Sunday 23 Mar 2025 | Actualizado a 07:23 AM

El camino de regreso al pasado lleva a la nada

Es urgente una puesta al día de las corrientes políticas a cargo temporal del poder, informándose de los avances teóricos que han avalado la creación del Ministerio de Culturas.

/ 14 de junio de 2020 / 12:09

El 24 de abril de 1997, esto es 23 años ha, junto al Movimiento “Para seguir sembrando, para seguir soñando” resolvimos asaltar simbólicamente el poder mediante la toma del entonces Parlamento. Allí desde el hemiciclo de la Cámara de Diputados, con los palcos reservados para el público ocupados en la ocasión por los representantes de las distintas organizaciones políticas, y entretanto la plaza Murillo albergaba una feria de las culturas no autorizada, hicimos público el manifiesto del Movimiento e interpelamos a dichas delegaciones a suscribir un documento comprometiéndose a instalar en la agenda pública un abierto debate a propósito de la  impostergable urgencia del diseño participativo, y de la implementación por los administradores del estado, de políticas sostenidas en el ámbito de las culturas y la comunicación.

En último análisis se trataba de perforar la sordera pertinaz común a todas las corrientes ideológicas, iniciando la remisión al basurero de la historia de algunas obsoletas aberraciones conceptuales, de claro sesgo ideológico y por ende nada desinteresadas, las cuáles no obstante su obsolescencia, pervivían instaladas en el sentido común, sitio, se sabe, donde la bobada adquiere valor de argumento de autoridad.

Aquí, así como en el mundo entero —donde el debate sobre los tópicos abordados en esta nota ha tenido igualmente lugar—, a  lo largo de  las últimas tres décadas se avanzó por cierto bastante en la puesta en acto de aquel reclamo: políticas culturales y de comunicación, machaco. No  aconteció de manera sencilla ni  lineal, pero con  suficiente consistencia y resultados como para desnudar el mayúsculo yerro del descaminado intento de nuestro actual gobierno creyendo poder revivir los cadáveres insepultos de las groserías discursivas enumeradas a seguir, según pudiera deducirse de sus recientes medidas concernientes a la estructura del Poder Ejecutivo, o, digamos mejor, de los argumentos puestos en mesa para justificar tales disposiciones.

Permítaseme entonces recordar lo argumentado en el Manifiesto colacionado más arriba y, de manera muy somera* los equívocos recurridos durante décadas por la esquiva actitud de las clases aposentadas en el poder a la hora de reconocer el valor primordial de las culturas y la comunicación en el tramado de la identidad colectiva, piedra basal por lo demás para la puesta en pie de un país resuelto de veras a asumir de manera independiente, autodeterminada, su lugar en el mundo, su trayecto hacia el futuro y las políticas indispensables a fin de facilitar la inclusión, la equidad y el respeto a la diversidad (en el caso boliviano quizás una de nuestras principales riquezas).

Recordemos pues:

  1. Es totalmente falso que el dinero público destinado a la implementación de políticas culturales —articuladas en torno al objetivo básico de impulsar el diálogo intercultural— deba contabilizarse en el rubro de gastos. Se trata, por el contrario, de inversión y, sin exagerar, de la única inversión cuyos réditos colectivos y duraderos se hallan garantizados. Máxime cuando tales políticas abarcan la preservación de la memoria colectiva —inscrita en el patrimonio material e inmaterial— irreductible a la mera exposición museística, así como del patrimonio natural innegociable con especuladores inmobiliarios, loteadores, etc. Este es un debate cerrado, así la contabilidad pedestre aplicada a la administración pública se obstine en seguir empantanada en la suma y resta adscrita a una cuantificación rudimentaria de la idea de  “progreso”. 
  2. Cultura y bellas artes no son sinónimos (lamento que algunos actores culturales también sigan comulgando con semejante rueda de molino). Por el contrario las culturas comprenden todos aquellos aspectos (de la comida a la arquitectura; del atuendo a las cosmovisiones sobre el tiempo, espacio, la vida y la muerte; de las manifestaciones artísticas a las formas de contestar a las preguntas del ser,  etc.)  que durante el transcurrir de los años las sociedades han venido trabajando para desencriptar su pasado, su presente y su porvenir.
  3. Peor aún, resulta absurdo enflaquecer el concepto de cultura a la mera suma de eventos y espectáculos más o menos festivos.
  4. No existe una sola cultura digna de ser considerada tal —por eso desde el Movimiento se propugnó, e impuso, el uso del plural—. La concepción jerarquizante que privilegia una determinada visión cultural por encima de otras, desvalorizadas a un carácter secundario, no es otra cosa sino el reflejo de una mirada dependiente, racista, discriminadora que confunde creación con mimetismo creyendo, o simulando creer, que participación cultural es igual a consumismo.
  5. Es erróneo el criterio que desvincula fácticamente a las culturas de la educación, o las subordina a esta última. En la vida real la educación, esquivando convertirse en mala copia de otros sistemas formativos o en una productora de consumidores pasivos y acríticos de la producción material e inmaterial ajena, debe adecuarse a las culturas, no a la inversa. Dicho de manera más llana si educación fuese un Viceministerio en el Ministerio de Culturas no habría qué objetar. Lo contrario es disparate puro, una suerte de falaz consuelo.
  6. Tampoco es admisible sinonimia alguna entre comunicación y propaganda. Esta última es una de las varias líneas operativas dentro de la comunicación, de lejos no la más importante, pues en este orden de cosas el impulso al diálogo intercultural resulta asimismo, o debiera resultar, el blanco número uno al cual apuntar las acciones comunicativas.
  7. Por su propia naturaleza las políticas de culturas y comunicación demandan, para su diseño y puesta en acto, de la intervención participativa del conjunto de la comunidad, sus organizaciones, instituciones, etc. Esto genera a su vez un círculo virtuoso ahondando la corresponsabilidad en la materia e invistiéndola paralelamente de legitimidad.
  8. Dado que las culturas y la comunicación constituyen la columna vertebral en torno a la cual debe articularse el conjunto de las políticas desplegadas con voluntad política efectiva de resolver los temas pendientes en materia de inclusión y acceso a la igualdad de oportunidades, cerrando las heridas abiertas por la discriminación y la centralización, etc., es vital su vocería permanente en los debates del gabinete, institucionalizando tal voluntad mediante la presencia de un(a) Ministro(a) de Culturas y Comunicación.

Viene a ser urgente entonces una puesta al día de las corrientes políticas a cargo temporal del poder, informándose, así fuese superficialmente, de los avances teóricos que, por ejemplo, han avalado la creación del Ministerio de Culturas —ahora vuelto a desmantelar— o, en el caso de La Paz, trabajar participativamente una Ley de Fomento a las Culturas y Salvaguarda del Patrimonio convertida en referente continental.

Se pondrían de tal modo a buen resguardo del sinsentido de las alegaciones hechas públicas en afán de justificar y maquillar las medidas adoptadas. Evitarían de paso, en la medida de lo posible la gravísima avería, no “a los artistas” sino al conjunto de una comunidad en absoluto predispuesta a volver atrás al imperio incontestado del racismo marginador  del 80% de los(as) bolivianos(as), del centrismo marginador del 80% del territorio, y de la dependencia a ojo cerrado.

Peor aun cuando en el contexto de la mundialización del capitalismo informático los asedios sobre la diversidad y la identidad presentan dimensiones inéditas y retos ciclópeos los cuáles  sí o sí deben asumirse en lugar de optar por el facilismo de las recetas perimidas e inservibles. Mirar al ayer, para aprender de él es una cosa, volver a ese ayer es otra, muy distinta.

Y si de esto último se trata Sra. Presidenta le decimos, sin vacilar, ¡No gracias!

*Los interesados en conocer, o releer, el documento in extenso pueden consultar el libro  “Políticas Culturales. Una propuesta inédita de la sociedad civil” (Virginia Ayllon&Pedro Susz (comp.)) – Ed. Cedoin – La Paz/1998. O en el artículo publicado en el No. 59 de la revista Khana editada por el GAMLP el 2019.

Pedro Susz K. – Crítico de cine y gestor cultural

Comparte y opina:

Moana 2

El destacado crítico de cine, Pedro Susz, escribe sobre la última aventura de la princesa isleña.

/ 14 de diciembre de 2024 / 21:36

Al parecer, los resultados taquilleros conseguidos en 2016 por la versión original de la aventura dibujada y musicalizada de la heroína de origen polinesio que le da título a la película sorprendieron a la productora Disney, al haber ingresado a sus arcas 665 millones de dólares, lo cual supuso una impensada ganancia del 400 % en relación con lo invertido en la producción.

Desde entonces, la posibilidad de una secuela anduvo dando vueltas, hasta que, dos años atrás, se resolvió reflotar la historia a través de una serie de televisión destinada a exhibirse en Disney+ (Disney Plus), la plataforma de streaming puesta en el aire por la empresa del tío Walt en el ínterin. Su destino cambió por razones nunca explicadas, si bien puede atribuirse a la falta de proyectos fílmicos potencialmente llamativos, sobre todo desde el punto de vista de su rentabilidad, que se tenían engavetados.

Así, con un apresuramiento y una impersonalidad puesta en evidencia por Moana 2, de principio a fin, en su descuidado y superficial armado dramático, el material pensado para dar pie a cierto número de entregas sucesivas acabó siendo convertido en un largometraje, comparativamente breve con la duración promedio de los productos fabricados en el presente para la pantalla grande. En definitiva, la narración insume cerca de 100 minutos, sin dejar en ningún momento de parecer un incongruente rejunte de anécdotas a medio hacer. Esto puede sospecharse debido a no haber retrabajado el guion televisivo ni retejido la trama, por ende, de cara al segmento del ecosistema comunicacional hacia el cual finalmente se decidió enrumbar esta secuela.

Moana, su historia

El original exhibía un marcado interés por adentrarse en la cultura y la cosmovisión de los habitantes de Oceanía, ahora últimamente a menudo erróneamente denominada Australasia, continente insular compuesto por 14 países sin fronteras comunes o que son islas, y reducido, en las escasas informaciones difundidas por los medios, a una suerte de exótico paraíso turístico merced a sus atractivas playas, desfiladeros y cascadas, escenarios una y mil veces fotografiados para despertar el apetito de los eventuales viajeros, incitados a tomarse algunos días disfrutando de sus encantos. Pero las aludidas características del escenario elegido para ambientar Moana determinan naturalmente que las relaciones de su población con el inmenso océano tengan un peso especial en los imaginarios colectivos.

Tal vez por ello, se incorporó al trío a cargo de la dirección de Moana 2 a Dana Ledoux Miller, originaria de Samoa, uno de los países de dicho continente.

La secuela comienza a carretear cuando, tres años después de su viaje precedente, Moana, quien deja trascender la trama, luego de varias excursiones solitarias por el océano Pacífico, acaba de enterarse, a través del mensaje de sus ancestros, de una ya antigua maldición de Nalo, dios de las tormentas, quien dispuso aislar las islas y a sus habitantes, impidiendo que puedan mantener las relaciones que fueron alguna vez el nutriente esencial de sus culturas.

Especialmente afectada resultó Motufetu, isla mítica y suerte de eje en torno a la cual se articulaban todas las demás, pero que acabó sumergida con todos sus moradores de la tribu Motui, sin haber podido ser encontrada por tres generaciones sucesivas.

Argumento de Moana 2

Entonces, la protagonista, quien continúa hablando con la voz de la muy expresiva actriz y cantante Auli’i Cravalho, resuelve volver a zarpar, emprendiendo una suerte de renovada peregrinación en procura de dar con las raíces de su civilización. Se despide de su madre Sina y su padre Tui, lanzándose a la aventura acompañada de sus entrañables mascotas, el cerdito Pua y el gallo Hei Hei, así como de un flamante grupo de dudosos marineros: el gruñón granjero Kele, la arquitecta Loto y el avispado guerrero Moni, furibundo admirador del legendario corpulento y petulante semidiós Maui, otra vez con la voz de Dwayne Johnson, quien, al transcurrir el relato, será rescatado de la cárcel donde lo mantiene prisionero la villana bruja Matangi, conocida como “señora murciélago”, volviendo a entrecruzarse así el destino de los dos personajes centrales del original.

Forma asimismo parte de la expedición Simea, la pequeña y en demasía azucarada hermana de Moana, quien cobrará un protagonismo importante buscando concitar la atracción de la platea y pasar a ser el gancho central de la campaña de mercadeo apuntada a los niños de la película y todos los otros productos (juguetes, figuras adhesivas y un largo etcétera) que, de seguro, irán saliendo al mercado.

En el trayecto, como otra de las referencias al capítulo precedente, vuelven asimismo a producirse varios iniciales encontronazos con los Kakamora, pequeños forajidos con forma de coco algo parecidos a los Minions. Sin embargo, en esta oportunidad, acabarán haciéndose cómplices de la caótica aventura.

Dirección

Mencioné antes de pasada al trío a cargo de la dirección de Moana 2. Pues, en efecto, a los dos guionistas y tres autores de la historia se sumaron un número igual de realizadores(as). Sin embargo, al parecer, semejante cantidad de responsables en el armado de la película derivó en una mera acumulación de ideas sueltas o, como reza el adagio popular, “muchas manos en un plato causan mucho arrebato”.

Incluso acaban invisibilizados, en la indigerible mixtura de anécdotas y situaciones sueltas abordadas por una trama inexistente en el sentido preciso del término, los aportes de la ya mencionada realizadora samoana Ledoux Miller, reclutada, supongo, para formar parte del terceto responsable de orquestar la puesta en imagen, presuntamente debido a su conocimiento al detalle de las también colacionadas referencias culturales propias de la particular interacción cotidiana de los habitantes de las islas de Oceanía con ese omnipresente mar que las rodea, ya sea, según el momento del transcurso histórico, distanciándolas o relacionándolas.

Sin duda, si la versión original de 2016 atrajo tanto a los espectadores y obtuvo unánimes críticas positivas, ello se debió a que eludía el recurrente recurso de Disney consistente en trasladar a la pantalla los más que conocidos cuentos de hadas publicados en el viejo continente, centrando, por el contrario, su novedosa mirada en la cosmogonía polinesia que, penosamente, en Moana 2 acaba diluida en los desperdigados avatares de un viaje sin rumbo.

Un periplo

El reiterativo sube y baja del relato, saltando de un episodio al siguiente sin relación con el anterior, mientras se multiplican los gigantescos monstruos, espectros, divinidades y duendes con los cuales va tropezando la protagonista en su periplo hacia la nada, no solo conspira contra la continuidad de la puesta en imagen, sino que, adicionalmente, levanta un infranqueable muro a la factibilidad de que el espectador consiga establecer el más mínimo enlace emocional con alguno de esos seres vagantes en el vacío, asomando de pronto y desapareciendo casi de inmediato.

No bien comienza el viaje en busca de la sumergida Motufetu, el caos se apodera de la narración, brincando de un escenario a otro y de un ingrediente dramático, dejado a medias, a otro distinto que correrá la misma suerte. Es como si los tres encargados de la realización hubiesen conspirado poniéndose de acuerdo en parir la peor película posible. O simplemente se limitaron a seleccionar los trozos preferidos de cada uno, sacados de la historia bocetada para la serie televisiva que no fue, pegándolos al azar, sin afán alguno por armar un largometraje consistente, con el debido acabado de un resultado en condiciones de provocar la inmersión del espectador en los sucesos narrados.

Tratándose de un musical, asimismo se presume que las melodías ameritaban cuando menos tener un nivel relativamente equiparable al de las composiciones aportadas al original por Lin-Manuel Miranda. Pues no. Daría la impresión de que Mark Mancina, señalado en los créditos como el encargado del rubro esta vez, se limitó a consultar un manual en el cual se define el género como un relato donde alternan el drama, la aventura y canciones, a resultas de lo cual optó por insertar a la fuerza en la trama una composición extravagante cada 10 minutos, sin importar si cada uno de tales insertos adiciona el enésimo desvío desconcertante a la inconsistencia del acabado. Y algo similar acontece con los apuntes humorísticos, igualmente sosos.

Personajes

La multiplicación de quebradizos personajes secundarios, sin identidad ni justificación dramática, es otro de los síntomas de la apresurada decisión de convertir una serie para la pantalla chica en una hechura destinada a las salas. Así, uno termina preguntándose qué diablos hacen a bordo de un pequeño bote ese irritable granjero Kele o Pua, el puerco, al igual que buena parte de otras apariciones, semejando intromisiones entrepapeladas de algún otro libreto.

En cuanto a la animación, la secuela mantiene el atractivo visual de lo que ahora pasaría a ser la precuela de una postiza saga, o incluso lo acentúa merced al presupuesto asignado por Disney a la producción. Sin embargo, cualquiera de los grandes estudios cuenta con los recursos suficientes para invertir en las tecnologías utilizadas en la materia y, en consecuencia, el empaque formal en sí mismo no amerita mayores loas, pudiendo ser, como es en la realización comentada, apenas el lujoso envoltorio del paquete cuyo contenido —la historia, la contextura de los personajes, la ingeniosidad de las aventuras y la simbiosis entre la música y aquellas— distan una enormidad de estar a la altura. Por lo demás, en todos esos aspectos, Moana 2 se halla muy por debajo de su menos costosa antecesora.

No deja de ser llamativo que Nalo, el bellaco mayor causante de la tragedia que Moana intentará enmendar, no aparezca en ninguna secuencia, siendo visualmente metaforizado por los amenazantes rayos y las oscuras nubes rondantes en todos los sitios por donde Moana y Maui deambulan. Pero la incógnita es respondida por una escena insertada en los créditos finales, la cual tiene sabor a una amenaza, pues anuncia un próximo tercer viaje de la heroína; vale decir, deja abierta la puerta a estrujar de nuevo las expectativas sembradas por el recuerdo del original.

En conclusión, resulta inútil esperar alguna maravilla cinematográfica. Solo hay lugar para temer otra muy publicitada manipulación de la nostalgia con fines pura y exclusivamente numéricos, es decir, lucrativos, aparte de mantener vigente a una empresa ayuna de proyectos originales atractivos.

Le puede interesar: Lista la fiesta de Octavia por sus 30 años

Comparte y opina:

Wicked, parte I

El reconocido crítico de cine, Pedro Susz, escribe sobre la más reciente aventura en el mágico mundo de Oz.

/ 7 de diciembre de 2024 / 22:46

Todavía rememoro, con cierta añoranza, cuando las celebraciones cumpleañeras de los niños, que hoy son animadas por los payasitos y los videojuegos, recurrían a la exhibición, mediante un antiguo, frágil proyector portátil, de copias de películas en formato de 16 milímetros, de la adaptación original de la novela infantil de Frank Baum publicada en 1900 «El maravilloso mundo de Oz», y volcada a la pantalla con el título «El Mago de Oz» en 1939 por Víctor Fleming, con Judy Garland en el papel de Dorothy Gale. De tal suerte vimos en aquellos tiempos infinidad de veces, sin fatiga alguna, dicha realización que, aparte de la memorable personificación de Garland, supo sacarle el máximo rédito figurativo al entonces hegemónico Technicolor.

No fue aquella, por cierto, la única ocasión en la cual el cine echó mano del texto de Baum. En 1972, Hal Sutherland rodó «Regreso a la tierra de Oz» con Liza Minnelli a cargo del rol protagónico. En 1978, Sidney Lumet acometió su propia versión, apelando en «El mago» a un elenco conformado únicamente por intérpretes afroamericanos.

En 1982, el director japonés Fumihiko Takamaya presentó una versión anime de la misma historia y otras dos series de anime para televisión fueron producidas en Japón en 1986 y 1992, esta última una versión futurista de ciencia ficción titulada «La maravillosa galaxia de Oz». Corría el año 1990 cuando David Lynch en «Corazón salvaje» se inspiró libremente en la historia de Oz. Más recientemente, en 2013, fue el turno de Sam Raimi con «Oz, un mundo de fantasía».

Wicked, el proyecto

La saga pareció cobrar un nuevo impulso con la publicación en 1995 de la novela para adultos «Wicked, memoria de una bruja mala» escrita por Gregory Maguire, la cual fue adaptada en 2003 para un musical que desde entonces ha permanecido ininterrumpidamente en la cartelera de Broadway. Y este año, la productora Time Warner, que adquirió los derechos anteriormente en poder de la Metro Goldwyn Mayer, trasladó esa versión teatralizada al celuloide, dando a entender, pero sin decirlo con claridad, que el proyecto constaría de dos entregas, supuestamente un par de precuelas del original dirigido 75 años antes por Fleming.

El anuncio dio lugar enseguida a la pregunta de si esa vuelta atrás tendría algún sentido o si tan solo vendría a ser un síntoma adicional de la inocultable escasez de ideas en una industria obsesionada frenéticamente en rehacer éxitos del ayer con la mira puesta exclusivamente en la taquilla, instrumentando la nostalgia del mercado, sin importar un ápice ninguna otra consideración.

Lamentablemente, anticipo, viendo «Wicked I» (anglicismo que traducido al español significa malvado), esta última parece ser la respuesta a la señalada interrogación, dejando constancia, una vez más, de que la epidemia de secuelas, precuelas y malas copias indisimuladas de algún clásico no solo constituye una torpe estrategia de marketing, adicionalmente, por lo general, acaba siendo un desaprensivo manoseo del original.

Los personajes de Wicked

Glinda (Ariana Grande), rebautizada ahora como Galinda, y Elphaba (Cynthia Erivo), las dos brujas que son el eje central del relato de «Wicked I», ya asomaban en la versión de 1939, si bien la segunda con el apelativo genérico de «la bruja mala del oeste», dejando en claro que ella era la villana mayor del asunto. Adicionalmente, allí figuraban cuatro hechiceras, una por cada punto cardinal y, como no he visto el musical, no podría decir si las dos aquí faltantes reaparecen en la segunda parte de «Wicked», cuyo estreno ya ha sido programado para el 15 de noviembre del año entrante. Semejante adelanto es parte de la tramposa jugarreta, marketinera en esencia, instrumentada con la película dirigida por Jon M. Chu.

Cabe en este punto señalar que en su versión teatral musicalizada la adaptación de la novela de Maguire dura 165 minutos, mientras cuando sorpresivamente, luego de interminables 160 minutos, aparece en pantalla el aviso «continuará», recién el espectador se entera que pagó una entrada para ver media película y si desea enterarse dónde desemboca esta caótica trama deberá adquirir una adicional dentro de doce meses, amén de armarse con la paciencia requerida para soportar otro, hasta el empacho, inflado mejunje.

Historia

Vamos empero a lo que cuenta, y cómo, Chu. Elphaba, reinvención entonces de uno de los personajes de la producción de 1939, es el centro de atención en «Wicked I». Es en la oportunidad una joven tímida dotada de fantásticas facultades mágicas, pero cuya piel verde la convierte en blanco de mofas y menosprecio, haciendo que se sienta excluida de su entorno, en buena medida debido al rechazo de su padre, indisimuladamente asqueado por el color de su piel. Cierto día Elphaba llega a la universidad para brujas de Shiz en Oz, únicamente con el propósito de instalar allí a su hermana Nessa Rose, la protegida de papá, condenada a desplazarse en silla de ruedas. Casi de inmediato, los poderes sobrenaturales de Elphaba, que se manifiestan sobre todo cuando se encuentra enfadada o molesta, deslumbran a Madame Morrible, la maestra de brujería más connotada, quien no duda en registrarla como alumna. Y a fin de alojarla, resuelve hacerle compartir el cuarto con la muy atractiva, si comulgamos con los dogmáticos modelos imperantes, Glinda, pese a las reticencias de esta última, quien dará rienda suelta a su malestar arrinconándola en un pequeño y oscuro espacio de la habitación.

Adicionalmente, Glinda, cuya frivolidad es visualmente remarcada con el incesante pestañeo, el empalagoso movimiento de su melena y su obsesión por la elegancia al vestir, se entretiene molestando a su indeseada compañera con agresivas pullas, desafiándola en cierto momento a rivalizar en un baile de la universidad con la mera intención de humillarla, si bien Elphaba goza de un talento danzarín muy superior. Más adelante, sin que la trama se interese en ilustrar el motivo, Glinda pareciera sentir cierta compasión, dando paso a una incipiente amistad que nunca llegará a ser tal dada la subyacente competencia entre las dos. Agudizada cuando ambas se sienten atraídas por un compañero de clase, el apuesto Príncipe Fiyero, que en un inicio se siente seducido por Elphaba pero, hipnotizado, acaba formando pareja con Glinda.

La endeble simpatía recíproca da la fugaz impresión de mutar en real complicidad al enterarse Glinda (la futura Bruja Buena del Este) y Elphaba (la futura Bruja Mala del Oeste) de que el temible Oz tiene previsto enjaular a los animales del lugar y privarlos de habla. Resuelven entonces enfrentarlo sin saber que ello (recuérdese que la película de Chu ambiciona ser una precuela) decidirá sus propios destinos. O sea, la estirada trama da la impresión de tentar básicamente ilustrar el mito de origen de la segunda, si bien nada queda del todo claro en el revoltijo de música y acción armado con notoria torpeza por el director y su masivo equipo técnico.

Aspectos técnicos

O Chu y el montajista desconocen la diferencia entre ritmo y apresuramiento, o pensaron que tal era el mejor recurso para enmascarar las innumerables endebleces de la historia. El hecho es que reiterativos, alocados saltos de una secuencia a la siguiente establecen una distancia tan grande entre el espectador y los personajes que impiden no solo interiorizarse de los pormenores del relato, sino que acaban fatigando hasta el hastío, lo cual ahonda esa distancia al punto de diluir cualquier interés por cuanto sucede en la pantalla.

Erivo se encuentra dotada de una voz prodigiosa, pero su actuación resulta bastante falta de matices. Y en el caso de Grande, esta deja a consideración del espectador dictaminar en cuál de los rubros su desempeño es peor. Las interpretaciones de los varones protagónicos Jonathan Bailey como Fiyero y Jeff Goldblum en el papel del mago de Oz, mostrado con los rasgos de un bobo, no pasan de la insipidez. Ni se diga el resto del elenco secundario, mero relleno dejado en boceto.

Visualmente, la película resulta afectada por el uso, abuso en realidad, de los efectos generados por computadora, desde la misma escena inicial con un montón de simios voladores que más bien parecieran ser parte de un videojuego —igual sucede más adelante con la escena de una deliberación secreta entre animales parlantes—, y no así imágenes de cine con la magia de sumergir en la ficción a quien mira, alejándolo por el contrario hacia el hartazgo a consecuencia de su demasiado artificiosa paleta de color.

Tal obstáculo para mantener interesado al espectador se ve agrandado por la dispersa acumulación de personajes, anécdotas, subtramas, apuntes humorísticos ayunos de gracia y metáforas montadas, para peor, con una incompetencia imperdonable en cualquier producción, más todavía en una, como la de Chu, en extremo pretenciosa, anclada en la autovaloración de la supuesta importancia de los hechos que cuenta, con un no menos escurridizo acento crítico, en definitiva diluido por la sobredosis de azúcar, deambulando sin norte en su hechura, con el director perdido entre el exhibicionismo y la sustancia.

Wicked, un musical

Tratándose de un musical, cuando menos las melodías y la coreografía ameritaban ser objeto de un cuidado especial. Y si bien las canciones, algunas al menos, tienen su encanto, los movimientos coreográficos fueron filmados de un modo demasiado tosco, acentuado por el ya dicho desmadrado montaje que quiebra de un modo inoportuno la continuidad, confundiendo, se anotó también, ritmo con barullo.

La pedestre moraleja admonitoria que, al parecer, los autores del musical tentaban soplar al oído de los espectadores y Chu termina por empastelar del todo vendría a ser «nadie nace perverso, dependerá del trato recibido de los demás si se convierte en uno». Y puesto que en la hechura de Fleming la mala lo era a pleno, pero al día de hoy caracterizar como una perversa sin matices a una mujer, negra encima y, para colmo de los colmos, protagonizada por una confesa bisexual, exponía a «Wicked» a ser puesta en el banquillo, acusada de racismo, misoginia y homofobia, con posibles afectaciones a sus ingresos, Chu, tratando de aparentar la debida corrección política que lo ponga a buen resguardo de tales apreturas contables, apela a embrollar al extremo la historia, que ya venía enredada en el guion de Winnie Holzman y Dana Fox.

La última canción que se escucha lleva un sugestivo título: «Defying Gravity», ergo «desafiando a la gravedad», pero salvo se trate de una deliberada autoironía, nada en la puesta en imagen coincide con tal invitación a retar a la solemnidad. Más al contrario, de pe a pa, una cargosa aparatosidad lastra, del todo, la construcción de un relato, en buenas cuentas extraviado en sus grietas formales y conceptuales.

Le puede interesar: La ‘monumental’ Megalópolis de Francis Ford Coppola llega a los cines bolivianos

Comparte y opina:

Gladiador II desde la mirada de Pedro Susz

El reconocido crítico de cine Pedro Susz da su perspectiva sobre la más reciente entrega del afamado director Ridley Scott.

/ 23 de noviembre de 2024 / 21:26

Próximo a cumplir 87 años, Ridley Scott, el director de Gladiador II, nombre en cierto momento de la historia del cine -los años 70′ y 80′-, ineludible cuando de traer a colación a los mejores realizadores inscritos en el género de las películas de acción se trataba, resolvió ahora emprender un doble viaje retrospectivo: veintisiete centurias atrás a los tiempos, siglo VI a.C., del imperio romano, y a su primera exitosa visita a esa época, veinticuatro años hace, cuando elevó el peplum, término que nombra al subgénero de espada y sandalia, a niveles difícilmente equiparables.

Por cierto, al rever hoy aquel Gladiador I, fruto de las innumerables copias, por lo general mediocres, que anduvieron dando vueltas por las pantallas del mundo entero en estas dos décadas y media, la ponderación del original suma algunos puntos, amén de haber encendido muchas expectativas respecto a la secuela desde el momento cuando trascendieron los iniciales frondosos rumores acerca de su inminente producción.

Sin embargo, tal cual quedó patentizado viendo Napoleón, filmada en 2023, Scott ya no se encuentra en su mejor momento -aun cuando suenen a demasía las alusiones en algunos comentarios a una eventual «senilidad creativa»-, y si aquella coja aproximación a la personalidad del emperador galo daba lugar a preguntarse por la pertinencia de un recomendable pase a retiro del director, cuya insistencia en seguir dándole a la manija comportaba el riesgo de ensombrecer el conjunto de su filmografía, Gladiador II acentúa esa admonición.

Una de las endebleces inocultables de aquel vigésimo noveno largo de Scott resultaba detectable en la escasísima consistencia del guion de David Scarpa, el cual, empero, no obstante las casi unánimes observaciones de la crítica, también acabó siendo el responsable de elaborar el libreto, igual de fútil, deshilvanado, o un tanto más aún, del que ahora tenemos en la mira: trigésimo eslabón de la ya, demasiado artificialmente, extendida obra del realizador británico que había alzado vuelo en 1977 con Los duelistas, escalón inicial en aquella, ya distante en el tiempo, mejor etapa de su carrera.

El proyecto de este segundo episodio anduvo dando vueltas al por mayor, inicialmente debido al capricho de Russell Crowe, intérprete del personaje central del primero al finalizar del cual moría, lo cual, a su parecer, obligaba a incluir en la rehechura algún episodio sobrenatural que justificara su reaparición sano y salvo. Más tarde, el afán tropezó con la debacle financiera de la productora DreamWorks y su venta a Paramount, cuya propietaria dispuso encajonarlo bajo llave durante una década.

Por último, Scott resolvió satisfacer su antojo invirtiendo buena parte de los 300 millones de dólares que demandó la producción de Gladiador II. Y la taquilla pareció darle la razón con los 87 millones de dólares recaudados en el mundo al cabo de su primera semana en pantalla.

Gladiador bajaba el telón cuando Maximus, afanado en poner fin a los desmanes de los sucesivos despóticos césares que habían convertido al imperio romano en una asfixiante dictadura, donde el pueblo no tenía voz ni voto, asesinaba a Cómodo, entonces emperador de Roma que soñaba con mutar ese estado de cosas. Tentando poner a buen resguardo a Lucio, el primogénito de Cómodo, su esposa Lucilla conseguía exiliarlo en la costera ciudad africana de Numidia. Allí, encubierto en una falsa identidad y casado, lo reencuentra, unos veinte años después, la trama de Gladiador II.

Esta arranca en el momento en que Lucio, interpretado por el actor irlandés Paul Mescal, se enfrenta a la Guardia Pretoriana comandada por el general Acacius quien, obedeciendo las disposiciones expansionistas de un nuevo par de ocupantes del poder, los caricaturescos hermanos emperadores Geta y Caracalla, pintados sencillamente como un par de débiles mentales, se dispone a invadir Numidia.

Lucio, cuya esposa perece victimada por los legionarios del implacable Acacius, acaba empero derrotado, preso, vendido como esclavo por el ambicioso traficante Macrinus, y destinado a jugarse la vida en una de las peleas a muerte escenificadas regularmente en el Coliseo romano -divertimento para las masas conceptuado por algunos historiadores el lejano precedente de los actuales reality shows-, manipulando el morbo para distracción de los sumisos y aterrorizados ciudadanos. No sin antes dejar en claro su irrenunciable rebeldía contra el dúo de inhumanos captores, amos absolutistas del sistema.

El tal Macrinus aspira a escalar a esa cúspide del poder activando múltiples insidias y componendas que, con un poco de esfuerzo y buena voluntad, pueden verse, al igual que los payasescos gemelos emperadores, en el modo de una satírica alusión a los detestables personajillos de la catadura de Trump, Meloni, Orbán, Bolsonaro, Milei, Netanyahu, Putin, Kim Jong-un y muchos semejantes, que al día de hoy hacen noticia encarnando desquiciados relatos a fin de enmascarar sus aberrantes miradas sobre el presente y el futuro, así como su angurria de dominio absoluto.

No obstante, si ese grito de socorro de Scott era su motivación central a la hora de reiterar el éxito, terminó resignándose a una suerte de tartamudeo muy a menudo ininteligible debido a la volubilidad de la construcción dramática, en todo momento distraída por los afanes de espectacularidad que acaban ladeando el relato hacia el sinsentido, un híbrido de fábula de aventuras y de intrigas palaciegas maniobradas por Lucilla. El aderezo de escenas mucho más brutales, sanguinarias que en el inicial acercamiento de Scott a la Roma imperial no aporta en definitiva un ápice al redondeado dramático de Gladiador II. Como tampoco ayuda el endeble, anticlimático y precipitado final.

La postiza aparición de enormes simios en plenos combates entre gladiadores, de un rinoceronte asimismo más semejante a un mirón entrometido y la súbita transformación de la arena del coliseo en una extensa laguna habitada por tiburones, al igual que los varios innecesarios flashbacks en blanco y negro, no alcanzan a encubrir yerros técnicos, y algo parecido a una puesta en imagen televisiva, que otrora hubiesen sido impensables que el talentoso Scott cometiera. Tampoco disimulan las chambonadas del montaje, cuyos encargados no parecieran haberse percatado de algunas oscilaciones de la cámara, aparte de haberse contentado con imprimir a la narración un ritmo previsible, muy semejante a la rutina absoluta.

Los, hace momentos referidos, flashbacks en blanco y negro regresan insistentemente al desamparo de Lucius cuando en el exilio pasaba los días añorando a su padre y su esposa. Pero el recurso de esa vuelta al pasado más bien daría la impresión de haber sido pensado a modo de una reiterativa alusión a la precuela, sin que Scott y Scarpa cayesen en cuenta de que así solo terminarían aburriendo a la platea, aparte de acentuar el vacío de una película en largos tramos ayuna de real urdimbre dramática.

Fácticamente, en varias instancias uno se pregunta si Scott quiso hacer al mismo tiempo una secuela y un largo, machacón spot orientado a abrir el apetito de quienes no tuvieron la oportunidad de ver el film del 2000, incitándolos a buscarlo en las plataformas de streaming, y a quienes sí lo degustaron en ese entonces, a reverlo en estas últimas. Es como si por ese doble objetivo el enfoque de la historia acabase atravesado por una suerte de arrebato esquizoide de identidad disociativa, que termina dañando irremisiblemente la contextura de Gladiador II. Para no mencionar el progresivo deslustre de los dardos irónicos contra los actuales ejemplares tóxicos, enfermos de idénticos desvaríos mesiánicos a los de sus lejanos antecesores romanos.

Asimismo, conspiran contra la consistencia del producto final las escenas que, a título de retrotraer al espectador al original, se limitan a copiar, literalmente si se permite la licencia, secuencias enteras de aquel. Y la banda sonora aportada por Harry Gregson-Williams peca de idéntico malentendido, contentándose con replicar de la manera más automática concebible la compuesta en el 2000 por Hans Zimmer y Lisa Gerrard.

En cuanto a la interpretación, Mescal, teóricamente a cargo del personaje principal, o sea Lucio, confronta el dilema de saber de antemano, pues de seguro habrá leído el guion entero, que a fin de cuentas no lo será. Y es muy posible que tal presunción lo hubiese empujado a desempeñar su papel con una distanciada pasividad, es decir, sin esforzarse casi nada en imprimir a su labor la fuerza requerida para activar una mínima empatía en el espectador.

En cambio, Denzel Washington, superada su confesa adicción a las drogas, logra ser el verdadero eje del asunto en la piel de Macrinus. Su faena se encuentra muy por encima de las opacas entregas de otros protagonistas centrales como Connie Nielsen y Pedro Pascal en los papeles de Lucilla y Acacius respectivamente. Endeblez una vez más endosable a las insuficiencias del guion. En el extremo opuesto, el dúo de emperadores, basado en personalidades reales, a cargo de Joseph Quinn y Fred Hechinger, sobreactúa hasta el hartazgo intentando parecer cómicos, pero terminando por resultar enervantes, al extremo de parecer caricaturas animadas un tanto exageradas, así ello se antojase imposible, de sus actuales réplicas de carne y hueso listadas, parcialmente, párrafos arriba. Enésimo desbarre atribuible al deshilvanado libreto.

Si las antes referidas fisuras del guion de Napoleón, sumadas a las inexactitudes históricas en las cuales el guionista David Scarpa se atrevió a incurrir, resultaban hasta cierto punto disimuladas por el pulso de Scott para armar un producto visualmente magnético, sostenido en un ritmo trepidante y alimentado de escenas en gran medida filmadas renunciando a la coartada de utilizar efectos especiales, en vez de aprovechar las posibilidades de la fotografía para imprimir un tono realista al relato, en Gladiador II, asunto en gran medida fantasía pura, con esporádicas pinceladas basadas en las investigaciones relativas al imperio romano, el brío, hasta cierto punto aún vigente, de Scott para la puesta en imagen no alcanza en absoluto para salvar las inconsistencias del libreto.

Mientras transcurren los extensos 148 minutos visionando un espectáculo que pareciera actualizar la sabida receta romana de «pan y circo» apelando a la pura pirotecnia visual, así sea esta deslumbrante, en algún momento hasta el espectador menos demandante, dependiendo del tamaño de su paciencia, sentirá ganas de incorporarse en la butaca y salir corriendo en busca de oxígeno.

Ficha técnica

Título Original: Gladiator II — Dirección: Ridley Scott — Guion: David Scarpa — Historia: Peter Craig, David Scarpa — Personajes creados por: David Franzoni — Fotografía: John Mathieson — Montaje: Sam Restivo, Claire Simpson — Diseño: Arthur Max — Arte: Claudio Campana, Anthony Caron-Delion, David Ingram — Música: Harry Gregson-Williams — Maquillaje: Amanda Agius, Kamanza Amihyia, Thiago Herrera Aquilini — Efectos: Lawrence Attard, Javier Aliaga, George Anati, Zuzana Milfort, Stephen Aplin, Richard Bentley — Producción: Aidan Elliott, Ridley Scott, Lucy Fisher, David Franzoni, Michael Pruss, Douglas Wick — Intérpretes: Connie Nielsen, Paul Mescal, Pedro Pascal, Denzel Washington, Joseph Quinn, Derek Jacobi, Fred Hechinger, Rory McCann, Matt Lucas, Peter Mensah, Yuval Gonen, Tim McInnerny, Lior Raz, Alec Utgoff — USA/2024

Le puede interesar: La Biblioteca Nacional se nutre de registros sonoros de pueblos indígenas de Bolivia

Comparte y opina:

Venom: el último baile

La última entrega de Venom lleva al límite las inconsistencias y el frenesí sin dirección que han caracterizado la saga.

/ 9 de noviembre de 2024 / 22:37

Si alguna proeza hará posible que los futuros ensayos sobre la historia del cine, en su apartado enfocado sobre el tiempo de una sociedad inducida a extraviarse en el laberinto del sinsentido, se tomen en serio a las franquicias (las de Marvel en especial, pero no solo), será la constatación de cuán erradas fueron, luego del estreno de cada capítulo, las predicciones de la crítica acerca de la imposibilidad de ver ahondado en los capítulos posteriores de aquellas el vacío absoluto de derrotero; augurios siempre quedados en fuera de juego por la evidencia de que los límites del bodrio resultaban impredecibles. Ahí estará, como prueba incontestable, la tercera chapuza de Venom, cuya directora y guionista, queriendo tal vez entibiar el tono de las recensiones, incluyó en el título lo del «último» baile, aun cuando después no disimula en lo más mínimo los preparativos de una próxima vuelta de tuerca, cuya puesta en marcha dependerá exclusivamente del informe del departamento financiero de la productora.

A la directora, vaya uno a saber, tal vez debe de haberle costado bastante esfuerzo, o no tanto, perpetrar un desvarío mayor al de sus antecesores: los realizadores Ruben Fleischer de «Venom» (2018) y Andy Serkis de «Venom: Carnage liberado» (2021), pero lo consiguió y con buena ventaja, anticipando que el venidero engendro podría una vez más dejar enfangados los comentarios que creían imposible empeorar en el esperpento resultante de la faena de Kelly Marcel, guionista, actriz y productora de televisión británica, la cual fue, por lo demás, quien en su momento cometió los guiones de aquellos dos capítulos anteriores.

Antecedentes

Al igual que como ocurría en aquellos, Tom Hardy, intérprete y coproductor de la misma procedencia que la directora, considerado por los comentaristas de su país de origen como el actor más querido por los espectadores, además de haber sido nominado y obtenido varios galardones, vuelve a meterse en la piel de Eddie Brock, periodista con una carrera en caída libre y anfitrión del simbionte, ese pérfido otro yo que supuestamente metaforiza el monstruo cobijado por todos los humanos debajo de las apariencias de su ser en sociedad y siempre presto a emerger cuando de interactuar con sus semejantes en situaciones conflictivas se trata.

A estas alturas, el lector se preguntará qué diablos significa la palabra «simbionte». Es un término hurtado de la medicina y la biología por las sagas fílmicas que trasladan a las pantallas los cómics dedicados a relatar las andanzas de heroicos paladines, cuya tarea estriba en salvar a la humanidad de las acechanzas de los villanos provenientes de otras latitudes. En rigor, la manoseada palabra nombra la fusión de dos organismos distintos, ligazón beneficiosa para ambos o, al menos, para uno de los dos, a través de la simbiosis. Prototipo, en la ficción, de tal mezcla es el Hombre Araña, en cuyas iniciales andanzas entre los personajes secundarios asomaba Eddie/Venom antes de asumir el rol central en la endeble trilogía donde asumió el protagonismo absoluto.

Historia

El centro del conflicto dramático es, en la oportunidad, el Área 51, recinto subterráneo secreto a 31 metros bajo tierra, montado en el desierto de Nevada por el poder norteamericano, pero ese dato que se prestaba a una posible crítica a las estrategias imperiales resulta, como casi todos los ingredientes, malversado en un relato sin médula alguna. Comparten dicho lugar los militares al mando del general Rex Strickland y los científicos encabezados por la Dra. Teddy Payne.

Allí, mientras los uniformados diseñan las estrategias apuntadas a exterminar a los simbiontes, para el caso bautizados como Xenófagos, y a cualquier alienígena, los investigadores indagan obsesivamente en hallar las claves que permitan hibridar a los humanos y los artefactos técnicos o, en su defecto, otras especies. De tal suerte, Payne vendría a encarnar las en boga desquiciadas fabulaciones seudofilosóficas del post/transhumanismo.

Y si bien los peligros aparejados a la eventualidad de una campaña de eliminación radical son obvios, los referidos Xenófagos están convencidos de que las manipulaciones científicas no resultan ser menos letales. Por ello, los comandados por Knull, el infaltable malo de película que se encuentra junto a los suyos preso en un lugar llamado el Vacío, apuntan por su lado a deshacerse de esa especie antagónica, la nuestra, arrasando el planeta por medio de los especímenes enviados en busca de cierta llave que les permitirá escapar de su encierro.

Venom, el simbionte

La llave buscada es un Codex que, al igual que casi todo en la película, nunca termina de saberse exactamente de qué se trata, el cual se encuentra justamente resguardado en el Área 51. Hacia ese sitio ha emprendido un viaje vacacional Martin, fanático de los ovnis, con toda su regordeta parentela, la última familia hippie de las muchas existentes en los años 70, que insinúa mantener aún vivo su entusiasmo con los sueños de aquella generación surgida de la rebeldía juvenil contra la guerra de Vietnam.

Entretanto, a Eddie, ya fácticamente acabado por el alcohol, se le antoja emprender un viaje en dirección a Nueva York. Cuando comparte su plan con Venom, este exclama: «¡Vamos! ¡Un viaje por carretera!». Así, el periodista venido a menos y su otro yo resuelven hacer autostop. Casualmente, son invitados a abordar la vieja camioneta Volkswagen de Martin, ya que Nueva York queda en su camino hacia Nevada. El periplo es sazonado, por decirlo de alguna manera, con las meditaciones existenciales de Eddie a propósito de la vida, la muerte y otras materias reducidas a nimiedades en las charlas con sus anfitriones y el simbionte. Este, vocero del lado perverso de su personalidad, no cesa de disparar pullas impregnadas de un sarcasmo muy desabrido, como todo en la bazofia de Marcel.

Si me he detenido a pormenorizar ese tramo de la historia es por tratarse de un ejemplo contundente de las inconsistencias de fondo de las anécdotas dispersas en el guion y el desarticulado relato sin pies ni cabeza de «Venom: el último baile».

Guión

Podría uno colegir que durante el proceso de redactar el guion, Marcel fue anotando las ideas que se le venían a la mente, sin haber pensado previamente en un hilo conductor alrededor del cual podría ir engarzando tales ocurrencias. Y lo peor de todo, así como simplemente sumó, en vez de articular, momentos y situaciones en el texto, tampoco le interesó organizar las piezas de su deforme rompecabezas al momento de ponerlas en imagen.

Por lo visto, Marcel comulga asimismo con la idea de que, al día de hoy, rehenes de TikTok y similares, los espectadores, jóvenes sobre todo, están masivamente contagiados del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), o sea, se encuentran ayunos de paciencia para seguir una historia que se prolongue por más de cinco minutos. En lugar de procurar una respuesta imaginativa (quizás Marcel lo intentó, pero no le dio el cuero), optó por la cómoda salida de adecuarse a los dislates digitales y no se le ocurrió mejor solución sino avanzar frenéticamente a saltos de una situación a otra, quebrando así, a cada momento, el hilo narrativo. O sea, renunciando a cualquier intento de armar una historia con mínimo sentido o espesor en los conflictos dejados como borradores inconclusos.

Venom y Eddie

Los diálogos entre Eddie y el simbionte, exentos del mínimo sentido, son penosos; las bromas acerca de los disparates del multiverso son escasamente graciosas; las secuencias de acción se reducen a un ofuscado ir y venir agravado por un montaje convulso, dando paso a un ritmo vacío de las pausas requeridas para ahondar en el significado de lo que acontece y reduciendo todo a la banalidad absoluta. Tampoco los efectos generados por computadora rehúyen la mediocridad aparejada a la sensación de lo ya visto infinidad de veces, y si bien la banda sonora intenta densificar la atmósfera lóbrega y belicosa de la película, nunca tiene un nivel recordable.

Sin excepción, los personajes secundarios lo son en el estricto alcance del término, es decir, parecen encajados con calzador en lo que finge ser la trama, aun cuando la guionista/directora Marcel al parecer no asimiló en qué se diferencia una verdadera trama de un descerebrado amontonamiento de ideas. En largos tramos de la película puede sospecharse que no hubo libreto alguno, o a lo sumo se contó con un boceto, y la filmación fue improvisando las cosas a lo largo del rodaje. Hasta el propio Hardy pareciera haberse contagiado de la urgencia de acabar cuanto antes con el asunto, entregando una opaca personificación de Eddie, carente de cualquier densidad emocional.

Crítica

Si usted consiguió permanecer despierto hasta el final a pesar de la relativamente poca duración del metraje, en comparación con las extensiones actuales de los productos fílmicos (109 minutos en total), o no acabó dormido durante los más de 10 minutos dedicados a los créditos, podrá terminar de sumirse en el desconcierto con un par de secuencias que darían la impresión de sugerir futuros nuevos episodios de la saga, no obstante ser tan embrolladas como todo lo visto hasta ese momento.

En suma, tal como lo dicho al comenzar, el tercer episodio de Venom consiguió la hazaña de ser el peor de los tres, no obstante la chatura de los precedentes, exhibiendo una inconsistencia inaudita, incluso dentro de esta corriente que exacerbó al límite la tendencia marketinera desde hace muchísimo tiempo atrás detectable en Hollywood, terminando por reducir la producción cinematográfica a un rubro pura y absolutamente comercial donde la prevalencia del cálculo financiero se impone sobre cualquier otra consideración, o sea, sobre el cine en tanto vehículo de expresión de algo.

Ello, desde luego, no supone la inexistencia de una visión de lo social. Y a pesar de su deforme relato, a «Venom: el último baile», milésima repetición de las mismas recetas exprimidas hasta el hartazgo por las adaptaciones de las andanzas de superhéroes de historieta, no le falta el insidioso subtexto que no conviene olvidar jamás al exponerse al castigo de verlas: el distinto, el inmigrante, el individuo proveniente de una cultura diferente, el otro, o la otra, vamos, son siempre la encarnación del mal, merecedores(as), por consiguiente, del más inhumano trato imaginable.

Le puede interesar: Los conciertos de Molotov en Bolivia serán en enero y ya no en diciembre

Comparte y opina:

El Aprendiz, la biopic sobre Donald Trump

El crítico de cine Pedro Susz analiza la película que cuenta la relación entre Donald Trump y su exabogado y exasesor Roy Cohn.

/ 2 de noviembre de 2024 / 22:28

El primer desembarco en la presidencia de los Estados Unidos el año 2017 de ese impresentable personaje llamado Donald Trump puso en serios aprietos a sociólogos y analistas políticos en el intento de desentrañar cómo había sido posible que semejante sujeto hubiese concitado el apoyo de la mayoría de sus compatriotas en las urnas. Y el que, recordando los demenciales cuatro años de aquella bizarra gestión, a pocos días de una nueva elección, el sujeto parezca tener serias posibilidades de reeditar el mamarracho, con sesgos aún más descabellados, engorda las interrogantes de fondo a propósito del rumbo que ha tomado el autodenominado «faro de la democracia universal».

Por otro lado, la llegada a las pantallas de «El aprendiz», coincidiendo con dichos comicios en puertas, puede a su vez llevar a suponer que al menos algunas de tales múltiples interrogantes podrán ser descifradas tomando conocimiento de los pasos iniciales del espécimen. Ello solo ocurre muy a medias, puesto que la película del director iraní nacionalizado danés Ali Abbasi centra su relato en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado, cuando el apodado familiarmente Donnie daba los primeros pasos para dejar de ser el simple cobrador de los alquileres mensuales de quienes ocupaban los inmuebles de propiedad de Fred, su padre.

Fue este un poderoso especulador inmobiliario, en varias oportunidades inculpado de elevar excesivamente el monto de sus rentas, usufructuando de paso algunos programas estatales destinados a facilitar el acceso de los sectores menos pudientes a viviendas dignas que, por añadidura, Fred se negaba invariablemente, atrincherado en un racismo brutal, a alquilar a personas de color o pertenecientes a cualquier minoría racial.

Los inicios de Donald Trump

Corría el año 1973. Por esa época, Trump resolvió aprovecharse de algunos de los contactos de su progenitor con el objetivo de edificar su propia fortuna y celebridad, los dos seudovalores preponderantes, casi excluyentes, en el descaminado modelo norteamericano. Se convirtió con tal propósito, después de trabar relación en un exclusivo local reservado a las élites, en discípulo del despiadado, omnipotente abogado Roy Cohn, al cual consideró el mentor que le venía como anillo al dedo con el fin de aprender las maniobras requeridas para triunfar en un sistema apuntalado en los fraudes recurrentes, así como en un por demás retorcido concepto de la democracia. Dicha relación, a la que alude el título de la película, fue por lo demás descrita por el propio Trump en un programa televisivo de cuño autobiográfico que condujo durante algún tiempo y que llevaba asimismo el denominativo de «El aprendiz».

Fácticamente, tal cual describe la película, la fascinación del alumno con las habilidades de su monitor alcanzó niveles máximos cuando este aceptó asumir la defensa del clan Trump en un proceso debido a la mencionada postura segregacionista de papá Fred contra posibles arrendatarios afroamericanos. Dicho juicio tuvo un final repentino cuando Cohn chantajeó al fiscal acusador, amenazándolo con hacer llegar a su esposa fotos de escenas sexuales de su marido con un joven. En ese momento, Danny comprendió que al sistema le valen nada las leyes, la ética o la verdad; tan solo importa vencer a como dé lugar.

Roy Cohn

El tal Cohn, habituado a operar entre bambalinas de la política y a valerse también de innumerables jugarretas legales, había alcanzado justamente la notoriedad en la década de los 50 como principal asesor del no menos turbio senador republicano Joseph McCarthy, durante la desenfrenada persecución conocida como «caza de brujas macarthista», virulenta campaña anticomunista que trizó la carrera de innumerables figuras del mundo del espectáculo, así como del periodismo, y terminó llevando a la silla eléctrica en 1953, al cabo de un proceso signado por flagrantes violaciones a los derechos establecidos en la constitución estadounidense, a Julius y Ethel Rosenberg, matrimonio acusado de haber espiado para el enemigo soviético en plena Guerra Fría. De allí en adelante, Cohn fue asimismo asesor de temibles personajes de la mafia neoyorquina, de los funestos ultraconservadores Richard Nixon y Ronald Reagan y, la cereza en el pastel, del propio Trump.

Trump ingresa en la política

Tres eran las fórmulas consideradas por Cohn infalibles para abrirse paso en la jungla política de su país y, como la película de Abbasi subraya, Trump asimiló y aplicó celosamente a lo largo de su propia trepada a la cúspide financiera y política, así ello supusiera distanciarse de su padre, maltratar, hasta liquidar, a Freddy, su hermano mayor, quien había optado por la profesión de piloto, considerada por Donald una tarea menospreciable, o abusar sin límites de su esposa Ivana, a la cual violó en alguno de sus primeros encuentros.

La receta en cuestión mandaba: 1) Ataca sin cejar a tu antagonista; 2) Jamás admitas un error o un eventual delito, siempre niega toda responsabilidad; 3) En ninguna circunstancia te sientas derrotado; sacándole partido al mito de la meritocracia, muéstrate siempre como un triunfador por merecimiento propio.

Aplicando al pie de la letra la receta de Cohn, que este por cierto había parido con solo observar de manera atenta el modus operandi de sus clientes, el risible, casi treintañero playboy de entonces fue abriéndose paso a codazos en aquel contexto.

Historia

La primera de las dos horas y pico de «El aprendiz» detalla, sin ocultar su intención irónica, aun cuando a momentos esta se me antojó un tanto deslavada, la no exenta de escabrosidades relación maestro-alumno sustentada en un curioso maltrato de ida y vuelta entre ambos. Y ese tramo del relato funciona, en gran medida, gracias a la prodigiosa personificación de Cohn por Jeremy Strong, al cual le basta la torva mirada para provocar miedo y repulsión.

Entretanto, Sebastian Stan, como Trump, ejecuta una faena que, sin carecer de fuerza, acaba siendo opacada por la de aquel, dejando en duda si el guion y la puesta en imagen buscaban tan solo indagar en los orígenes de la villanía del futuro líder de la ultraderecha norteamericana y, en cierta medida, de la del mundo entero, o concederle el sitial de guía imperdible a su preceptor. En todo caso, Stan deja sentado que para asumir el rol de una notabilidad no basta con copiar su apariencia física apelando a costosas prótesis o fatigantes sesiones de maquillaje y peinado. Alcanza con representar de manera creíble su manera de moverse, de arrugar los labios o de agitar las manos para enfatizar sus dichos.

El voltaje del relato disminuye notoriamente en la segunda mitad de «El aprendiz», no sin antes dedicar algunos minutos a poner en el banquillo el desdén de Trump hacia los artistas e intelectuales, a quienes tiene por parásitos destinados a ser eliminados en una sociedad «seria», vale decir, donde todos compitan por la supervivencia en el mercado, o como sentencia Donnie en la escena inicial del filme: «Hay que tener un don innato para triunfar, algo que se tiene de nacimiento y que no se puede conseguir de otra forma».

Desarrollo

A tal efecto, aborda un pasajero encuentro, acaecido en la realidad, con Andy Warhol, figura clave del movimiento contracultural de los años 70. La conversación es mostrada como un diálogo de sordos a causa de la postura displicente, impregnada de soberbia y orillando el asco, de Trump, no obstante resultar palpable que este ignora la identidad de su interlocutor.

La señalada pérdida de voltaje durante la segunda hora del relato, dirigido siempre con poca inspiración narrativa por Abbasi —si bien durante el primer segmento copia con cierta puntería algunos recursos formales frecuentados por la corriente del tildado como «Nuevo Hollywood» (imágenes de textura fuertemente granulada, veloces acercamientos y alejamientos del lente de la cámara, transiciones por corte directo)—, es en gran medida atribuible al guion de Gabriel Sherman. Se trata de un periodista e investigador con varios muy desparejos antecedentes en la materia, al cual el realizador Abbasi, en los eslabones precedentes de su asimismo breve y dispar filmografía, con logros como «Araña sagrada» (2022) y desbarres del tipo «Shelley» (2016), siempre responsable de la doble función de guionista/realizador, decidió involucrar en este proyecto, confiando en la presunta exhaustividad de sus ensayos sobre Trump, aun cuando tales trabajos pecasen inocultablemente de una, se me antoja deliberadamente confusa, estimación de las tropelías perpetradas por el susodicho.

Trump, el aprendiz

En esa segunda mitad, Sherman pareciera extraviado en el montón de curiosas anécdotas, por demás conocidas, de la carrera del personaje, sin intentar siquiera bocetar alguna profundización capaz de dar respuesta a la pregunta de fondo que anoté al principio: ¿cómo alguien de semejante talante alcanzó el liderazgo de una nación autoproclamada como el faro de la civilización occidental?

El tamaño del poder efectivo, así no ejerza en el presente la presidencia, del Trump controvertido, a momentos caricaturizado en «El principiante», pudo tenerse clara evidencia por el hecho de que el estreno simultáneo de la película en buena parte del mundo hubiese excluido a los Estados Unidos en plena contienda preelectoral, al no haber encontrado empresa interesada en la distribución, y, de igual modo, por el texto introductorio donde se puntualiza que algunos de los sucesos mostrados pertenecen al campo de la ficción, aun cuando se anota también que lo que se verá en pantalla se apoya en pesquisas serias y acontecimientos efectivamente acaecidos.

Crítica

Tal abrir el paraguas antes de la lluvia, anticipando posibles acciones legales, o de otra índole, contra el realizador, los países implicados en la producción, o alguna empresa osada a exhibirla en el hipotético edén de «las oportunidades para todos», deja a consideración del espectador juzgar si fueron tomados de la realidad momentos tan disparatados, o si se prefiere, solo en apariencia inverosímiles, como la escena donde Trump se somete a una liposucción, alternando con breves secuencias de la agonía de Cohn, ya alejado sin miramientos del entorno cercano de su desalmado discípulo, antes de morir, en 1986, por VIH/sida.

Así, dije en el arranque, ayuda muy poco a dilucidar las dudas de los analistas el que Abbasi, aparentemente convencido de estar frente a un villano de fuste, un ególatra sin medida, hubiese resignado en definitiva su posible impulso interpelador al sistema capaz de consagrar semejante espécimen, tentando morigerar la chatura narrativa de fondo con el evidente esmero invertido en la ambientación, la puesta en imagen, la dirección de actores y el conjunto de los recursos técnicos. Tal insuficiencia puede entonces ser en igual medida achacada a las vacilaciones y limitaciones personales del director, como a los miedos de los financiadores a encarar las siempre desmedidas reacciones del aplicado aprendiz, cuya trayectoria es en buenas cuentas ambiguamente contextualizada.

Comparte y opina:

Últimas Noticias