No sé cuándo empezó mi pasión por algunos quehaceres del hogar. Me refiero principalmente a los deberes silenciosos y al parecer mundanos que me dan placer: barrer, doblar la ropa, lavar los platos. Luego está el acto de planchar. La satisfacción de ver algodón, seda, lino y hasta mezclilla suavizarse y alisarse es una especie de droga existencial y extraña para mí. Abordo estas tareas como una disciplina espiritual, a la par del ayuno y el orar. Hay algo acerca de la atención cuidadosa requerida para hacerlas bien que me tranquiliza.

Imagino que, para algunos, hay tareas específicas que arrastran asociaciones negativas de la infancia; sus padres ordenándoles que limpien su cuarto, que saquen la basura y otras. No hay nada especialmente sexy en quitarle el polvo a un estante o a raspar el huevo de una sartén. Pero disfruto aspectos del mantenimiento del hogar por algunas de las mismas razones por las que disfruto sentarme con una novela: la lectura satisface mi deseo de estar solo por un rato saludable mientras al mismo tiempo me conecta con otras personas y sus historias. De manera similar, planchar la ropa para mi hijo o hija me conecta con ellos y nos recuerda de alguna manera que no estamos solos en este mundo, que alguien se preocupa por nosotros.

Fui criado por una madre soltera colombiana que nos enseñó a valorar lo que tenemos y a atender a quienes nos rodean. Como muchos padres inmigrantes, hizo lo que pudo para complementar los ingresos cuando la oportunidad se daba, por lo general teniendo hasta tres trabajos al mismo tiempo. Uno de esos trabajos era limpiar casas de familias adineradas en Coral Gables, un suburbio lujoso de Miami.

Mi madre solía limpiar dos o tres casas una después de otra, dos veces al mes. Los fines de semana, cuando tenía trabajo, dejaba a mis hermanos con una amiga. Como yo era el mayor y requería menos atención, me iba con ella. Veía novelas en español en pantallas grandes, comía golosinas y bebía Pepsi mientras ella trabajaba. Mi madre siempre tuvo un proceso dedicado. Ya sea que estuviese arreglando el dobladillo de un vestido o trapeando pisos, tenía una elegancia que, incluso en aquel momento, me parecía hermosa.

En medio de todas esas exigencias, ella de alguna manera siempre logró apartar tiempo para cuidarnos y mantener ordenada nuestra casa. Como padre, ahora entiendo más que nunca la necesidad de mi madre de mantener un espacio pulcro y cómodo. Hay días en los que paso la aspiradora por el sótano, con el cuidado metódico necesario para realizar un trasplante de corazón. Me apego a un ritmo, una rutina que inicia en la puerta de cada cuarto y continúa en un círculo, cubriendo cada centímetro cuadrado.

Sin embargo, debo admitir que esta práctica espiritual puede rozar los límites de la obsesión. Puede llegar a ser una comezón compulsiva y abrumadora que a veces no me permite relajarme sino hasta que haya completado un conjunto de tareas sencillas. Es como si mi mente no pudiera funcionar a plena capacidad hasta que mi cuerpo haya acomodado su entorno de manera aceptable. Suelo llegar a casa del trabajo, beso a mi familia e inmediatamente después me cercioro de que el fregadero esté vacío y los pisos estén barridos. Mi esposa me pide que me siente, que, por favor, me relaje. A la larga me salgo del patrón obsesivo y le hago caso.

Esta situación puede llegar a ser incluso más desafiante si te ganas la vida con algún tipo de trabajo creativo. Por ejemplo, si estoy trabajando desde casa, no puedo sentarme a escribir una sola palabra hasta que todo a mí alrededor esté perfecto. Es necesario que mi pequeño mundo luzca y se sienta lo suficientemente bien para que yo pueda apagar esa parte de mi cerebro y pueda empezar a escribir.

Recientemente, invitamos a un grupo de amigos y sus hijos a una barbacoa. Todos estaban nadando, comiendo y disfrutando del sol. Yo estaba además atendiendo la parrilla, botando los desperdicios y manteniendo mi estación pulcra con precisión milimétrica. Esa noche, luego de que todos se habían ido, mi esposa me preguntó si la había pasado bien. “Por supuesto”, le dije. Ella me hizo saber que no me vi en absoluto relajado y que repetidas veces estuve detrás de todos, recogiendo y limpiando. Temí que mi incesante actitud de limpieza hubiese dado la impresión errónea.

En El segundo sexo, Simone de Beauvoir escribió: “Hay pocas tareas más parecidas al suplicio de Sísifo que las del hogar, con su repetición eterna: lo limpio se ensuciará, lo sucio se limpiará, una y otra vez, todos los días”. Me identifico. Sin embargo, estoy aprendiendo que quizás esté bien dejar las cosas un poco desordenadas. Así que mañana planeo dejar la cama sin tender e ignorar algunas migajas en el piso. Pero no estoy seguro de que seré más feliz por ello.

* Escritor, colaborador del The New York Times en español. © The New York Times Company, 2019.