Cuándo intervenir
Buscar atajos para resolver un conflicto interno, lejos de resolverlo podría complicarlo aún más.

Desde fines del siglo XX, se acepta la posibilidad de que la comunidad internacional intervenga en situaciones en las que se producen graves violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, la experiencia histórica reciente ha demostrado que existen límites muy complejos que deben ser considerados en estas operaciones para que sean eficaces y legítimas.
Frente a desastres humanitarios como los que se produjeron en Ruanda o en la ex Yugoslavia, se expandió la doctrina que alentaba intervenciones internacionales frente a violaciones masivas de los derechos humanos en algún país. En su versión benigna, esta tendencia favoreció el desarrollo de normativas e instancias supranacionales que velan por el respeto de ciertos derechos de manera complementaria o subsidiaria a los entes nacionales encargados de esas tareas.
Pero tales objetivos también fueron utilizados para justificar acciones coercitivas de parte de la comunidad internacional ante algún gobierno o fuerzas armadas que estaban vulnerando derechos básicos de ciertos sectores de la población. Por supuesto se asumía que tal “intervención” debía realizarse siempre bajo un paraguas normativo multilateral y un uso proporcionado de la fuerza.
No obstante en la práctica, muy pocas intervenciones contaron con la anuencia de todos los países, y menos aún con resoluciones internacionales explícitas. De igual manera se produjeron operaciones unilaterales en las que los propósitos humanitarios se confundieron con intereses económicos y geopolíticos. Por lo general, los resultados fueron desastrosos, pues no se logró establecer regímenes democráticos estables luego de las intervenciones, y más bien se alentó la radicalización y el caos. Ahí están por ejemplo las experiencias de Libia, Afganistán o Irak.
Vivimos tiempos complicados, en los que con frecuencia se intenta involucrar a actores externos en problemáticas que antes eran consideradas estrictamente nacionales. Para algunos, esta posibilidad es un avance en la protección de los derechos universales, y tienen en parte razón. Pero como en muchos otros aspectos de la actividad humana, todo depende de cómo se haga y, sobre todo, de considerar con mucho rigor los riesgos que pudiera entrañar intervenciones de este tipo.
La comunidad internacional puede jugar un papel formidable de acompañante y promotor de ciertos valores, pero sería un error darle un protagonismo que opaque la interacción y el diálogo entre los actores nacionales. Al final de cuentas, los ciudadanos de cada país son los que tienen que resolver sus problemas, enfrentando las contradicciones y buscando construir consensos entre visiones que no tienen otra opción que convivir entre sí. Buscar atajos para resolver un conflicto interno, mediante el involucramiento de actores externos, no solo no resuelve el problema, sino que puede complicarlo aún más. Como dice el adagio, el camino al infierno suele estar está cimentado de buenas intenciones.