Saturday 15 Mar 2025 | Actualizado a 20:28 PM

José Watanabe: El regreso agónico

La luz del regreso Con esta lectura de ‘Regreso al Perú en barco’, de José Watanabe, se cierra el ciclo de artículos sobre poemas hispanoamericanos que tocan el tema del retorno. El poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre, residente en Nueva York, ha permitido generosamente que muchas voces resuenen en estas páginas. Su eco será largo. Gracias.

/ 5 de octubre de 2014 / 04:00

Extraño camino el del regreso: el pasado se pone delante del presente y deviene el futuro. Así en el poema de José Watanabe Regresando al Perú en barco (1), perteneciente a Cosas del cuerpo (1999). Las líneas iniciales son una invocación del poeta a las “inmensidades del mar y del cielo” para que le protejan y preserven en su travesía; plegaria elevada desde un sentimiento de soledad que le infunde el mar que lo circunda y, sobre todo, por la sensación —el vértigo— de inmovilidad que le produce. Entonces, surge la memoria como una brújula: “la única referencia para saber que avanzo es mi pasado”, escribe. Sin embargo, tras dos puntos suspensivos, añade: “como un tigre que me dio una tregua”. A continuación, sorpresivamente, el curso del poema nos remite al recuerdo de una cáscara de naranja advertida en el primer tramo del mismo viaje, en las aguas del mar Mediterráneo. Esa cáscara flotante, aparentemente banal, es un “documento humano”, no un lujo ni capricho verbal de la poesía, señala el poeta. En el curso del retorno cada vez más tormentoso, se dirige nuevamente a las inmensidades, revelando al mismo tiempo la causa de su angustia:

Mírenme

trayendo en mis brazos mi propio cuerpo

para entregarlo a sus dueñas, mi madre

y mi esposa

que me esperan

sabiendo

que nada puede cambiar: ir y volver, un giro

dentro de la misma fuente de salmuera.

Confesión desgarradora: el viaje de ida ha sido en busca de curación o de alivio a la enfermedad, y ninguna de las dos cosas se ha producido. La esperanza que alimentaba el viaje se trueca en un “ir y volver dentro de la misma “fuente de salmuera”. El poeta avizora o imagina las “playas amarillas” de su patria, pero no toca puerto ni se reencuentra con la madre ni con la esposa, a quienes dramáticamente hace ofrenda de su propio cuerpo. Lo que más estremece en tal ofrenda hecha desde la cubierta del barco, es la crudeza o vehemencia de la misma: “coma mi carne cualquiera de ellas”; vehemencia que sin duda proviene del alto grado de desesperación que sume al poeta. Y ahí, en el centro de la misma, la imagen de la cáscara vacía que flota en el mar vuelve en un terrible paralelo con su cuerpo enfermo. Así, el cuerpo es la cruz en que se consuma el calvario del retorno (y de la vida) tal como Watanabe expresa de manera inequívoca en un poema sin título póstumamente publicado: “La cruz está en el cuerpo / cuando abres los brazos. / Fue hecha / siguiendo la forma del hombre / para crucificarlo” (2)

Aquí cabe la afinidad con la obra de Edmundo Camargo, patente tanto en la experiencia visceral y dolorosa del cuerpo como, hasta cierto punto, en la visión de un erotismo regido por fuerzas naturales. En este sentido, La mantis religiosa, de Watanabe, se correspondería con Yaceremos aquí o El ángel del amor”, de Camargo, dicho sea sin olvidar las diferencias. En ambos poetas, con trasfondo vallejeano, recurren imágenes cristianas, en Watanabe de manera continua en su libro Habitó entre nosotros (2002), en mi opinión, uno de los más admirables de poesía religiosa, concretamente católica, de la lengua española. Como a propósito, Darío Jaramillo Agudelo escribe en su fino prólogo a la obra poética: “Casi por necesidad Watanabe está condenado a glosar el Evangelio y derivar en la parábola”; añado: de ahí el tono a veces admonitorio de su palabra. Los dos, él y Camargo, marcados por los signos irreversibles de la enfermedad, regresaron a sus países de origen, en los cuales, a pocos años de distancia, los aguardaba su muerte. Un deslinde entre ellos: la escritura narrativa y descriptiva de Watanabe, a más del humor y, a veces, cierto aire festivo, se revela distinta a la esencialmente lírica, relampagueante y siempre trágica de Camargo. Pero concluyamos con el tema elegido en la obra del peruano.

En La plaza, poema de Piedra alada (2005), testimonia otro retorno, esta vez al pueblo natal. El poema va de un amoroso reclamo del poeta a su pueblo por no haberlo retenido entre los suyos a una declaración casi victoriosa por haberse liberado con su partida de un ambiente ignaro. Entre ambos sentimientos antagónicos, vuelve un recuerdo de su infancia: el de un cabrito que “se descomponía entre moscas. Lo encontraron mortinato en el pesebre y con seis patas agarrotadas” —imagen sobrecogedora, como el Agnus Dei, de Francisco de Zurbarán. El cabrito (¿imagen del poeta repudiado por la colectividad?) es visto por los paisanos como una falta o un error de Dios, a quien reclaman: “no debes alterar las cosas”. Este recuerdo reaviva la distancia entre el poeta y su entorno, acentuando el desarraigo en su propia tierra y el repudio a ella: “Oh tierra natal, perdóname, yo soy aún el necio / que aplaude a Dios de las equivocaciones, y te huye.” De este modo, el regreso refuerza el alejamiento de la tierra natal, a la cual, no obstante y felizmente, el poeta seguirá evocando y plasmando en su singularísima obra.

NOTAS

1. Para las citas de los versos y poemas de Watanabe utilizo la edición de su Poesía completa. Prólogo de Rubén Jaramillo Agudelo, Valencia: Pretextos, 2009.
2. Poesía completa, Ob. cit. p. 450.

Regresando al Perú en barco

José Watanabe (1946-2007)

Supremas
inmensidades del mar y del cielo, mírenme,
yo soy el que va a su patria,
el que lame la sal que se cristaliza
en las barandas del barco, el que
apoya su peso
en una pierna y otra
para compensar el bamboleo de la nave y así mantener
la línea del horizonte y la línea del corazón.

Hace días que estoy hipnótico en el centro
del Atlántico. La única referencia
para saber que avanzo
es mi propio pasado: está ahora delante
como un tigre que me dio una tregua.

He dejado atrás varios días eternos
y una cáscara de naranja
flotando
en el Mediterráneo. La cáscara parece
gracia o ingenio
de la poesía, y en verdad es
algo aterrador cuando cae sobre esos mis días
y las aguas:
es un documento humano, lo mismo
que mi brazo o mi zapato.

Y otra vez voceo:
yo soy el que voy, y salto                                                
para que las inmensidades
me vean.
Mírenme
trayendo en mis brazos mi propio cuerpo
para entregarlo a sus dueñas, mi madre
y mi esposa
que me esperan
sabiendo
que nada puede cambiar: ir y volver, un giro
dentro de la misma fuente de salmuera.

Allá en las costas amarillas
de mi país
coma mi carne cualquiera de ellas.

                    (Cosas del cuerpo, 1999)

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La luz del regreso Con esta lectura de ‘Regreso al Perú en barco’, de José Watanabe, se cierra el ciclo de artículos sobre poemas hispanoamericanos que tocan el tema del retorno. El poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre, residente en Nueva York, ha permitido generosamente que muchas voces resuenen en estas páginas. Su eco será largo. Gracias.

/ 5 de octubre de 2014 / 04:00

Extraño camino el del regreso: el pasado se pone delante del presente y deviene el futuro. Así en el poema de José Watanabe Regresando al Perú en barco (1), perteneciente a Cosas del cuerpo (1999). Las líneas iniciales son una invocación del poeta a las “inmensidades del mar y del cielo” para que le protejan y preserven en su travesía; plegaria elevada desde un sentimiento de soledad que le infunde el mar que lo circunda y, sobre todo, por la sensación —el vértigo— de inmovilidad que le produce. Entonces, surge la memoria como una brújula: “la única referencia para saber que avanzo es mi pasado”, escribe. Sin embargo, tras dos puntos suspensivos, añade: “como un tigre que me dio una tregua”. A continuación, sorpresivamente, el curso del poema nos remite al recuerdo de una cáscara de naranja advertida en el primer tramo del mismo viaje, en las aguas del mar Mediterráneo. Esa cáscara flotante, aparentemente banal, es un “documento humano”, no un lujo ni capricho verbal de la poesía, señala el poeta. En el curso del retorno cada vez más tormentoso, se dirige nuevamente a las inmensidades, revelando al mismo tiempo la causa de su angustia:

Mírenme

trayendo en mis brazos mi propio cuerpo

para entregarlo a sus dueñas, mi madre

y mi esposa

que me esperan

sabiendo

que nada puede cambiar: ir y volver, un giro

dentro de la misma fuente de salmuera.

Confesión desgarradora: el viaje de ida ha sido en busca de curación o de alivio a la enfermedad, y ninguna de las dos cosas se ha producido. La esperanza que alimentaba el viaje se trueca en un “ir y volver dentro de la misma “fuente de salmuera”. El poeta avizora o imagina las “playas amarillas” de su patria, pero no toca puerto ni se reencuentra con la madre ni con la esposa, a quienes dramáticamente hace ofrenda de su propio cuerpo. Lo que más estremece en tal ofrenda hecha desde la cubierta del barco, es la crudeza o vehemencia de la misma: “coma mi carne cualquiera de ellas”; vehemencia que sin duda proviene del alto grado de desesperación que sume al poeta. Y ahí, en el centro de la misma, la imagen de la cáscara vacía que flota en el mar vuelve en un terrible paralelo con su cuerpo enfermo. Así, el cuerpo es la cruz en que se consuma el calvario del retorno (y de la vida) tal como Watanabe expresa de manera inequívoca en un poema sin título póstumamente publicado: “La cruz está en el cuerpo / cuando abres los brazos. / Fue hecha / siguiendo la forma del hombre / para crucificarlo” (2)

Aquí cabe la afinidad con la obra de Edmundo Camargo, patente tanto en la experiencia visceral y dolorosa del cuerpo como, hasta cierto punto, en la visión de un erotismo regido por fuerzas naturales. En este sentido, La mantis religiosa, de Watanabe, se correspondería con Yaceremos aquí o El ángel del amor”, de Camargo, dicho sea sin olvidar las diferencias. En ambos poetas, con trasfondo vallejeano, recurren imágenes cristianas, en Watanabe de manera continua en su libro Habitó entre nosotros (2002), en mi opinión, uno de los más admirables de poesía religiosa, concretamente católica, de la lengua española. Como a propósito, Darío Jaramillo Agudelo escribe en su fino prólogo a la obra poética: “Casi por necesidad Watanabe está condenado a glosar el Evangelio y derivar en la parábola”; añado: de ahí el tono a veces admonitorio de su palabra. Los dos, él y Camargo, marcados por los signos irreversibles de la enfermedad, regresaron a sus países de origen, en los cuales, a pocos años de distancia, los aguardaba su muerte. Un deslinde entre ellos: la escritura narrativa y descriptiva de Watanabe, a más del humor y, a veces, cierto aire festivo, se revela distinta a la esencialmente lírica, relampagueante y siempre trágica de Camargo. Pero concluyamos con el tema elegido en la obra del peruano.

En La plaza, poema de Piedra alada (2005), testimonia otro retorno, esta vez al pueblo natal. El poema va de un amoroso reclamo del poeta a su pueblo por no haberlo retenido entre los suyos a una declaración casi victoriosa por haberse liberado con su partida de un ambiente ignaro. Entre ambos sentimientos antagónicos, vuelve un recuerdo de su infancia: el de un cabrito que “se descomponía entre moscas. Lo encontraron mortinato en el pesebre y con seis patas agarrotadas” —imagen sobrecogedora, como el Agnus Dei, de Francisco de Zurbarán. El cabrito (¿imagen del poeta repudiado por la colectividad?) es visto por los paisanos como una falta o un error de Dios, a quien reclaman: “no debes alterar las cosas”. Este recuerdo reaviva la distancia entre el poeta y su entorno, acentuando el desarraigo en su propia tierra y el repudio a ella: “Oh tierra natal, perdóname, yo soy aún el necio / que aplaude a Dios de las equivocaciones, y te huye.” De este modo, el regreso refuerza el alejamiento de la tierra natal, a la cual, no obstante y felizmente, el poeta seguirá evocando y plasmando en su singularísima obra.

NOTAS

1. Para las citas de los versos y poemas de Watanabe utilizo la edición de su Poesía completa. Prólogo de Rubén Jaramillo Agudelo, Valencia: Pretextos, 2009.
2. Poesía completa, Ob. cit. p. 450.

Regresando al Perú en barco

José Watanabe (1946-2007)

Supremas
inmensidades del mar y del cielo, mírenme,
yo soy el que va a su patria,
el que lame la sal que se cristaliza
en las barandas del barco, el que
apoya su peso
en una pierna y otra
para compensar el bamboleo de la nave y así mantener
la línea del horizonte y la línea del corazón.

Hace días que estoy hipnótico en el centro
del Atlántico. La única referencia
para saber que avanzo
es mi propio pasado: está ahora delante
como un tigre que me dio una tregua.

He dejado atrás varios días eternos
y una cáscara de naranja
flotando
en el Mediterráneo. La cáscara parece
gracia o ingenio
de la poesía, y en verdad es
algo aterrador cuando cae sobre esos mis días
y las aguas:
es un documento humano, lo mismo
que mi brazo o mi zapato.

Y otra vez voceo:
yo soy el que voy, y salto                                                
para que las inmensidades
me vean.
Mírenme
trayendo en mis brazos mi propio cuerpo
para entregarlo a sus dueñas, mi madre
y mi esposa
que me esperan
sabiendo
que nada puede cambiar: ir y volver, un giro
dentro de la misma fuente de salmuera.

Allá en las costas amarillas
de mi país
coma mi carne cualquiera de ellas.

                    (Cosas del cuerpo, 1999)

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Eugenio Montejo, la prueba del regreso

La luz del regreso Esta es la penúltima entrega de una serie de lecturas del poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre de poemas hispanoamericanos que tratan sobre el regreso. Esta vez, la página recibe una doble visita, la del poeta venezolano Eugenio Montejo y, en un diálogo o contrapunto en torno a la mítica Ítaca, del griego Constantino Cavafy.

/ 21 de septiembre de 2014 / 04:00

La claridad es parte del misterio de la poesía de Eugenio Montejo, como clara y constante su denuncia de la modernización a costa de la devastación del paisaje natural. Caracas, uno de sus poemas emblemáticos, testimonia el tránsito veloz de esa Venezuela agraria a otra petrolera, presa de la modernización desaforada. Escrito en uno de sus retornos a su país (Montejo vivió varios años en el extranjero, desempeñando cargos diplomáticos), el poema expresa el reencuentro o, más propiamente, el desencuentro con una Caracas deformada y ocupada por rascacielos que se yerguen como lápidas descomunales. El regreso es así la llegada a una tierra desconocida, causa un extrañamiento radical: “Más lejana que Tebas, Troya, Nínive / y los fragmentos de sus sueños / Caracas, ¿Dónde estuvo?” En ese espacio “real, impávido, concreto”, la identidad del poeta y su pasado se borran al extremo de denegar su propia biografía: “solo mi historia es falsa”. La desnaturalización del paisaje urbano conlleva la despersonalización del ciudadano.

 Ítaca, dedicado a Constantino Cavafy e inspirado en el poema homónimo del poeta alejandrino, es una hermosa variación de ese poema canónico sobre el regreso. A riesgo de caer en la manía interpretativa de señalar correspondencias que el propio Montejo reprueba en su ensayo sobre Cavafy (1), creo que  una lectura comparativa muestra tanto el parentesco como la singularidad de ambos poemas.

Aparte del título —es claro—  uno y otro se dirigen a una segunda persona, un tú que bien puede ser el lector como la persona poética del autor. En su andadura los dos poemas expresan una suerte de pedagogía o  enseñanza dictada desde la propia experiencia del retorno. Lo importante en Cavafy, tanto a la ida como a la vuelta, es el viaje, es decir el camino: espacio de aprendizajes, de encuentros y revelaciones. De ahí su sugerencia: “Desea que sea largo el camino” (2).  En cambio, el poema de  Montejo expresa, en sucesivas estrofas, el carácter fatal que tienen el retorno y la pertenencia al espacio natal: “Aun sin moverte, como estos árboles / hoy o mañana llegarás a Ítaca. /…/ Está escrito en la palma de tu mano…” El lector puede relacionar estos versos con  los de La ciudad, de Cavafy.

Por otra parte, en el poema de Montejo hay de entrada una identificación con el héroe homérico como símbolo de nosotros todos. Recordemos que en otro poema, también de Alfabeto del mundo (1986) y titulado  justamente Ulises, declara su identidad y la nuestra ligadas a la figura del héroe: “Soy o fui Ulises, alguna vez todos lo somos”. En el trayecto hacia Ítaca despunta un paisaje como anuncio del que el viajero gozará a la llegada a su patria: “Aquellas nubes vienen de su mar, / contémplalas: son más puros los cielos de las islas”. En su citado ensayo sobre la poesía de Cavafy, observa que en ella, concentrada en el pasado helénico que revive, hay una “carencia de sensibilidad paisajista”. Es cierto, y su Ítaca, publicado en 1911, sería una ilustración de ello, ya que la naturaleza se reduce a elementos tradicionalmente estéticos, modernistas: “nácar y coral, ámbar y ébano, y toda clase de perfumes voluptuosos”. Y es que se trata de otra sensibilidad, que combina “la historia, el pensamiento y sentimiento”, como dice George Seferis en su magistral ensayo comparativo entre Cavafy y T. S. Eliot (3). En cambio, en Montejo hallamos continuamente árboles, piedras y pájaros, los cuales constituyen claves poéticas a lo largo de su obra; así la imagen arriba citada, que incorpora otro elemento del paisaje natural simbólicamente ligado al viaje: las nubes, “las maravillosas nubes”, como las calificó tan sencilla como inolvidablemente Baudelaire.

 Los remates o versos finales de ambos poemas son notablemente abiertos. Dicen los de Cavafy: “Tan sabio como has llegado a ser, con tanta experiencia, / ya habrás comprendido qué significan las Ítacas”. Inesperado cambio del toponímico al plural “Ítacas”; pienso que Cavafy expresa así  una crítica secular a toda nostalgia de la patria que tiende a hacer de ella un paraíso, pues a menudo la experiencia del retorno depara más bien el fiasco, la decepción, aunque no olvida reivindicar, es cierto que desde una honda melancolía, el lugar natal en una lúcida expresión de gratitud: “Ítaca te dio el hermoso viaje. Sin ella no hubieras salido al camino”. Y aquí hay que mencionar el poema Valencia, hermoso homenaje de Montejo a su ciudad natal donde “el tiempo es aroma de un café”, y a la que el poeta volvería una y otra vez, la última en 2008, como si completara con su muerte en el espacio natal su claro destino y su rutilante obra.  

A diferencia del más bien sedentario Cavafy, que habla desde el regreso ya realizado, Montejo nos coloca al umbral o a la víspera del retorno: “Prepara el corazón para el arribo”, escribe, y a continuación concluye:  

A ese mar no se miente. La furia de sus olas

todo lo hace naufragio. Pero no te amilanes.

Demuéstranos que siempre fuiste Ulises.

​Sorprendente el periplo que, en su brevedad, traza el poema, que vuelve al inicio con la figura de Ulises, arquetipo y símbolo del retorno. No lo es menos el giro radical que Montejo da al pasaje del Canto XXVI de Inferno, en el cual Dante sepulta a Ulises en la “mar airada”, pues las olas furiosas son ahora las que el héroe debe vencer para retornar a Ítaca. Y el último verso, en tono de reto, ¿no es al mismo tiempo una exhortación para que Ulises, tras consumar el regreso, vuelva a partir, abrazando su pasión por la aventura y el perpetuo descubrimiento? En ambos casos, sea para quedarse o para volver a partir, el regreso es otra prueba.  
 
NOTAS
1. “Cavafy: La gravitación de la memoria”, en El Taller blanco. México: UNAM, 1996, pp. 41-51.
2. Cito los versos de Cavafy en la traducción de Miguel Castillo Didier, disponible en internet.
3. El estilo griego, I.  Kavafis y T. S. Eliot. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.

Ítaca

Eugenio Montejo (1938-2008)

Por esta calle se va a Ítaca
y en su rumor de voces, pasos, sombras,
cualquier hombre es Ulises.

Grabado entre sus piedras se halla el mapa
de esa tierra añorada. Síguelo.

El pájaro que escuchas está cantando en griego;
no lo traduzcas, no va ahorrarte camino.

Aquellas nubes vienen de su mar, contémplalas;
son más puros los cielos de las islas.

Por esta calle, en cualquier auto,
hacia el norte o el sur se viaja a Ítaca.
En los ojos de los paseantes arde su fuego,
sus pasos rápidos delatan el exilio.

Aún sin moverte, como estos árboles
hoy o mañana llegarás a Ítaca.

Está escrito en la palma de tu mano
como una raya que se ahonda,
día tras día.

Aunque te duermas, despertarás en Ítaca;
la lluvia de este valle, todo lo arrastra
despacio, hasta sus puertas.

No tiene otro declive.
Ya puedes anunciarnos tu llegada, buscar hotel,
dar al olvido tu destierro.

Por esta calle no ha cruzado un hombre,
que al fin, no alcance su paisaje.
Prepara el corazón para el arribo,
una vez en su reino, muestra tu magia.
será el reto supremo del exilio.

A ese mar no se miente. La furia de sus olas
todo lo hace naufragio. Pero no te amilanes.
Demuéstranos que siempre fuiste Ulises.
 
(Alfabeto del mundo, 1986)

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Eugenio Montejo, la prueba del regreso

La luz del regreso Esta es la penúltima entrega de una serie de lecturas del poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre de poemas hispanoamericanos que tratan sobre el regreso. Esta vez, la página recibe una doble visita, la del poeta venezolano Eugenio Montejo y, en un diálogo o contrapunto en torno a la mítica Ítaca, del griego Constantino Cavafy.

/ 21 de septiembre de 2014 / 04:00

La claridad es parte del misterio de la poesía de Eugenio Montejo, como clara y constante su denuncia de la modernización a costa de la devastación del paisaje natural. Caracas, uno de sus poemas emblemáticos, testimonia el tránsito veloz de esa Venezuela agraria a otra petrolera, presa de la modernización desaforada. Escrito en uno de sus retornos a su país (Montejo vivió varios años en el extranjero, desempeñando cargos diplomáticos), el poema expresa el reencuentro o, más propiamente, el desencuentro con una Caracas deformada y ocupada por rascacielos que se yerguen como lápidas descomunales. El regreso es así la llegada a una tierra desconocida, causa un extrañamiento radical: “Más lejana que Tebas, Troya, Nínive / y los fragmentos de sus sueños / Caracas, ¿Dónde estuvo?” En ese espacio “real, impávido, concreto”, la identidad del poeta y su pasado se borran al extremo de denegar su propia biografía: “solo mi historia es falsa”. La desnaturalización del paisaje urbano conlleva la despersonalización del ciudadano.

 Ítaca, dedicado a Constantino Cavafy e inspirado en el poema homónimo del poeta alejandrino, es una hermosa variación de ese poema canónico sobre el regreso. A riesgo de caer en la manía interpretativa de señalar correspondencias que el propio Montejo reprueba en su ensayo sobre Cavafy (1), creo que  una lectura comparativa muestra tanto el parentesco como la singularidad de ambos poemas.

Aparte del título —es claro—  uno y otro se dirigen a una segunda persona, un tú que bien puede ser el lector como la persona poética del autor. En su andadura los dos poemas expresan una suerte de pedagogía o  enseñanza dictada desde la propia experiencia del retorno. Lo importante en Cavafy, tanto a la ida como a la vuelta, es el viaje, es decir el camino: espacio de aprendizajes, de encuentros y revelaciones. De ahí su sugerencia: “Desea que sea largo el camino” (2).  En cambio, el poema de  Montejo expresa, en sucesivas estrofas, el carácter fatal que tienen el retorno y la pertenencia al espacio natal: “Aun sin moverte, como estos árboles / hoy o mañana llegarás a Ítaca. /…/ Está escrito en la palma de tu mano…” El lector puede relacionar estos versos con  los de La ciudad, de Cavafy.

Por otra parte, en el poema de Montejo hay de entrada una identificación con el héroe homérico como símbolo de nosotros todos. Recordemos que en otro poema, también de Alfabeto del mundo (1986) y titulado  justamente Ulises, declara su identidad y la nuestra ligadas a la figura del héroe: “Soy o fui Ulises, alguna vez todos lo somos”. En el trayecto hacia Ítaca despunta un paisaje como anuncio del que el viajero gozará a la llegada a su patria: “Aquellas nubes vienen de su mar, / contémplalas: son más puros los cielos de las islas”. En su citado ensayo sobre la poesía de Cavafy, observa que en ella, concentrada en el pasado helénico que revive, hay una “carencia de sensibilidad paisajista”. Es cierto, y su Ítaca, publicado en 1911, sería una ilustración de ello, ya que la naturaleza se reduce a elementos tradicionalmente estéticos, modernistas: “nácar y coral, ámbar y ébano, y toda clase de perfumes voluptuosos”. Y es que se trata de otra sensibilidad, que combina “la historia, el pensamiento y sentimiento”, como dice George Seferis en su magistral ensayo comparativo entre Cavafy y T. S. Eliot (3). En cambio, en Montejo hallamos continuamente árboles, piedras y pájaros, los cuales constituyen claves poéticas a lo largo de su obra; así la imagen arriba citada, que incorpora otro elemento del paisaje natural simbólicamente ligado al viaje: las nubes, “las maravillosas nubes”, como las calificó tan sencilla como inolvidablemente Baudelaire.

 Los remates o versos finales de ambos poemas son notablemente abiertos. Dicen los de Cavafy: “Tan sabio como has llegado a ser, con tanta experiencia, / ya habrás comprendido qué significan las Ítacas”. Inesperado cambio del toponímico al plural “Ítacas”; pienso que Cavafy expresa así  una crítica secular a toda nostalgia de la patria que tiende a hacer de ella un paraíso, pues a menudo la experiencia del retorno depara más bien el fiasco, la decepción, aunque no olvida reivindicar, es cierto que desde una honda melancolía, el lugar natal en una lúcida expresión de gratitud: “Ítaca te dio el hermoso viaje. Sin ella no hubieras salido al camino”. Y aquí hay que mencionar el poema Valencia, hermoso homenaje de Montejo a su ciudad natal donde “el tiempo es aroma de un café”, y a la que el poeta volvería una y otra vez, la última en 2008, como si completara con su muerte en el espacio natal su claro destino y su rutilante obra.  

A diferencia del más bien sedentario Cavafy, que habla desde el regreso ya realizado, Montejo nos coloca al umbral o a la víspera del retorno: “Prepara el corazón para el arribo”, escribe, y a continuación concluye:  

A ese mar no se miente. La furia de sus olas

todo lo hace naufragio. Pero no te amilanes.

Demuéstranos que siempre fuiste Ulises.

​Sorprendente el periplo que, en su brevedad, traza el poema, que vuelve al inicio con la figura de Ulises, arquetipo y símbolo del retorno. No lo es menos el giro radical que Montejo da al pasaje del Canto XXVI de Inferno, en el cual Dante sepulta a Ulises en la “mar airada”, pues las olas furiosas son ahora las que el héroe debe vencer para retornar a Ítaca. Y el último verso, en tono de reto, ¿no es al mismo tiempo una exhortación para que Ulises, tras consumar el regreso, vuelva a partir, abrazando su pasión por la aventura y el perpetuo descubrimiento? En ambos casos, sea para quedarse o para volver a partir, el regreso es otra prueba.  
 
NOTAS
1. “Cavafy: La gravitación de la memoria”, en El Taller blanco. México: UNAM, 1996, pp. 41-51.
2. Cito los versos de Cavafy en la traducción de Miguel Castillo Didier, disponible en internet.
3. El estilo griego, I.  Kavafis y T. S. Eliot. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.

Ítaca

Eugenio Montejo (1938-2008)

Por esta calle se va a Ítaca
y en su rumor de voces, pasos, sombras,
cualquier hombre es Ulises.

Grabado entre sus piedras se halla el mapa
de esa tierra añorada. Síguelo.

El pájaro que escuchas está cantando en griego;
no lo traduzcas, no va ahorrarte camino.

Aquellas nubes vienen de su mar, contémplalas;
son más puros los cielos de las islas.

Por esta calle, en cualquier auto,
hacia el norte o el sur se viaja a Ítaca.
En los ojos de los paseantes arde su fuego,
sus pasos rápidos delatan el exilio.

Aún sin moverte, como estos árboles
hoy o mañana llegarás a Ítaca.

Está escrito en la palma de tu mano
como una raya que se ahonda,
día tras día.

Aunque te duermas, despertarás en Ítaca;
la lluvia de este valle, todo lo arrastra
despacio, hasta sus puertas.

No tiene otro declive.
Ya puedes anunciarnos tu llegada, buscar hotel,
dar al olvido tu destierro.

Por esta calle no ha cruzado un hombre,
que al fin, no alcance su paisaje.
Prepara el corazón para el arribo,
una vez en su reino, muestra tu magia.
será el reto supremo del exilio.

A ese mar no se miente. La furia de sus olas
todo lo hace naufragio. Pero no te amilanes.
Demuéstranos que siempre fuiste Ulises.
 
(Alfabeto del mundo, 1986)

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Roberto Juarroz: La aporía del regreso

La luz del regreso. El poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre, residente en Estados Unidos, retorna a estas páginas con sus comentarios y presentación de poemas hispanoamericanos que tratan el tema del regreso. Esta es la segunda de cuatro entregas. El visitante de esta página es el poeta argentino Roberto Juarroz, autor de la célebre Poesía vertical 

/ 7 de septiembre de 2014 / 04:00

Regresar, retornar, retroceder, volver, son palabras más que frecuentes en la obra de Roberto Juarroz. Palabras, verbos que se refieren a varias dimensiones confluyentes: retroceder al origen del lenguaje, al sentido de  unidad entre el hombre, la colectividad y el universo, a recuperar la inocencia perdida, el paraíso de la infancia. Más que una experiencia personal del regreso, Juarroz expresa un “pensar” el regreso en varias dimensiones. En su iluminadora lectura de esta obra, Guillermo Sucre (La máscara, la transparencia, 1975) retoma una cita utilizada por Philip Weelwrigth en su comentario de Heráclito: “La metáfora, que es paradoja; la paradoja, que es metáfora”. Frase iluminadora, que ofrece un horizonte de lectura para la obra del poe- ta argentino, tal como el propio Sucre la ha llevado a cabo.  

Uno de los poemas que ilustra ese aserto es el de Séptima poesía vertical, poema cuya trama es justamente la experiencia del regreso, o más precisamente, la posibilidad o imposibilidad de realizarlo. La línea inicial no podía ser más taxativa y contundente: “No hay regreso”. No obstante, de inmediato, utilizando la comparación, es decir, la metáfora, añade: “Pero existe algunos movimientos / que se parecen al regreso / como el relámpago a la luz”. Cabe preguntarse: ¿cuáles son esos movimientos instantáneos? ¿El acto físico de regresar, o el simple acto de recordar los paisajes y tiempos del pasado? Podrían ser otros sencillos, cotidianos,  como partir un pan que de pronto nos remite a la mesa de la infancia o de la juventud. En todo caso, Juarroz señala con una preciosa aliteración, que esos movimientos son “como si fueran formas físicas del regreso”. Y en la segunda estrofa parece esbozarlos en estas dos hermosas imágenes: “un rostro que vuelve a formarse entre las manos, un paisaje hundido que se reinstala en la retina”. En la primera, entrevemos las manos de una madre que, tras abrir sus brazos de júbilo, las posa en el rostro del hijo para acercarlo como si tratara de convencerse de que su vuelta es real y no mera fantasía de su deseo.

Sin embargo, la tercera estrofa reitera la irreversibilidad y la irrevocabilidad del tiempo, negando  así toda posibilidad de retorno. Éste no sería más que un espejismo similar al oasis que el sediento fabula en el desierto. Entonces, cuando el lector espera ya el remate o la conclusión lógica, a la manera silogística tan propia del poeta, un segundo e inesperado “sin embargo” da paso a  estos versos finales: “todo es una invertida expectativa que crece hacia atrás”; versos que absorben las premisas anteriores en la figura del árbol que trasparecen. Así, el regreso o el deseo del mismo sería metafóricamente un árbol cuyas ramas, orientadas hacia el pasado, esperan paradójicamente florecer en el futuro. Pero ¿hay o no regreso? Cito un par de versos del poema 14 de su último libro: “Y aunque el regreso no exista / es preferible no borrarlo”.

Corresponde al lector decidir si estos versos, que conforman una otra aporía, albergan una respuesta o un principio de ella a la pregunta.

Poesía vertical

Roberto Juarroz (1925—1995)

No hay regreso.
Pero existen algunos movimientos
que se parecen al regreso
como el relámpago a la luz.

Es como si fueran
formas físicas del recuerdo,
un rostro que vuelve a formarse entre las manos,
un paisaje hundido que se reinstala en la retina,
tratar de medir de nuevo la distancia que nos separa de la tierra,
volver a comprobar que los pájaros nos siguen vigilando.

No hay regreso.
Sin embargo,
todo es una invertida expectativa
que crece hacia atrás.

***

Regreso de mis restos,
de todo lo caído en el camino,
como un caracol de su rastro viscoso.

Regreso de lo que he abandonado
y de aquello que me ha abandonado,
porque ambas cosas son mis restos.

Y hasta regreso de mí,
que no me he abandonado
y sin embargo también soy otro resto.

Mi memoria me señala una pista
y mi olvido me dibuja otra,
hilos precarios del retorno.

Y atrás, más atrás de todo trazo,
más atrás aún de lo invisible,
mis restos se encuentran con los restos
de todo lo que nunca existió.

Tal vez allí me aguarde otro regreso:
un regreso de algo más que unos restos.

***

El reflujo de una flor
corrige la transparencia del cristal
y la imagen se queda de su lado.

El reflujo de la transparencia
devuelve así la flor a la flor.
Atravesar la transparencia
es en cambio abolir todo regreso.

Y aunque el regreso no exista
es preferible no borrarlo.

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Roberto Juarroz: La aporía del regreso

La luz del regreso. El poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre, residente en Estados Unidos, retorna a estas páginas con sus comentarios y presentación de poemas hispanoamericanos que tratan el tema del regreso. Esta es la segunda de cuatro entregas. El visitante de esta página es el poeta argentino Roberto Juarroz, autor de la célebre Poesía vertical 

/ 7 de septiembre de 2014 / 04:00

Regresar, retornar, retroceder, volver, son palabras más que frecuentes en la obra de Roberto Juarroz. Palabras, verbos que se refieren a varias dimensiones confluyentes: retroceder al origen del lenguaje, al sentido de  unidad entre el hombre, la colectividad y el universo, a recuperar la inocencia perdida, el paraíso de la infancia. Más que una experiencia personal del regreso, Juarroz expresa un “pensar” el regreso en varias dimensiones. En su iluminadora lectura de esta obra, Guillermo Sucre (La máscara, la transparencia, 1975) retoma una cita utilizada por Philip Weelwrigth en su comentario de Heráclito: “La metáfora, que es paradoja; la paradoja, que es metáfora”. Frase iluminadora, que ofrece un horizonte de lectura para la obra del poe- ta argentino, tal como el propio Sucre la ha llevado a cabo.  

Uno de los poemas que ilustra ese aserto es el de Séptima poesía vertical, poema cuya trama es justamente la experiencia del regreso, o más precisamente, la posibilidad o imposibilidad de realizarlo. La línea inicial no podía ser más taxativa y contundente: “No hay regreso”. No obstante, de inmediato, utilizando la comparación, es decir, la metáfora, añade: “Pero existe algunos movimientos / que se parecen al regreso / como el relámpago a la luz”. Cabe preguntarse: ¿cuáles son esos movimientos instantáneos? ¿El acto físico de regresar, o el simple acto de recordar los paisajes y tiempos del pasado? Podrían ser otros sencillos, cotidianos,  como partir un pan que de pronto nos remite a la mesa de la infancia o de la juventud. En todo caso, Juarroz señala con una preciosa aliteración, que esos movimientos son “como si fueran formas físicas del regreso”. Y en la segunda estrofa parece esbozarlos en estas dos hermosas imágenes: “un rostro que vuelve a formarse entre las manos, un paisaje hundido que se reinstala en la retina”. En la primera, entrevemos las manos de una madre que, tras abrir sus brazos de júbilo, las posa en el rostro del hijo para acercarlo como si tratara de convencerse de que su vuelta es real y no mera fantasía de su deseo.

Sin embargo, la tercera estrofa reitera la irreversibilidad y la irrevocabilidad del tiempo, negando  así toda posibilidad de retorno. Éste no sería más que un espejismo similar al oasis que el sediento fabula en el desierto. Entonces, cuando el lector espera ya el remate o la conclusión lógica, a la manera silogística tan propia del poeta, un segundo e inesperado “sin embargo” da paso a  estos versos finales: “todo es una invertida expectativa que crece hacia atrás”; versos que absorben las premisas anteriores en la figura del árbol que trasparecen. Así, el regreso o el deseo del mismo sería metafóricamente un árbol cuyas ramas, orientadas hacia el pasado, esperan paradójicamente florecer en el futuro. Pero ¿hay o no regreso? Cito un par de versos del poema 14 de su último libro: “Y aunque el regreso no exista / es preferible no borrarlo”.

Corresponde al lector decidir si estos versos, que conforman una otra aporía, albergan una respuesta o un principio de ella a la pregunta.

Poesía vertical

Roberto Juarroz (1925—1995)

No hay regreso.
Pero existen algunos movimientos
que se parecen al regreso
como el relámpago a la luz.

Es como si fueran
formas físicas del recuerdo,
un rostro que vuelve a formarse entre las manos,
un paisaje hundido que se reinstala en la retina,
tratar de medir de nuevo la distancia que nos separa de la tierra,
volver a comprobar que los pájaros nos siguen vigilando.

No hay regreso.
Sin embargo,
todo es una invertida expectativa
que crece hacia atrás.

***

Regreso de mis restos,
de todo lo caído en el camino,
como un caracol de su rastro viscoso.

Regreso de lo que he abandonado
y de aquello que me ha abandonado,
porque ambas cosas son mis restos.

Y hasta regreso de mí,
que no me he abandonado
y sin embargo también soy otro resto.

Mi memoria me señala una pista
y mi olvido me dibuja otra,
hilos precarios del retorno.

Y atrás, más atrás de todo trazo,
más atrás aún de lo invisible,
mis restos se encuentran con los restos
de todo lo que nunca existió.

Tal vez allí me aguarde otro regreso:
un regreso de algo más que unos restos.

***

El reflujo de una flor
corrige la transparencia del cristal
y la imagen se queda de su lado.

El reflujo de la transparencia
devuelve así la flor a la flor.
Atravesar la transparencia
es en cambio abolir todo regreso.

Y aunque el regreso no exista
es preferible no borrarlo.

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