cometer delitos contra la salud pública, lo que implica la privación de libertad de uno a 10 años. Al evaluar la primera jornada de emergencia sanitaria endurecida, el Gobierno reportaba la detención de cerca de 1.300 personas.
Definitivamente comprendemos que para detener la pandemia, poblaciones enteras deben cumplir con ciertas pautas, pero se pueden tomar diferentes caminos para lograrlo: ejercer la fuerza de la coerción o convencer a la población para que se autorregule, y se alcance el bien común con controles horizontales y/o corporativos. Antes de elegir una de las dos opciones, un Gobierno debe preguntarse primero sobre aspectos sociológicos de la sociedad que gobierna, así como sobre su propia legitimidad para imponer reglas.
En esta pandemia todos estamos mirando los ejemplos asiáticos y su capacidad de contención del coronavirus. La gran diferencia es que el Asia ha demostrado tener acceso a una serie de herramientas tecnológicas de vigilancia. China, por ejemplo, cuenta con sistemas de monitoreo de los teléfonos de las personas, hace uso de cámaras que reconocen los rostros y obliga a las personas a informar sobre su condición médica. Esta es una sofisticada tecnología de vigilancia totalitaria que la KGB rusa hubiera envidiado.
Por otro lado, tenemos los ejemplos de países como Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur que han logrado ralentizar la transmisión. Si bien estos países han utilizado una combinación de elementos tecnológicos de vigilancia, su estrategia se ha basado mucho más en hacer pruebas de manera masiva, rastreo de contactos y en la cooperación voluntaria de un público bien informado. Una población motivada y bien informada suele ser mucho más efectiva que una población atemorizada y vigilada.
Pedirle a la gente, como ocurre en Bolivia, que elija entre libertad o salud es, de hecho, una elección falsa. Podemos elegir proteger nuestra salud no instituyendo regímenes de vigilancia y castigo, sino empoderando a los ciudadanos.
Queda claro que en algún momento esta pandemia y el miedo a la muerte que conlleva pasará a ser normal y la mayoría de nosotros aún viviremos, pero de seguro habitaremos en un mundo diferente. Como sostiene Yuval Noah Harari en un reciente artículo del Financial Times, las decisiones que las personas y sus gobiernos tomen y acepten en las próximas semanas probablemente darán forma a ese mundo futuro. Si no tomamos la decisión correcta, podríamos encontrarnos renunciando a nuestras libertades más preciadas, pensando que esta es la única forma de salvaguardar nuestra salud.
Lourdes Montero, cientista social