José Watanabe: El regreso agónico
La luz del regreso Con esta lectura de ‘Regreso al Perú en barco’, de José Watanabe, se cierra el ciclo de artículos sobre poemas hispanoamericanos que tocan el tema del retorno. El poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre, residente en Nueva York, ha permitido generosamente que muchas voces resuenen en estas páginas. Su eco será largo. Gracias.

Extraño camino el del regreso: el pasado se pone delante del presente y deviene el futuro. Así en el poema de José Watanabe Regresando al Perú en barco (1), perteneciente a Cosas del cuerpo (1999). Las líneas iniciales son una invocación del poeta a las “inmensidades del mar y del cielo” para que le protejan y preserven en su travesía; plegaria elevada desde un sentimiento de soledad que le infunde el mar que lo circunda y, sobre todo, por la sensación —el vértigo— de inmovilidad que le produce. Entonces, surge la memoria como una brújula: “la única referencia para saber que avanzo es mi pasado”, escribe. Sin embargo, tras dos puntos suspensivos, añade: “como un tigre que me dio una tregua”. A continuación, sorpresivamente, el curso del poema nos remite al recuerdo de una cáscara de naranja advertida en el primer tramo del mismo viaje, en las aguas del mar Mediterráneo. Esa cáscara flotante, aparentemente banal, es un “documento humano”, no un lujo ni capricho verbal de la poesía, señala el poeta. En el curso del retorno cada vez más tormentoso, se dirige nuevamente a las inmensidades, revelando al mismo tiempo la causa de su angustia:
Mírenme
trayendo en mis brazos mi propio cuerpo
para entregarlo a sus dueñas, mi madre
y mi esposa
que me esperan
sabiendo
que nada puede cambiar: ir y volver, un giro
dentro de la misma fuente de salmuera.
Confesión desgarradora: el viaje de ida ha sido en busca de curación o de alivio a la enfermedad, y ninguna de las dos cosas se ha producido. La esperanza que alimentaba el viaje se trueca en un “ir y volver dentro de la misma “fuente de salmuera”. El poeta avizora o imagina las “playas amarillas” de su patria, pero no toca puerto ni se reencuentra con la madre ni con la esposa, a quienes dramáticamente hace ofrenda de su propio cuerpo. Lo que más estremece en tal ofrenda hecha desde la cubierta del barco, es la crudeza o vehemencia de la misma: “coma mi carne cualquiera de ellas”; vehemencia que sin duda proviene del alto grado de desesperación que sume al poeta. Y ahí, en el centro de la misma, la imagen de la cáscara vacía que flota en el mar vuelve en un terrible paralelo con su cuerpo enfermo. Así, el cuerpo es la cruz en que se consuma el calvario del retorno (y de la vida) tal como Watanabe expresa de manera inequívoca en un poema sin título póstumamente publicado: “La cruz está en el cuerpo / cuando abres los brazos. / Fue hecha / siguiendo la forma del hombre / para crucificarlo” (2)
Aquí cabe la afinidad con la obra de Edmundo Camargo, patente tanto en la experiencia visceral y dolorosa del cuerpo como, hasta cierto punto, en la visión de un erotismo regido por fuerzas naturales. En este sentido, La mantis religiosa, de Watanabe, se correspondería con Yaceremos aquí o El ángel del amor”, de Camargo, dicho sea sin olvidar las diferencias. En ambos poetas, con trasfondo vallejeano, recurren imágenes cristianas, en Watanabe de manera continua en su libro Habitó entre nosotros (2002), en mi opinión, uno de los más admirables de poesía religiosa, concretamente católica, de la lengua española. Como a propósito, Darío Jaramillo Agudelo escribe en su fino prólogo a la obra poética: “Casi por necesidad Watanabe está condenado a glosar el Evangelio y derivar en la parábola”; añado: de ahí el tono a veces admonitorio de su palabra. Los dos, él y Camargo, marcados por los signos irreversibles de la enfermedad, regresaron a sus países de origen, en los cuales, a pocos años de distancia, los aguardaba su muerte. Un deslinde entre ellos: la escritura narrativa y descriptiva de Watanabe, a más del humor y, a veces, cierto aire festivo, se revela distinta a la esencialmente lírica, relampagueante y siempre trágica de Camargo. Pero concluyamos con el tema elegido en la obra del peruano.
En La plaza, poema de Piedra alada (2005), testimonia otro retorno, esta vez al pueblo natal. El poema va de un amoroso reclamo del poeta a su pueblo por no haberlo retenido entre los suyos a una declaración casi victoriosa por haberse liberado con su partida de un ambiente ignaro. Entre ambos sentimientos antagónicos, vuelve un recuerdo de su infancia: el de un cabrito que “se descomponía entre moscas. Lo encontraron mortinato en el pesebre y con seis patas agarrotadas” —imagen sobrecogedora, como el Agnus Dei, de Francisco de Zurbarán. El cabrito (¿imagen del poeta repudiado por la colectividad?) es visto por los paisanos como una falta o un error de Dios, a quien reclaman: “no debes alterar las cosas”. Este recuerdo reaviva la distancia entre el poeta y su entorno, acentuando el desarraigo en su propia tierra y el repudio a ella: “Oh tierra natal, perdóname, yo soy aún el necio / que aplaude a Dios de las equivocaciones, y te huye.” De este modo, el regreso refuerza el alejamiento de la tierra natal, a la cual, no obstante y felizmente, el poeta seguirá evocando y plasmando en su singularísima obra.
NOTAS
1. Para las citas de los versos y poemas de Watanabe utilizo la edición de su Poesía completa. Prólogo de Rubén Jaramillo Agudelo, Valencia: Pretextos, 2009.
2. Poesía completa, Ob. cit. p. 450.
Regresando al Perú en barco
José Watanabe (1946-2007)
Supremas
inmensidades del mar y del cielo, mírenme,
yo soy el que va a su patria,
el que lame la sal que se cristaliza
en las barandas del barco, el que
apoya su peso
en una pierna y otra
para compensar el bamboleo de la nave y así mantener
la línea del horizonte y la línea del corazón.
Hace días que estoy hipnótico en el centro
del Atlántico. La única referencia
para saber que avanzo
es mi propio pasado: está ahora delante
como un tigre que me dio una tregua.
He dejado atrás varios días eternos
y una cáscara de naranja
flotando
en el Mediterráneo. La cáscara parece
gracia o ingenio
de la poesía, y en verdad es
algo aterrador cuando cae sobre esos mis días
y las aguas:
es un documento humano, lo mismo
que mi brazo o mi zapato.
Y otra vez voceo:
yo soy el que voy, y salto
para que las inmensidades
me vean.
Mírenme
trayendo en mis brazos mi propio cuerpo
para entregarlo a sus dueñas, mi madre
y mi esposa
que me esperan
sabiendo
que nada puede cambiar: ir y volver, un giro
dentro de la misma fuente de salmuera.
Allá en las costas amarillas
de mi país
coma mi carne cualquiera de ellas.
(Cosas del cuerpo, 1999)