Voces

Tuesday 18 Mar 2025 | Actualizado a 12:59 PM

Tiempos nuevos

/ 24 de marzo de 2020 / 06:50

Con la segunda década de este siglo se inician los tiempos que históricamente marcan los filósofos: tiempos milenaristas. Hicieron su entrada de la manera más cruel y brutal que pudiéramos imaginar: un organismo microscópico (la ciencia todavía debate si se puede considerar un ser vivo) necesitó apenas 100 días para hacer arrodillar a todo el planeta, sin distingo de raza, dinero o ideologías. Nos puso a todos, sin excepción alguna, en un mismo nivel de fragilidad y mortandad.

¿Será cosa de Mandinga o de la sabia naturaleza?

Lo cierto y verificable es que en 100 días de pausa obligada, la contaminación, que viene aparejada al desarrollo del capitalismo salvaje, bajó considerablemente.

Las imágenes del satélite Sentinel 5P muestran una limpia atmosférica por el retroceso de las emisiones de dióxido de nitrógeno. China y otros países del mundo “desarrollado” bajaron ostensiblemente su contaminación, y los aires y mares son, por el momento, más benignos. Nuevos pensadores de una ecología holística y de una espiritualidad sin retaceos como Wilber Ken ya lo vaticinaban: todo tiene que ver con todo, no puedes pensar ahora de otra manera.

Asimismo, y desde la otra acera, un pensador del capital globalizado como Ian Goldin escribió en 2015 un libro esencial: El Defecto Mariposa, donde alertaba sobre las enormes debilidades que paradójicamente conlleva la globalización. Este estadio mundial donde circulan bienes, conocimientos (por ejemplo el CORD 19 es una espectacular base de datos científicos sobre esta pandemia) y demás ventajas para la humanidad es también sistémicamente proclive a pandemias, crisis energéticas o económicas. Debemos pensar en resiliencia, pero, globalmente. No ocurre aquello. Es en plena globalización donde emergen los nacionalismos y los pensamientos chatos. Recuerden que en esta pandemia todos cerramos fronteras.

Estos nuevos tiempos nos han tomado por sorpresa y no nos dan respiro. Las nuevas generaciones tienen desafíos de una magnitud mastodóntica: revolución tecnológica, cambio climático y las contradicciones internas y de la globalización, entre otros. No deseo estar en su pellejo. Tengo una formación muy propia de la modernidad (con atisbos a estos tiempos) que no me da salidas a tales retos. Sin embargo, por ella puedo afirmar que si no despegamos en educación y salud de verdad, holísticamente contemporánea, y con la agresividad y velocidad de un virus, seguiremos en esos estadios lastimeros de una sociedad que piensa que con ideologías trasnochadas, y con chuño y pito cañahua venceremos semejantes desafíos milenaristas.

Carlos Villagómez

Es arquitecto

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Cine sobre arquitectos

/ 7 de marzo de 2025 / 06:03

Hollywood ha presentado dos grandes producciones sobre arquitectos: Megalópolis de Ford Coppola y El Brutalista de Brady Corbe. Las comentaré en mi condición bipolar, como arquitecto en ejercicio y como aficionado al buen cine. 

Vea: La nueva Guerra Fría

Megalópolis acaba de ganar el premio Razzie 2025 que corona la peor película del cine berreta; y El Brutalista ganó sólo tres de 10 nominaciones al Oscar. Tanta plata y lobby no pudieron con el cine independiente.  El largometraje de Corbet es aburrido, inconexo y melosamente dramático: un atormentado judío, de buen corazón, llega a EEUU para triunfar como arquitecto/sirviente del gran capital. Fue filmada en formato VistaVisión, la técnica ideal para fotografiar arquitectura porque permite abarcar grandes espacios sin las distorsiones del gran angular. Pero, esa súper técnica, sirvió para fotografiar la mediocre arquitectura que el arquitecto László Tóht diseñó y construyó para un pretencioso magnate llamado Lee Van Buren.  La maqueta del enorme centro religioso y cultural es un bodoque desproporcionado. En la película, se ve una construcción con ambientes sosos y triviales, carentes del material protagónico del estilo arquitectónico llamado Brutalismo: el hormigón armado. El hormigón aparente, que no tiene revoques ni pinturitas, fue usado por arquitectos célebres como Le Corbusier, Marcel Breuer u Oscar Niemeyer. Actualmente, Tadao Ando, un galardonado arquitecto japonés, lo usa en todas las superficies, obligando a los propietarios a vivir en bunkers o tanques de agua. Sus casas son de un hormigón gris, áspero y brutalmente frío. La tortura incluye la prohibición de colgar adornos en los muros que rompan el aura artística original; o sea, un cruel suplicio oriental.

Pero László, el dizque arquitecto brutalista, no sólo hace edificios horribles. Es también un ser estoico, con una esposa lisiada, que logra triunfar a pesar de la soberbia de su mecenas Van Buren.  Pero, los guiones berretas siempre nos guardan perlas: el cerdo millonario no solo presiona al arqui con sus caprichos, sino que lo viola empujándolo en unos parajes oscuros de Roma. La perversidad capitalista según Corbet.

Moraleja: las megalomanías arquitectónicas no son garantía, per se, de buen cine (ni tampoco de buena vida).  Después de interminables 3 horas y 35 minutos pensaba que para hacer una propaganda pro israelí en un momento de enorme repudio universal, no era buena idea usar un arquitecto brutalista. Hubiera sido preferible un veterinario que, dado el animalismo activista por los peluditos, hubiera cosechado más lágrimas condescendientes para el objetivo propagandístico de esa mediocre producción del cine hollywoodense.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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La nueva Guerra Fría

Trump lanzó el programa Stargate con el escandaloso presupuesto de 500.000 millones de dólares

Carlos Villagómez

/ 21 de febrero de 2025 / 06:02

Desde nuestra marginalidad en el sur global asistimos a una nueva Guerra Fría entre dos potencias tecnológicas: Estados Unidos y China. No es un enfrentamiento entre capitalismo y comunismo para conquistar tierras y colectividades, como suponen los ideólogos trasnochados. Estamos en otro escenario histórico donde ambas potencias actúan en un mismo ordenamiento económico: un particular capitalismo de Estado (ya sabes, no importa el color del gato) que reúne gobiernos con actores privados.

Consulte: La ciudad como tuna

Ambos imperios han reconocido que la IA será clave en la configuración del futuro económico, militar y geopolítico. Se invierten grandes cantidades de dinero y recursos en el desarrollo y la implementación de tecnologías de IA para ganar ventaja estratégica. Silicon Valley tuvo avances con ese objetivo. Pero el gobierno estadounidense no tenía una fuerte relación con las BigTechs como lo hace China hace décadas. Recién abrió sus puertas a los megamillonarios que festejaron el juramento del segundo mandato de Trump con Elon Musk a la cabeza.

En esta guerra, China tiene dos ventajas sobre Silicon Valley: gracias a una educación superlativa tiene nuevas generaciones de brillantes científicos y tecnólogos; y, sobre todo, tiene una capacidad instalada de energía eléctrica (con hidroeléctricas, centrales nucleares, eólicas etc.) que garantiza cubrir el consumo salvaje de electricidad de las instalaciones de IA. En respuesta, Trump lanzó el programa Stargate con el escandaloso presupuesto de 500.000 millones de dólares, una cifra que puede paliar el hambre de la humanidad. Pero, esa misma semana, un joven emprendedor chino de 40 años, Liang Wenfeng, amargó la fiesta republicana lanzando al mercado DeepSeek v3, un modelo de larga escala, de código abierto, más eficiente y de menor inversión que ChatGPT, logrando tumbar mercados y bolsas en occidente.

La competencia entre Estados Unidos y China no es solo la lucha por un liderazgo tecnológico. Se batalla por el control de la próxima fase de la economía global y la geopolítica de territorios digitales, esos sitios insondables a los que te internas desde tu celular en todo momento.

En esta Guerra Fría del siglo XXI, una sociedad tan marginal como la nuestra, que se pelea eternamente por el control de un Estado desestructurado, y que se presenta al mundo contemporáneo con un elemental pensamiento binario, es presa fácil. Los imperios globales nos ven y tratan como criaturitas corruptibles, y solo les interesa una materia prima necesaria para el nuevo armamento llamado IA: el litio. A esos imperios no les interesa el futuro de 11 millones de seres humanos. Somos nomás una cifra despreciable en el contexto geopolítico actual.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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La ciudad como tuna

/ 24 de enero de 2025 / 00:12

Trampeando con la metáfora voy a proponer como fruto/símbolo representativo de nuestra ciudad a la tuna.

Me atrevo a este juego simbólico porque nuestra sociedad urbana alucinó con ese pequeño fruto (de la familia de las cactáceas conocido científicamente como Opuntia ficus-indica) cuando doña Emilia, un niño en amargo llanto, un anciano en pantuflas y un doctor hecho el custodio, se enzarzaron en un tunal de un cerro perdido en los Andes. El encuentro dio pie a una infinidad de exageraciones raciales, mediáticas, políticas, y sensibleras que se remató con el recibimiento del mismísimo presidente constitucional del Estado Plurinacional a doña Emilia. Sin duda alguna, una historia de puro realismo mágico, amplificada codiciosamente por los medios y las RRSS, que culminó con demagógicos regalos y condescendientes elogios a la víctima.  La agenda mediática cambió en un tris con infinidad de comentarios, desde las sabihondas cavilaciones de la ideología woke hasta el lamento boliviano del soberano.  Hasta este enero del año 2025 no sabíamos que la Opuntia ficus-indica, era el fruto más representativo de esta ciudad.

Tenemos, metafóricamente hablando, las siguientes coincidencias con la tuna: Somos un mini fruto urbano, tan pequeño como la tuna, de menos de un millón de habitantes; no somos una gran sandía como la Franja de Gaza.   Somos también, un fruto urbano que cambia de color en breves intervalos de tiempo; las coloridas gestiones municipales van del amor al odio en un santiamén.  Somos una sociedad urbana protegida por una gruesa cascara llena de minúsculas púas (conocidas como kepus), invisibles y etéreas, que joden más que las púas de verdad.  Somos, además, un conjunto social aislado en múltiples burbujas (como las pepas de la Opuntia ficus-indica) que nadan en un líquido viscoso y azucarado; es decir, nuestras relaciones de amor y odio son aparatosamente melosas. Y, por último, nos asemejamos a la tuna porque crecemos en un terreno yermo, tirados de la mano de Dios, sin cuidados materiales ni sentimentales; somos una ciudad silvestre que se alimenta y desarrolla de la nada. 

El escudo de nuestra ciudad lleva, inexplicablemente, hojas de olivo y laurel ¿a quién se le ocurrió semejante desvío iconográfico? ¿dónde se cultivan? Propongo que se reemplacen esas ramas por tunales.

Más allá de las ironías emergentes de esta metáfora, agradezcamos infinitamente que nos asemejamos a la tuna y no a la sandía. Nuestros problemas, incluso los más trágicos y adversos, son silvestres. Los resolvemos con una ingenuidad humana que raya en la bobería y no con auténticos genocidios ni guerras globales como sueñan algunas pepas.

Carlos Villagómez es arquitecto.

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Una IA soberana

/ 10 de enero de 2025 / 08:11

El Foro Económico Mundial ha lanzado el desafío histórico a los pueblos del planeta para desarrollar una Inteligencia Artificial (IA) soberana, entendiendo a ésta como la urgencia de formar talento propio y centros de desarrollo (infraestructura de hardware, etc.) que contribuyan a formar, con sentido propio, la más disruptiva de todas las tecnologías digitales. Esta convocatoria plantea una IA soberana como una estrategia nacional de sobrevivencia ante el avasallamiento imparable de las Big Tech (Google, X, Amazon, Facebook, etc.), que inauguraron una nueva fase del capitalismo al formar parte del gobierno americano con la alarmante sociedad Donald Trump/Elon Musk. Pero, el imperialismo americano no está solo en la cuarta revolución industrial. El nuevo poder imperial chino, con larga experiencia en la sociedad del poder político con el empresarial, también trabaja en tecnologías disruptivas y conquista continentes.

Nuestro avance en una IA soberana es casi cero. Somos consumidores irreflexivos y maquinales. En Bolivia hay tantos teléfonos inteligentes como población, y más de la mitad de los hogares tiene internet fijo. Es decir, no hay lugar en este vasto y despoblado territorio que no tenga un consumidor aculturizado de toda la influencia extranjera que viene con esos artilugios. Pasamos el tiempo embobados con memes en TikTok o en FB, y deslizamos ociosamente los dedos en la pantalla buscando estupideces en la infinita basura universal de la nueva sociedad digital/global. En cualquier casona de la clase alta o en un rincón perdido del Altiplano intercambiamos esas boberías para reírnos de nuestra existencia. Pero, detrás de ese “entretenimiento”, se está gestando la mayor de las inequidades de la historia humana que afectará radicalmente a las sociedades del sur global sin haber lanzado un solo misil ni desembarcado tropas.

Un estudio llamado ILIA, Índice Latinoamericano de Inteligencia Artificial, analiza el desarrollo de la IA en la región con datos y gráficos país por país. Chile, Brasil y Uruguay encabezan el ranking en todos los temas. Bolivia está casi al final en todos los aspectos analizados: talento humano, investigación, regulación, institucionalidad, etc. En el último ILIA, donde solo participó un docente boliviano, se menciona: “Bolivia no cuenta con una Estrategia en IA ni de una institución abocada de forma específica a esta materia ni tampoco de mecanismos que generen participación ciudadana o de stakeholders”.

Somos y seremos pasto del imperialismo digital/global mientras reímos intercambiando memes sobre los mediocres y anacrónicos candidatos en la pugna electoral de este año 2025, que ya se percibe de espanto.

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Megalópolis

/ 26 de diciembre de 2024 / 22:35

La última película de Francis Ford Coppola, un genio de 85 años, es ambigua. Por momentos sobresaliente y a ratos un sopor. Como retrata a los arquitectos en medio de una distopía capitalista, van unos comentarios sobre algunas manías de mi gremio.

Ford Coppola construye al héroe, el arquitecto Cesar Catilina (Adam Driver), como un semidiós del urbanismo a lo Frank Lloyd Wright, Le Corbusier o Norman Foster. El arqui Cesar Catilina crea, ex nihilo, con un lápiz y unas escuadritas, la ciudad del futuro Megalópolis que reemplace al New York oscuro, amoral y libertino, del tercer milenio. Además, ese arqui vestido de negro, es también científico y crea un nuevo material, el Megalón, con el cual construirá ciudades, vestidos, tazas, etc. O sea, el arqui es: diseñador, investigador, promotor, churro, amante, filósofo, borrachín y puede detener el paso del tiempo. Todo un portento que merece el Premio Nobel. Vaya plomazo.

Las escenas donde Cesar Catilina muestra a una vasta audiencia su nueva ciudad son geniales. Explica su gran maqueta con esa filosofía barata con la cual los arquis presentamos nuestras ideas: un bla bla sobre la humanidad, lo fenomenológico, la resiliencia, el estilo, entre otras linduras. Todos subidos en un inestable andamiaje. Claro que el viejo Ford Coppola sabe de símbolos.

Lea también: ¿La pelota no dobla?

Megalópolis recibió críticas divididas: “Excesiva, errática, inclasificable… un despropósito de proporciones épicas”, “la cosa más loca que he visto. Y mentiría si dijera que no he disfrutado cada segundo”. Yo la he gozado por partes. Las escenas del estudio del arqui, con un grupo de asistentes a cuál más excéntrico y estrambótico, son calcadas de la realidad. A la hora de diseñar somos atrabiliarios y presuntuosos jugando con maquetitas sin pensar en el otro. Por si esto fuera poco, nos promocionamos como Mesías dispuestos a salvar la humanidad con nuestras ideas arquitectónicas; pero, por supuesto, sin perder la ocasión de hacer negocios para el gran capital sea del tío Crassus III o del alcalde el negro Cicero.  Obviamente, a tan enervante personaje, le iba a llegar su merecido: un niño, otro Hijo de Sam, lo encuentra en un estacionamiento y le pega un tiro en la cara.

Pero como los viejitos somos tiernos, Ford Coppola termina su fábula, épica y exuberante, con un mensaje de telenovela sudamericana: “con amor todo florece”. El arqui resucita con Megalón y con su nueva familia pasea por Megalópolis en unos espacios futuristas realizados, dicho sea de paso, con los peores efectos especiales del último tiempo. Al director y guionista, que puso 120 millones de dólares de su fortuna amasada con el vino, no le alcanzó para efectos de primer nivel. Es que las y los arquis no nos merecemos más.

Carlos Villagómez es arquitecto

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