Un archivo silente
Cinemateca Boliviana alista el ‘Catálogo de Cine Boliviano’, registro urgente de la memoria fílmica nacional

Uno de los grandes peligros para las sociedades contemporáneas es perder su memoria. El cine puede ser una de esas grandes víctimas de la desaparición. Y así como en la naturaleza existe el riesgo de la extinción de las especies, en el cine pueden desaparecer ciertas películas que forman parte de la cultura de los pueblos.
Las nuevas tecnologías han ayudado para la exhibición de las películas en formatos digitales, multiplicando sus copias y consiguiendo alcanzar nuevas pantallas para su difusión. Sin embargo, por esta misma situación (la digitalización) muchas de ellas ya no pueden ser reproducidas. Se trata de la enajenación de la memoria. Una vez más el pasado de los pueblos se ve amenazado ante la imposición de ciertos contenidos que responden a realidades e inquietudes que no necesariamente coinciden con la propia historia local de países que tienen diversidades culturales y expresiones propias.
Estas películas, las que llegan del pasado en versiones digitalizadas y/o restauradas, provienen de algún lugar. Definitivamente los archivos son imprescindibles, en tanto ahí se preserva aquello que puede devolver la imagen en el espejo a una sociedad que está siempre en busca de encontrarse a sí misma. El Archivo Marcos Kavlin de Fundación Cinemateca Boliviana cumple uno de los roles más importantes dentro de la cinematografía nacional, en tanto que allí se conserva —aproximadamente— el 80% de la producción total del celuloide en Bolivia.
Particularmente interesante resulta el fondo de cine silente, aquí se encuentran películas como: Hacia la gloria (Mario Camacho, Raúl Durán Crespo y Juan Jiménez) de 1932, o Wara Wara (José María Velasco Maidana) de 1930, junto con cortometrajes de “actualidades” o registros de lo que fueron ciertos actos durante el Centenario de la Independencia en 1925. La cinta más antigua corresponde a 1906 bajo el título Salida de la misa de la Iglesia la Merced que se le reconoce la autoría al Biógrafo Valenti, una empresa que también se encargó de exhibir y realizar películas en países como Ecuador o Perú durante los primeros años del siglo XX.
Entre la película del Biógrafo Valenti y La guerra del Chaco 1932-1935, de Luis Bazoberry (que se reconoce como la primera película sonora de Bolivia), median 46 títulos identificados entre cortos, medios y largometrajes. Posterior al documental de Bazoberry, fechado su estreno en 1936, le siguen otras tantas piezas del cine silente del final de los años 1930 y casi toda la década siguiente, con algunas excepciones como la del cortometraje El petróleo de Camiri producido por la Comisión Mixta Ferroviaria Boliviano Brasilera de 1948, el cual ya es una producción sonora, aunque el trabajo de sonorización aún no era realizado en el país.
En estas casi 80 películas del cine silente se encuentra la memoria de Bolivia. Así de grandilocuente, así de contundente, es posible hacer esta afirmación en función de que se registran tanto los grandes hechos (la propia Guerra del Chaco o las posesiones presidenciales, entre otros) así también cuestiones más cotidianas como filmaciones familiares caseras, las cuales son hechas en diferentes lugares del país. Las imágenes que se conservan en estas películas, las que recorren más de 40 años en la vida boliviana permiten identificar una sociedad que pensó el país en dos momentos clave y fundamentales: el Centenario y la Guerra.
Es a partir de estos dos momentos que se puede estudiar el cine silente boliviano. Por ser hitos históricos que revolucionan la forma de pensar la sociedad y que quedan reflejados en películas que realizaron diferentes autores. En medio de estos hechos concretos existen obras que si bien son menores no dejan de ser significativas y de un alto valor historiográfico en múltiples niveles, desde publicidades hasta registros de fútbol, todo esto matizado por un aire militarista que permite también hacer una relación entre “el poder” y los aparatos de registros. La demostración del poder está ligada a hacer visible esto, por eso las maniobras militares ocupan un lugar de privilegio en nuestro cine silente.
Más allá de lo que se preserva, de aquello que se resguarda, está la urgencia de poner en valor el material que aquí se encuentra. Un primer paso es la publicación de un catálogo que al menos brinde referencias concretas sobre lo que se tiene, y de este modo se generen nuevas motivaciones para alcanzar grandes logros como lo han sido la restauración y reconstrucción de Wara Wara (con la cual la Cinemateca resignifica su lugar en la sociedad boliviana al demostrar que su labor va más allá de la sola exhibición de películas) y la más reciente restauración y digitalización de El bolillo fatal o el emblema de la muerte (Luis Castillo, 1927).
Se trata de poner en valor el Archivo, de hacerlo un ente vivo, el que pueda generar nuevas reflexiones y que pueda ser visto. La batalla por mantener nuestra memoria encuentra una trinchera silente en la Cinemateca. Silente porque el cine —como ya se ha dicho muchas veces, no fue mudo— siempre fue acompañado por música o relatos. Es importante que nuestra memoria encuentre en este Archivo las voces y su música para seguir vivo, para ser germen y fruto de la sociedad.