‘El rehén’: El mundo adulto, entrar al simulacro
La poeta y literata Mónica Velásquez escribe una reseña literaria de la nueva novela del autor paceño Gabriel Mamani Magne, publicada por Dum Dum Editorial.

La segunda novela de Gabriel Mamani Magne (La Paz 1987) confirma a una voz potente entre los narradores actuales. La singularidad de su trabajo reside, probablemente, en dos rasgos: temáticamente transita por atmósferas y sitios poco trabajados en la narrativa nacional, como el mundo andino abordado desde su rasgo de buen comerciante migrante, sin identificación necesaria con arquetipos sociales y, formalmente, plantea una escritura despojada de artificio y centrada en la historia que cuenta; lo que no quita una fuerte presencia de la ironía y, por consecuencia, del desmontaje de valores sociales o sentidos existenciales. Quizás justamente porque le importa la indagación y los cuestionamientos, muchos de sus personajes son adolecentes o jóvenes que se inician en el mundo adulto. En esta ocasión, El rehén me permite pensar tres problemáticas: ¿es el protagonista una encarnación o representación de una masculinidad venida a menos en un entorno patriarcal?, si un padre finge el secuestro de sus propios hijos, ¿está legando una viveza o un simulacro?, ¿esta escritura confirma una tendencia referencialista en nuestra literatura o es la fisura de un modo de ver una realidad que se agujerea por todas partes?
- Recurrencias: trabajo sobre masculinidades
Ya en Seúl, São Paulo el autor había trabajado el cuartel como institución formativa de cierta hombría, ahora aborda la vida de un padre, minibusero, visto desde el punto de vista de su hijo mayor. En este caso, el ambiente patriarcal y machista que se evidencia en bromas y demandas en el sindicato, en el bar o en el barrio, de alguna manera arrincona al padre en tres derrotas: él, como conductor que progresa, debería dirigir sus energías hacia el tener algo propio. No logra más que dejar sus ilusiones revolucionarias como un sticker del Che. Luego, al ser abandonado por su pareja que se vuelve a casar y es, además, chofer de su propio minibús, debe sostener su orgullo pese a las bromas y la humillación, lo que lo lleva a responder con golpes la agresión de un colega. Y es que a escala, esa provocación refleja la agresión vital por la cual él ha quedado fuera del plan familiar. Finalmente, ante la imposibilidad de pagar sus deudas y la indemnización por el daño causado a su colega, decide fingir un secuestro a sus propios hijos. Este padre, caracterizado por el hijo como “papá es la anticumbia” o es “el Illimani sin la vaina poética”, confirma cualidades arquetípicas de lo varonil: beber, no verbalizar emociones, ser el proveedor económico, ser un padre distante más que afectivo, cuya orden no se discute, aunque se le robe dinero cuando esté borracho. Paralelamente y de refilón, como cosa de fondo, se menciona el apodo de Yuri, el padre, llamado Chuño por ser “el más negro entre los negros de ese barrio de negros en el que creció” (rasgo de un racismo frecuentemente ironizado por Gabriel Mamani).
En contrapunto, la madre sí logra salir del hogar, abandonar hijos y marido, comprar su propio minibús y trabajar como chofer en un medio tradicionalmente muy masculino. Ella se las bate contra un medio adverso, es el puro poder-hacer y gana su independencia, aunque, como lamenta el hijo, es feliz y grande, pero “renace sin ellos”. Una nueva imagen de lo materno aparece en la frase: “mamá chofer, mamá abandono” que da cuenta, simultáneamente, de su logro como persona y de su falta como lazo amoroso para los hijos. Amenazados sus lugares simbólicos, la virilidad que pudo representar Yuri, el negro Yupanqui, cae o, por lo menos, se desplaza. Pierde poder social y económico, sus amigos se burlan ante la alevosa frase que la madre pone en su movilidad: “mientras llega el indicado, a disfrutar del equivocado” (ironía que atenta contra una masculinidad tenida por irremplazable y que coloca en primer plano la vitalidad sexual de la mujer, lejos de ideales amorosos).
Esta paternidad ocurre solo porque la madre abandona, se retira de la familia. El lugar que el padre da a los hijos es únicamente el de móvil de resolución de su propio enredo, como arma, también, de herida y de venganza simbólica contra la madre, quien, para pagar, supuestamente, debería, por lo menos, empeñar su vehículo. Entonces, cuando la madre los abandona y rehace su vida con una nueva pareja, él finge el secuestro para que ella pague… Pero, en verdad, ¿qué le está cobrando?
2. Un “falso rehén”
La paradoja es que hay situaciones de las que no se sale sino cavando/cayendo más hondo. Una mentira puede operar como dispositivo que altera las relaciones familiares o sociales. Cercana a cualquier narración, crece hasta arrastrando a sus implicados en su propio ritmo. Más que una simple mentira que niegue o disfrace la verdad, aquí se asiste al engaño, digamos una mentira mayor que, en su sofisticada estructura, ya no solo niega o esconde una verdad sino más bien crea una nueva. En este caso, el simulado secuestro tiene varias capas. Si el inconsciente paterno se venga cobrando a la madre lo que supuestamente le debe al rehacer su vida sin él, ante los hijos el falso secuestro significa un teatro en el que son cómplices (activado medio por impulso lúdico, medio por el deseo de tener cerca al progenitor que les queda, lo que a momentos los iguala, los hermana). Ante sus colaboradores, es un mal negociador pues gana menos de lo acordado, ante sí mismo es el protagonista y causante de una decadencia que lo ahoga en el trago o en el llanto. El padre llora y se disculpa, pero luego se peina, baña y sonríe ante una victoria que no será posible. El simulacro paterno no puede reemplazar la impotencia varonil.
Otra dimensión posible de lectura es entender la niñez misma como un falso secuestro, pues durante esos años el infante está encerrado en una narración de adultos, una que no precisamente se estructura desde la verdad. ¿Es la adultez, vista desde los niños-adolescentes, un simulacro? Lo que no se borra de los ojos niños que han visto, que han atestiguado, no es solo la falla del plan paterno, es su caída, su desvelamiento que acaba en dolor y culpa del hijo… Qué mira un niño, qué sentidos tiene o inventa para la escena, por ejemplo, de lo que no logra reconocer… Qué de él estará impreso en esa escena fundante de la pérdida de inocencia… Podría decirse que se trata de una novela de formación cuya revelación podría formularse así: crecer es simular.
3. Movilidades
En la novela anterior, Mamani Magne miró el mundo paceño desde el movimiento migrante comerciante y la construcción de hombría desde la vivencia en el cuartel, ahora lo hace desde el mundo del transporte, uno de los sindicatos más fuertes y resistentes del medio. Ese juego de enfoques es a la vez una intencionalidad desacralizadora de lugares comunes y esencialistas respecto a identidades y, paralelamente, una toma de conciencia del ejercicio narrativo. Al inicio de la novela aparece una nota autoral: “sé que no estuve allí”, “pero he pensado tanto en eso que es como si realmente hubiese estado allí”. La potencia de la narración oral que pasa a la escrita no para ser transcrita y certificada, sino para mirar en el como-si, en el sitio del testigo advierte de una voluntad de perspectiva y de inmersión en la ficción. Se evidencia una noción de escritura como un movimiento en la perspectiva: salir de uno, contar lo que solo se sabe de oídas.
Ahora bien, en El rehén, la velocidad con que conducen el padre o la madre como símbolo de poder y de relación con el tiempo permite poner en escena la novela familiar desde los modos de circular en lo público, de asumir o representar un rol social y de competir por una validación simbólica. El mundo del transporte actualiza modos de ser en el espacio, en el tiempo de y con los demás. Por eso la frase provocadora de la madre saca de circulación la autoridad moral del padre; la velocidad de la conductora evidencia la muñeca lastimada del padre; la independencia de una hace visible la caída del otro. En medio, los hijos realizan su propio tránsito hacia una adultez lejana de ser deseable. En este nivel, el de la historia, la movilidad es literal.
Paralelamente, de fondo se asiste a búsquedas y sexualidades, más allá de una determinación identitaria: a Maicol lo viste con ropa femenina su mamá para frenar su vida pandillera, Abel es abusado por otros chicos sin que exactamente se fragüe allá una latencia homofóbica, el protagonista se inicia en una relación heterosexual. Ninguna de esas vivencias constituye una pregunta, en tanto problema. También las identidades están en tránsito, sin necesidad de fijarse en un sitio. Este aspecto aparentemente menor de la novela merece atención pues da cuenta de otro fenómeno muy siglo 21, se está en la sexualidad y sus variadas manifestaciones, no se es una de ellas.
Hoy muchas escrituras rebasan lo literario o novelesco. En cambio, esta obra es estructuralmente muy clásica, cuenta una historia, con personajes concretos, en una estructura secuencial progresiva y un final que gira y remata lo propuesto, sin alarde mayor. Sin embargo, la escritura perfectamente cuidada parece desafiar con algunas preguntas más: es una novela realista porque habla de minibuses, desamores y abandonos filiales o es el registro de una historia desde la cual se puede volver a mirar eso inasible, lo real, entrando por la cotidianidad sin que logremos develar el disimulo con que llamamos a eso que nos pasa sin poder elaborar u otorgarle sentido… A todo esto, la innovación u originalidad, ¿interesa?
Hace rato que la pregunta de lectores/as ya no pasa por el llamado valor literario, sino por ver cómo funciona una escritura, qué hace, qué nos da a pensar. El rehén no solo intercala planos diversos de interpelación a certezas culturales como la maternidad presente/paternidad ausente, o la plenitud masculina quebrada por potentes y emergentes femeninos, también pregunta, como quién no quiere la cosa, ¿y tú sigues rehén de la narración del mundo adulto, eres un punto de vista dislocado o su confirmación? Cómo se reconstruye la imagen de un padre (un gigante, una montaña tutelar, un ebrio, un mal estratega), llorando, anhelando su sitio, heredando su impotencia o reivindicándola… ¿es un hijo solo un daño colateral?, ¿de qué lenguaje mentiroso o bien fabulado somos todos falsos rehenes?

Mónica Velásquez Guzmán es poeta, investigadora, crítica literaria y docente universitaria. Ha publicado obras como El viento de los náufragos (2005) e Hija de Medea (2008). En 2007 recibió el Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal.