‘Lo distante’: el horizonte de Sísifo
La escritora reflexiona sobre el más reciente poemario de Juan Carlos Orihuela.

Lo distante —el nuevo poemario de Juan Carlos Orihuela publicado recientemente por Plural Editores — canta sobre el tiempo de la mirada al horizonte, donde se reconoce que las distancias se transitan con regresos. Ya en su último poemario, Padre Nuestro, la voz poética de Orihuela cantaba un rezo para entender la lejanía de lo sagrado, representado en la montaña madre-padre, que permanece vigía mientras se la transita. Ahora, al parecer, se comprende que al transitar vislumbramos a la distancia el vientre y la tumba, siempre a la espera: “Lo que trajimos ya estaba en lo distante /hurgado /urgido. /Lo que devolveremos descansará en nuestros residuos /en sitios vaciados por una memoria /de territorios fugaces y saetas”. Entonces, asistimos al reconocimiento de lo que falta recorrer, donde la contemplación del horizonte nos promete un ascenso o un descenso, un inicio o un final, un amanecer o un ocaso, no importa, pues cuando se camina por una ruta se desanda otra y así hasta el infinito… Lo distante crea y recrea el horizonte: “Lo distante nos toca las manos /y regresa inexorable /como un animal fecundado /a completar su círculo /en la danza ritual /de un viaje que va y viene /exento de olvido.// No es el final /es la plenitud de lo exhausto /intentando una vez más /el retorno a las orillas /en los ébanos del crepúsculo”.
Ese eterno trajinar de la voz poética de Orihuela, acaso sea porque canta su no llegada o por murmurar siempre su regreso inexorable, evoca la imagen de Sísifo, al que los Jueces de los Muertos le ordenaron que subiera una piedra gigantesca a la cima de una colina y la dejara caer por la ladera. Pero nunca ha logrado hacer eso. Tan pronto está a punto de llegar a la cima el peso de la insolente piedra lo hace retroceder y cae al fondo mismo una y otra vez. Él cansadamente baja, la vuelve a recoger y reanuda su tarea, aunque el sudor le baña el cuerpo y una nube de polvo se alza sobre su faena. ¿Cuál es “la piedra” que traslada la voz poética de Juan Carlos? ¿Cuál el motivo que exige su desandar?
Su piedra es la palabra; la palabra siempre ha sido motivo de impulso y cansancio para el trajinar del poeta. Desandar para hallar la palabra que diga cabalmente, que contenga o aguante, el sentido de lo se quiere trazar ha sido una acción constante en la historia de la imagen poética. Pero la voz poética de Orihuela sabe además que en ese vaivén se teje el poema mismo: “En la indigencia de las palabras /en el despojo /en la fugacidad de la daga /se ensarta el hilo y se enhebra /descendiendo como un fragmento de inicio /al borde de los despeñaderos”. Más aún sabe que si el poema inicia, su nacimiento también, por eso la imagen que soporta el trajín no tiene cuerpo: “Perro y hueso a la vez /liquen sin dueño /frío desterrado /entre los deseos de siempre. //Es el vacío de los cuerpos /lo no dicho”.
Lo no dicho entonces, lo que aún no encuentra palabra, provoca un continuo andar y desandar que suscita la contemplación de la tierra que se habita, que se transita. Ella, se presenta discreta, guarda los inicios tal vez para provocar el movimiento y hacer que el tiempo se active: “Como una brisa /la tierra apresurada guarda sus inicios /en la crisálida de los días tenues /en la solapa que ladra el musgo /buscando el asilo de los pájaros /del tiempo largo”. La tierra sabe que sus habitantes, al igual que el poeta, deben transitar, ir y venir, buscando el límite que los acoja o los contenga hasta el desgaste. Entonces las imágenes del tránsito se multiplican y, de pronto, todos son Sísifo: el invierno. “En medio de las ciudades y los templos /pasea su organismo imperturbable /Lento se bifurca”; “El agua se desliza inolvidable. /Por sus cuencas derivan el deseo y la memoria”; el aire “Se escurre entre los instantes /para volver a ser arena /creciendo con la madera y el asbesto /hasta olvidar su silencio /y ensartarse en el coral de los días.”; los animales atraviesan el tiempo y una gota constante hace posible su misterio. Y entre el ir y venir indudablemente hay encuentros, algunos son pasajeros “anónimos y desconocidos /como abrojos de un árbol que se ignora” y a otros se les pide revelaciones: “me acerqué a tus fronteras /para que me mostraras el nudo de las lámparas /pero tú solo quisiste revelarme /la antigüedad de tus cabellos”.
Y pronto llega el desgaste, el ocaso del movimiento donde “Un fragmento ajeno se detiene /se mira para invocarse en el granito /y recurre a su lugar de sombra /hasta ser acogido por un recuerdo de piel”. Entonces la memoria de lo transitado se hace nítida, y aunque el movimiento exterior ha cesado, hay júbilo en las reminiscencias pero también anticipaciones de la muerte. “Creía en la misericordia /en la modestia de los arbustos /en las formas imponderables de la harina y el uslero /en los ocasos en que empezaba a hornear /hasta que volviera el día”.
Ahí se comienza a cantar una despedida, una retirada… La voz poética, cual Sísifo longevo, se sabe desamparada ante el tiempo: “Tiene un mes /dicen unos. /Tiene un año /dicen otros. /Tiene un día /se dice por ahí. /Tiene que ya no está”. Pero su horizonte sigue enfrentándolo con lo distante que, aun viéndolo desgastado, lo incita al movimiento: “Vuelve /tal vez ahora ya no necesites /los orificios del oxígeno que no alcanzó /y se a /en el final de la tarde”. Así, la voz poética emprende su último recorrido y se transita a sí mismo: “Me muevo al costado /abro mis espaldas /y empiezo a visitarme”. Surge entonces la última y más íntima evocación, la de un tú, con la que llega la quietud y se ofrece la muerte como un último amanecer: “me estoy acabando en la voz /y quiero entender /como tú /que ya son demasiados intentos de luz para nada”.