Programas electorales

En el pasado, cada vez más distante, los programas de gobierno eran el corazón de las campañas electorales, pues establecían las divergencias entre los partidos, y se esperaba (tal vez de manera ingenua) que tales promesas sean cumplidas. Así, creaban un hilo de continuidad entre el momento electoral y el tiempo de la práctica gubernamental. Esa coherencia parece haberse quebrado irremediablemente, el tiempo de la política se ha acelerado y se ha concentrado en lo inmediato, en lo urgente, en el momento táctico y ha abandonado la prospectiva.
Al parecer, para los estrategas de la campaña electoral venidera el “programa” es prescindible e incluso puede ser un lastre táctico. En todo caso, no encuentro grandes contrastes en las propuestas de los partidos. Este hecho no ocurre solo en Bolivia, es una característica de las democracias contemporáneas y revela significativas mutaciones en el quehacer político; pero en nuestro caso es aún más grave, pues se ha perdido certidumbre en la imparcialidad del organismo electoral.
Esto no implica la ausencia de narrativas antagónicas en el teatro electoral, pero ellas se concentran en los estilos y mensajes de los candidatos, en su carisma, representatividad y talento para crear vínculos afectivos con los electores. La política se ha personalizado de tal manera que las visiones del país, los programas de gobierno, ocupan un lugar residual. Pero las narrativas de los líderes tienen como único propósito instituir una frontera simbólica entre “nosotros” y “ellos”.
En este escenario, los principales partidos políticos se han convertido en meros artefactos electorales y han perdido sus facultades de representación y proposición. La representación no es solamente la delegación de poder en la figura del diputado o el senador; en su sentido de figuración, es la potencia de volver visibles las demandas y expectativas de la gente. Esas demandas están flotando en todos los ámbitos y resquicios de la sociedad, se encuentran en el lenguaje ordinario, y supuestamente deberían ser el zócalo de un programa de gobierno coherente y “progresista”, tanto de la oposición como del oficialismo.
Sin pretender ser exhaustivo, anoto tres demandas sociales que podrían ser las transversales de un programa de cambio radical (sin comillas): ¿qué proponen para enfrentar o al menos mitigar el desastre ambiental fuertemente enlazado con el modelo productivo extractivista? ¿Qué medidas se aplicarán para combatir el feminicidio? ¿Cómo se erradicará la corrupción estructural en el Estado? Me temo que quedaré sin respuestas claras o con planteamientos conservadores y superficiales. Cierto, vivimos un tiempo desdichado, porque el discurso del “cambio” se ha convertido en un flatus vocis.