¿VAR de la justicia o del desahogo?

Bolivia —dotada del inocultable escudo del chico que enfrenta a un gigante— estaba saliéndose con la suya. Brasil se enredaba porque frente al temor de equivocarse no aceleraba. El trámite no superaba lo discreto y restaba una fracción después de una primera etapa que había acabado sin goles y con la silbatina del público rechazando el juego de la selección anfitriona. El ya nombrado —no célebre— VAR apareció en escena y alivianó al conjunto de Tite, sin derecho a reclamo alguno, una tarea que no era sencilla.
Pitana, bien ubicado, no vio penal. Lo sancionó tras un largo y tedioso ceremonial que —a juicio, muy subjetivo, por cierto, de este columnista— resta al fútbol una buena dosis de su esencia, aquella con la que nació y que este caro invento de la modernidad, bajo el argumento de la ecuanimidad, impone autoridad suprema, todopoderosa. Antes los árbitros juzgaban intencionalidad y Jusino, con absoluta certeza, no la tuvo en función de interceptar trayectoria. ¿O es que los zagueros deben jugar ahora con los brazos amarrados, en evidente desventaja competitiva?
Esta circunstancia modificó el transcurrir del partido. Le otorgó a Brasil el alivio que su juego era incapaz de proveerle. Entonces no resulta impertinente comenzar con el párrafo anterior. Suele afirmarse que los momentos marcan tendencia y la del cotejo inaugural de esta Copa América se dictaminó lejos del rectángulo.
El anfitrión —al margen de un frenético y engañoso arranque— no encontraba soluciones. La estruendosa pifia que bajó de las graderías al cabo del periodo inicial representó el termómetro exacto para medir su paupérrima producción.
Hubo un monólogo de cinco minutos en los que Firmino probó la reacción de Lampe y Thiago Da Silva, más tarde, casi emboca con un cabezazo. Solo eso.
Bolivia, paulatinamente, se acomodó, clausuró espacios y entendió que el adversario —huérfano de talento y anémico en la asignatura del desborde, que los históricos de la Verdeamarelha supieron emplear hasta el rango de cátedra— no era tan fiero como la presunción dejaba entrever.
Lástima, eso sí, que en mitad de cancha no hubiera ninguno vestido de verde en capacidad de abanderar al menos cierto control y adecuada administración de la pelota. El porcentaje de tenencia estableció un desequilibrio abismal, pero eso, comprobado está, no alcanza para ganar.
Es que los locales tampoco tuvieron en el andar interior una versión digna de seducción visual. La ausente inventiva impidió la profundización y el encuentro —como expresión de espectáculo— cayó en picada.
El cero a cero parcial era ideal para Bolivia. Sin demasiados sofocones (por ahí Carlos Emilio falló con el pie y Richarlison careció de puntería desde media distancia), corriendo, por lo general, detrás del balón evitaba, agrupándose, el daño y justificaba la manifiesta determinación de priorizar la contención.
Dentro de ese panorama existió espacio para una sutileza de otra órbita: Raúl Castro firmó un túnel saliendo del área propia. Una delicia aislada en medio de tantísima dinámica previsible en el terreno.
La reprimenda de Tite, durante el descanso, debió ser aguda, agria. Los suyos volvieron para el complemento, sacudidos, necesitados y determinados a despojarse de la modorra improductiva. Ya quedó descrita con suficiencia la iconografía que antecedió a la pena máxima —perfectamente ejecutada — de Philippe Coutinho en pro de deshacer el cero.
El cuadro nacional acusó el impacto y la pronta ampliación de la diferencia (frentazo de Coutinho asistido por Firmino) tradujo el desconcierto y desaplicación de toda la defensa, que autolimitada a observar la maniobra sentenció en definitiva el desenlace.
Solución rápida a un problema serio. Eso posibilitó que Brasil —lejos de cualquier matiz deslumbrante— recobrara tranquilidad y confianza.
Existe en el recuento un dato ineludiblemente revelador. La única atajada de Alisson Becker ante un envío a su arco tuvo lugar a los 43 minutos de la segunda parte. El intento fue de Leonardo Vaca, que ingresó cuando en la práctica todo estaba decidido.
Marcelo Martins transitó solitario (lo que no es novedad, sino una constante en actuaciones lejanas del país) y nunca recibió un pase que lo motivara a encarar con auténtico peligro. Debió retroceder hasta tres cuartos de cancha, más para procurar la recuperación y relegando su misión fundamental. Estuvo en desventaja numérica y la teórica mayor arma ofensiva quedó desactivada producto de una situación eminentemente propia, no a consecuencia de una virtud rival.
El único chispazo de brillantez del dueño de casa lo plasmó Everton, que salido del banco encaró a través del costado izquierdo, salió del área, divisó el hueco y mandó el balón al palo más lejano. El tercer tanto implicó la mejor maniobra de la noche.
Síntesis: Bolivia —dotada del inocultable escudo del chico que enfrenta a un gigante— estaba saliéndose con la suya. Brasil se enredaba porque frente al temor de equivocarse no aceleraba. El trámite no superaba lo discreto y restaba una fracción. El ya nombrado —no célebre— VAR apareció en escena y alivianó al anfitrión, sin derecho a reclamo alguno, una tarea que no era sencilla. Cualquier empujón sirve cuando la cosa está cuesta arriba. La pelota sí tocó la mano de Jusino. Una mera casualidad que desahogó la inhabilidad de un favorito que hasta ese instante no pasaba de ser un conjunto inofensivo, deslucido y confinado en razón a un funcionamiento colectivo de pavorosa pobreza. (15-06-2019)