El sonido que se producía por el roce entre el metal de la funda y del sable cuando Pablo Zárate Willka se disponía a usar su arma durante la Guerra Civil de 1898 y 1899 es el mismo que se genera en este momento en que don Miguel Zárate, bisnieto del caudillo aymara, desenvaina ese mismo sable en su casa de El Alto.
El ruido metálico es idéntico. El sable del temible Willka está aquí, sin embargo los días en que el aliado de José Manuel Pando aplastara al ejército sucrense están muy lejos, como también lo está ese tiempo en que ambos dejaron de ser aliados y los insurgentes aymaras formaron un gobierno propio.
Cercanía y lejanía conviven en este objeto de guerra. La misma sensibilidad provoca un chicote de aproximadamente un metro y medio de largo que don Miguel ahora blande mientras cuenta, ante la cámara fotográfica que no deja de disparar, que repintó la funda color dorado.
“Han recorrido camino”, dice Miguel Ángel Zárate, tataranieto del legendario líder indígena, reconociendo la distancia de unos pasos que ya no son los que dan estas pertenencias del temible Willka, expresando así otra manera de decir que en ellos se junta lo remoto y lo próximo.
Un sentimiento quizá similar provoca la persistencia de la sangre, las descendencias, las ascendencias, más aún en los grandes nombres de la historia de Bolivia, como es el de Willka. Una especie de continuidad y ruptura coexisten en las descendencias. Cercanía y distancia, otra vez.
Extraviado buscando la casa de los Zárate en El Alto, poco antes de esa primera cita en que Don Miguel mostrara el sable y chicote, llamé a Miguel Ángel, su hijo, para orientarme: “Puerta roja, al frente está un camión Scania verde. Al lado del alambrado del aeropuerto”.
Miguel Ángel se dedica al transporte pesado. Su padre dará en herencia a él y a su hermano Wilson el sable, el chicote que ahora muestra, además del fusil, poncho y sombrero del temible Willka, los cuales están en Pokepokeni (Quelkata, provincia Tomás Barrón, Oruro, aunque a menos de 500 metros de la frontera con el departamento de La Paz).

El documento de Marcelino, su nieto.
“Del abuelo Zárate Willka, como yo soy menor, a mí me ha dejado esta herencia. Tiene su fusil más”, cuenta don Miguel, de 70 años, en referencia a la tradición andina de que lo mejor de la herencia va a dar a manos del hijo menor, merced a que es quien tiene el deber de cuidar a los padres en la vejez.
Luego, hablando del chicote y de alguna manera de la paternidad, don Miguel dice, recordando un sistema de valores para nada distante: “Éste había sido para huasquear, antes era así, ahora de todo se quejan, con cinturoncito ya se quejan”.
Este primer encuentro concluye con el compromiso de ir en una semana a Pokepokeni a ver el resto de los objetos.
Refiriéndose a un documento del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado, Cipca, el historiador Ramiro Condarco señala: “Uno de los relatos contenidos en aquél (documento del Cipca) nos hace saber que Zárate Willka era poseedor de un fusil actualmente existente en manos de Marcelino, su nieto, con el que —presumimos nosotros— anduvo Zárate Willka por la altiplanicie con posterioridad a su fuga de la cárcel de Oruro, y con el que tal vez logró tener a raya a sus perseguidores”.
Marcelino Zárate (difunto) era el padre de Miguel Zárate Mamani (bisnieto) y abuelo de Miguel Ángel Zárate (tataranieto), con quien tras una serie de desencuentros, unas semanas después, por fin tendrá lugar el viaje a la tierra de Willka, Pokepokeni.
El encuentro se da en Panduro, sobre la doble vía La Paz-Oruro. El nombre de esta localidad así como de las poblaciones aledañas resuenan en las historias tanto de la rebelión de Túpac Katari como de la Guerra de la Independencia y las de Zárate Willka. Hoy tienen el aspecto de cualquier poblado sobre la carretera entre La Paz y Oruro: tiendas y paredes pintadas con publicidad empresarial o consignas electorales. Distingue a Panduro un recuerdo terrible al borde del camino: la placa en honor a Rodolfo Illanes, el viceministro asesinado hace poco en algún cerro de esa localidad. Otra vez tan lejos y tan cerca de aquellos tiempos heroicos y sangrientos.
Miguel Ángel llega en su Scania verde y mientras el auto recorre una avenida pavimentada hacia Pokepokeni, afirma: “Esta es una ruta de los chuteros, sale a Chile”.
Quizá eso que Wálter Benjamín llama el aura de las obras de arte auténticas sea en algo transferible a los objetos viejos como aquellos que pertenecieron a Willka: “¿Qué es el aura propiamente hablando? Una trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse”.

“Si éste pudiera hablar… cuántas víctimas habrá tenido”, dijo antes Miguel Ángel tocando el filo del sable de su tatarabuelo, aludiendo posiblemente a un ajayu del objeto. (“Experimentar el aura de una aparición significa investirla con la capacidad de ese alzar la mirada”, dice Benjamín también del aura de las obras de arte).
Ya en Pokepokeni, don Miguel muestra el resto de los objetos: el poncho, una chalina, un sombrero y el fusil. Ante cualquier duda también saca la “cédula de identidad personal tercera categoría” de su abuelo Jerónimo Zárate, hijo de Pablo Zárate Willka, fechada en 1904. Jerónimo fue padre de Marcelino, quien según Condarco poseía estos objetos que luego heredó a su hijo Miguel, que asimismo lo heredará a los suyos. “Como a mi papá le habían dejado, esto no tiene que perderse”. Luego muestra la cédula de identidad de Marcelino Zárate, su padre.
Relata: “Siempre me hablaba (su padre) y en las fiestas se ponía éste (chicote) y los ponchos. Ahora en el festival yo me pongo y bailamos. Pero no le quería mostrar porque querían quitarme. Escuchaba (sobre Willka) cuando estaba en el colegio, pero no me interesaba, recién cuando ya he sido persona (tras ir al cuartel), recién me he interesado”, cuenta.
Después de más fotos, se visita la tumba de Willka, muy cerca, a 30 minutos en vehículo de la casa donde Miguel guarda los objetos. Ahí, cuentan los descendientes, se celebra anualmente un festival en honor al caudillo indígena.
Mientras el auto avanza por un camino entre sembradíos de papa, en medio de tierra rojiza, aparece un área de arena blanca, al centro de ésta hay un túmulo de piedras: la tumba de Zárate. Se intenta encender velas sin ningún éxito. Se masca coca y se ofrece hojas a la Pachamama y a Willka.
“Allá (señalando un monte a 200 metros) era la casa del abuelo (en referencia a Pablo Zárate Willka), éstas eran sus tierras”, dice don Miguel apuntando unas piedras que asegura son las ruinas de la vivienda del líder.
El piso está sembrado de tapas de cerveza que brillan con el reflejo del sol. Lejos están los tiempos del levantamiento, cerca la tierra de Willka.
También a la distancia, muy próxima a la línea del horizonte, se distingue el reflejo de la luz del sol de la tarde sobre las aguas del Desaguadero.