Joker: nihilismo superficial
Un brillante Joaquín Phoenix da vida al villano desquiciado de DC Comics, bajo la batuta del director Todd Phillips.
Joker es una película perturbadora. Se ve con incomodidad hasta el momento en el que, recordando el género al que pertenece, se decanta por los tiros y el caos.
Esta su naturaleza estresante no ha impedido, sin embargo, que sea un exitazo de taquilla. La gente concurre a las salas impulsada por el morbo y, también, por esa capacidad que tiene el consumo de ciertas obras de la cultura popular —que se presentan como elevadas o serias— de hacernos sentir más inteligentes sin tener que pagar un precio muy elevado a cambio de ello.
Joker perturba por su extremada crueldad. La faena es, por supuesto, responsabilidad del guionista y director Todd Phillips, pero se atribuye a la sociedad contemporánea carente de valores. Me explico: el guion somete a Arthur Fleck (Joaquín Phoenix), un pobre hombre aquejado de diversas enfermedades mentales, a una seguidilla de desgracias que difícilmente pueden presentarse así, sin matices y encadenadas, en la realidad. Porque, convengamos en ello, incluso el más desgraciado de los hombres suele disfrutar de alguna mañana soleada. Y hasta el más débil de los hombres se libra alguna vez del bullying de todos los que lo rodean…
En uno de los momentos críticos del filme, Fleck dice: “No he sido feliz ni un solo minuto en mi vida entera”. Tal cosa es tan difícil como el que alguien logre ser perfectamente feliz durante toda su existencia. Solo es un artificio producido por un guion efectista.
Pero no culpemos únicamente al guion. La puesta en escena también resulta minuciosamente cruel. No da tregua al espectador, no usa elipsis ni cortes de descanso para aligerar la tensión de las secuencias; todas y cada una de las vicisitudes y adversidades de Fleck se cuentan detallada y pausadamente, y hasta sus últimas consecuencias, esto es, hasta que el protagonista sea —y se vea— completamente humillado. De ahí la perturbación y el desagrado de los que presenciamos semejante obra de demolición.
Esta película también podría llamarse “Caída y redención —equivocada— de un miserable”. Tal título la hubiera mostrado como lo que es, un melodrama. Su mecanismo, en efecto, es el del melodrama, aunque sin lo que lo humaniza y endulza: la compasión y la solidaridad.
Phillips quiere que nos asomemos al abismo en el que se despeña Fleck, pero no quiere que lo hagamos de una manera metafórica, sino muy concreta y dolorosa: una vez ubicados dentro de su mundo, sintiéndonos a la defensiva, debemos sentir que Gótica es un lugar sin Dios ni ley, que todas las personas son malvadas (una mujer impide a gritos que Fleck haga unas monerías a su hijo en el bus, solo porque sí; incluso el papá de Batman es arrogante e impiadoso, etc.) y, finalmente, debemos identificarnos con Fleck al punto de comprender (¿justificar?) su reacción histérica y criminal frente a su sufrido pasado.
Estos objetivos han llevado a alguna gente a opinar que la película es de una peligrosa ambigüedad moral y que podría alentar a la violencia. Yo creo que solo podría tener este efecto en los idiotas rematados, los que por otra parte no necesitan del visionado de un título de moda para dedicarse al vandalismo. La gente inteligente sabe perfectamente que este reino del horror no es más que una versión trastocada del país de las hadas, igualmente fantástica que la otra.
La vida es jodida, ni duda cabe, pero lo es de una manera infinitamente más compleja que la presentada aquí. El nihilismo que propone esta película tiene la superficialidad de las viñetas, de la adolescencia y sus oposiciones simplonas entre cabrones y tipos cool. Es un nihilismo en dos dimensiones. Muestra la injusticia social como obra de la “alta suciedad” sobre la que cantaba un grupo musical que era, justamente, adolescente. No se entera de la existencia de relaciones sociales estructurales. Simétricamente, muestra la protesta social como un hecho orgiástico, como la entrega festiva de los pobres y los marginales al caos, sin albergar ningún sentido constructivo. Se trataría, entonces, de una obra de anarquistas que a la vez son (¿este será el mensaje buscado o solo el conseguido?) asesinos reales o en potencia.
Este mundo, “dibujado” para que contraste con un héroe como portador de todos los valores positivos, no deja de ser maniqueo solo porque, en esta ocasión, el héroe no aparezca. Tal es el error de muchas lecturas al uso de Joker. Que no aparezca Batman no garantiza profundidad. Su ausencia, en cambio, impregna la película de una sordidez que, siendo envolvente, resulta finalmente gratuita.
La personalización de “lo social” suele ser una trivialización, excepto cuando se trata de gran arte. Ahora bien, si hay gran arte en este filme, si existe la “obra maestra” de la que algunos hablan, esta está solo y exclusivamente en la impresionante, en la espectacular, en la maravillosa, en la soberbia actuación de Joaquín Phoenix.
Permitir que Phoenix la actúe podría ser, entonces, la suprema justificación de la existencia de Joker.