Buscando lo nacional en lo popular
De cada sueño, algo muere, pero algo queda. De ahí venimos, de esa cadena de sueños

Bolivia en 1925 contaba con algo más de dos millones de habitantes. En las elecciones generales de 1930, Salamanca ganó con algo más de 38.000 votos. Esa cantidad de gente, hoy en día, no llena el Estadio Olímpico de La Paz. Pero en su tiempo decidía por dos millones de personas. Dos millones. Aquella era la época de la Bolivia de principios del siglo XX, de la hacienda, de la mina, del magnate tercermundista que compraba acciones en una fundidora estadounidense para no poner un peso en una fundidora nacional (¿deja vu?). La Bolivia del sueño oligárquico, durmiendo sobre las espaldas de los pongos y de los mineros.
Luego de la Guerra del Chaco —se necesitó de una guerra para que se encuentren los bolivianos del momento— vinieron las revueltas; y luego de las revueltas, la revolución. En 1952 arranca, a balazos, la Bolivia nacionalista-revolucionaria, la de los milicianos en las calles, de las masas harapientas cantando el himno del MNR. Es la Bolivia del sueño democrático, del pueblo que soñó que el país podría ser un poco más suyo, arrebatándoselo a los “barones del estaño”.
La contrarrevolución tardó poco más de una década en triunfar, inaugurando en 1964 una larga época de gobiernos dictatoriales. Fue la Bolivia del pacto militar-campesino, de la represión a sangre y fuego de los mineros; la Bolivia del sueño de restitución de los privilegios de la vieja oligarquía, que ya no estaba allí para disfrutarlo… estaban sus hijos, junto con los hijastros de la revolución nacional.
A inicios de los 80, Bolivia cambia de ropaje y —huelga de hambre de por medio— se viste de democracia. ¿Cuántas veces habían gozado los bolivianos del voto universal para entonces? Muchas, si contamos la sucesión de comicios entre 1979 y 1982. Muy pocas, si nos percatamos de que el presidente salía del Parlamento, no exactamente de las urnas. Era la Bolivia del sueño de que el poder vuelve a manos del pueblo.
Acto seguido, llega la Bolivia del ajuste estructural y de la democracia pactada. O, en palabras de los seguidores de Fukuyama en la provincia, la Bolivia del fin de la historia.
El fin de la historia, ¿recuerdan? Democracia representativa más economía de mercado… forever. Pues eso, explicado en un pesado tomo de mil páginas. Ah, y la Bolivia que se “insertaba” en la globalización (como si la globalización no gozara de buena salud desde 1942, como sabiamente nos lo recordó Wallerstein). Aquella fue la Bolivia de la derecha aplastando al campesino a sangre y fuego, la Bolivia del sueño (neo) oligárquico: “vota por quien quieras, nosotros gobernaremos”.
En honor a la verdad, creo que en ningún caso se cumplieron plenamente los sueños. La Bolivia soñada por los oligarcas (eran los de antes, che) no resistió al embate de la Bolivia nacionalista. El sueño nacionalista tuvo un amargo despertar con el ruido de los sables. El sueño democrático se acabó a punta de inflación… y el sueño (neo) oligárquico se acabó en las urnas, en el lugar donde más seguro parecía. De cada sueño, algo muere, pero algo queda.
De ahí venimos, de esta cadena de sueños. ¿Cuál es el sueño ahora? Pues, a falta de una mejor definición, yo lo llamo “el efecto Evo”: es la imagen de aquella señora de pollera que vi bañándose con sus hijas en Aqualand. Impensable antes de 2006. Y no se parece en nada ni a los sueños del más radical socialista-comunitario (lo que quiera que eso signifique) ni a las pesadillas del no menos radical oligarca. ¿Saldrá de esa imagen la construcción nacional sobre la base de lo popular? Yo creo que sí, pero también creo que ese camino no es inexorable. Alguien debe saber (¿poder? ¿querer?) caminarlo.
(En memoria del Arrieta)