Gregory Corso, el poeta desafió la palabra y la vida
Corso fue un ícono de la generación beat, pero, sobre todo, un espíritu libre.
En el panorama de la literatura contemporánea, pocos nombres resuenan con la fuerza y la irreverencia de Gregory Corso, uno de los poetas más icónicos de la generación beat. Nacido en 1930 en Nueva York, Corso no fue solo un poeta, sino un espíritu libre que desafió las convenciones sociales y literarias de su tiempo. Su vida, marcada por la adversidad y la búsqueda constante de la verdad a través de la poesía, lo convirtió en una figura clave de un movimiento que transformó la cultura estadounidense en la década de 1960.
Corso falleció en 2001, dejando un legado literario que sigue inspirando a nuevas generaciones de poetas y lectores. Su obra, caracterizada por su espontaneidad, su humor y su profunda conexión con la condición humana, es un testimonio de su creencia en el poder transformador de la poesía. Como él mismo dijo: «La poesía no es nada sin el ser humano». Esta frase resume no solo su visión de la poesía, sino también su compromiso con la humanidad, incluso en sus momentos más oscuros.
Los cimientos de un poeta
La vida de Gregory Corso estuvo marcada por el abandono y la lucha desde sus primeros años. Hijo de padres adolescentes que se separaron poco después de su nacimiento, pasó su infancia en hogares de acogida y orfanatos. A los once años, fue a vivir con su padre, pero la relación no fue fácil. Corso era un joven problemático que huía constantemente de casa, lo que lo llevó a ser enviado a un reformatorio. A los doce años, fue encarcelado por robo, una experiencia que, aunque traumática, lo marcó profundamente y lo acercó a la literatura.
“Tenía trece años de edad y estaba solo en el mundo; era huérfano de madre y mi padre estaba en la guerra. Yo pertenecía a la calle, no iba a la escuela. Para vivir robaba objetos de poca monta y dormía en los tejados o en los subterráneos de la gran ciudad salvaje de Nueva York en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial. En ese año viví un extraño infierno. Creo que ese infierno es que forma a los poetas. Mi pecho se inflamaba de alegría y pena inexpresables. Yo deseaba contar al mundo entero lo que me sucedía, pero no sabía cómo. Si hubiera permanecido en las calles, tal vez no habría encontrado el modo de contar lo que deseaba. Me encarcelaron”, rememoró Corso en un escrito.
En prisión, encontró consuelo en los libros. Leyó a autores como Fyodor Dostoevsky, Percy Bysshe Shelley y Christopher Marlowe, y comenzó a vislumbrar el poder de las palabras. «En la cárcel me dediqué a aprender, no a escribir», recordaría años después. Esta etapa de su vida, aunque dura, fue fundamental para su formación como poeta. Como él mismo afirmó: «el infierno puede ser un buen lugar… si se le prueba a uno que, precisamente porque éste existe, debe existir su opuesto: el paraíso. ¿Y cuál es ese paraíso? La poesía».
Corso y la generación beat
Tras su liberación en 1950, se sumergió en el mundo literario de Nueva York, donde conoció a Allen Ginsberg, uno de los poetas más influyentes de la generación beat. Ginsberg se convirtió en su mentor y amigo, introduciéndolo en el mundo de la poesía contemporánea y experimental. Juntos, junto a figuras como Jack Kerouac y William S. Burroughs, formaron el núcleo de un movimiento que desafió las normas sociales y literarias de la época.
Corso, con su estilo único y su voz distintiva, pronto se destacó dentro del grupo. Su poesía, influenciada por el jazz y el lenguaje callejero, era una mezcla de humor, irreverencia y profundidad emocional. Como dijo Bruce Cook en su libro The Beat Generation, Corso era «un Shelley pilluelo», un poeta callejero que combinaba la sensibilidad romántica con la crudeza de la vida urbana.
En 1954, Corso publicó su primer libro, The Vestal Lady on Brattle, and Other Poems, financiado por estudiantes de Harvard. Aunque este trabajo inicial fue considerado por algunos como un ejercicio de aprendizaje, ya mostraba señales de su talento único. Reuel Denney, en una reseña para Poetry, cuestionó si el lenguaje de Corso, influenciado por el bebop y la jerga callejera, podría resonar fuera de su círculo inmediato. Sin embargo, con el tiempo, ese lenguaje se convirtió en parte del idioma nacional, demostrando la visión adelantada de Corso.

Madurez literaria y legado
En 1956, Corso se mudó a San Francisco, donde se unió a la escena literaria que estaba revolucionando la poesía estadounidense. Aunque llegó un día tarde para la famosa lectura de Ginsberg de «Howl» en la Six Gallery, pronto se estableció como una figura central del movimiento beat. Su segundo libro, Gasoline (1958), consolidó su reputación como uno de los poetas más innovadores de su generación. Influenciado por el jazz y el surrealismo, exploró en este trabajo nuevas formas de expresión poética. Como dijo Ginsberg en la introducción del libro, Corso escribía «como Charlie Parker y Miles Davis tocaban música», dejándose llevar por el ritmo y el sonido de las palabras.
A lo largo de su carrera, Corso mantuvo una voz única que combinaba lo lírico con lo irreverente. Geoffrey Thurley, en un ensayo recopilado en The Beats: Essays in Criticism, destacó que «donde Ginsberg es todo expresión y voz, Corso es calmado y rápido, a menudo caprichoso, ingenioso más que humorístico, semánticamente ágil más que proféticamente embrujador». Esta capacidad para equilibrar lo profundo con lo lúdico es una de las características que distingue a Corso de sus contemporáneos.
El poeta como agente de cambio
Corso no solo fue un poeta, sino también un visionario que creía en el poder de la poesía para transformar la sociedad. En una entrevista con Contemporary Authors, expresó su visión utópica: «siento que en el futuro muchos poetas florecerán… el espíritu poético se extenderá y llegará a todos; se mostrará no en palabras —el poema escrito— sino en el ser del hombre y en los actos que realiza». Para Corso, la poesía no era solo un arte, sino una forma de vida, una herramienta para despertar la conciencia humana.
Sin embargo, Corso también era consciente de las dificultades que enfrentaban los poetas en una sociedad que a menudo los marginaba. «En los Estados Unidos honran a la poesía, pero no a los poetas», dijo en una ocasión. Esta paradoja lo llevó a reflexionar sobre el papel del poeta en el mundo moderno. «El poeta es un agente necesario… que se vuelve recipiente de la certidumbre; es por esto que él debe existir», afirmó.
Gregory Corso, un espíritu libre
Gregory Corso falleció en 2001, pero su obra y su espíritu rebelde siguen vivos. Su poesía, llena de humor, irreverencia y profundidad, sigue inspirando a quienes buscan desafiar las normas y explorar los límites de la expresión humana. Como dijo Dennis Barone en American Book Review, Corso «continuará, y me alegra que lo haga».
En un mundo que a menudo parece carecer de sentido, la poesía de Corso nos recuerda la importancia de la autenticidad, la libertad y la búsqueda constante de la verdad. Como él mismo aseveró: «quien honre a la poesía me honra a mí. Quien me maldiga, maldice a la poesía. Soy la poesía que escribo». Y en esas palabras, encontramos no solo la esencia de Gregory Corso, sino también el poder cautivante y duradero de los versos.
Dos poemas de Gregory Corso
El yak loco
Veo cómo baten la última leche que me darán.
Quieren hacer botones con mis huesos.
Ese monje alto que está allí, cargando a mi tío, tiene una gorra nueva.
Y ese estudiante idiota suyo…
Nunca había visto esa bufanda antes.
Pobre tío, deja que lo carguen.
¡Qué triste está, qué cansado!
Me pregunto qué harán con sus huesos.
¡Y esa hermosa cola!
¡Cuántos cordones de zapatos harán con eso!
A una rosa caída
Cuando dejé de lado los versos de Mimnermus,
viví una vida de calor enlatado y manos en carne viva,
sola, no muy lejos de mi cuerpo vagué,
caminaba con la esperanza de un repentino bosque de ensueño de oro.
Oh rosa, caída, dobla tu enorme espalda vegetal; mmira hacia abajo, el sol impostor… en un sueño de invierno
hunde tu cabeza famosa como una rosa en la bilis del gigante dorado,
¡oh, rosa, aumenta la rosa aún más!
de donde en esa inmersión autocreada en el Edén
floreciste donde el Relojero de la Nada
se arrulló,
tu nacimiento hizo que pedazos de noche destrozada estallaran,
haciendo que mi bosque de ensueño se desplegara.
Sí, y el Relojero, su carne con ruedas
y sus huesos adornados con joyas se estropearon al despertar,
y ante tu Algo, huyó
agitando monjes inconscientes en sus manos relajadas.
El sol no puede ver a los espáticos agitados, el tenis de Venus
y la corte de Marte cantan la gran mentira del sol,
oh, bola de pelo lejana, absorbe los elementos;
aclara los árboles y las montañas de la tierra,
levántate y apártate de la vasta fijeza.
¡Rosa! ¡Rosa! ¡Mi rosa de orejas de hojalata! La rosa es mi ojo-mano visionaria de todo el misticismo
La rosa es mi sabia silla de casas bombardeadas
La rosa es mi paciente mirada eléctrica, ojos, ojos, ojos,
La rosa es mi papada festiva,
¡Dali Lama Gran Vicario Glorioso César rosa!
Cuando oigo gritar a la rosa
reúno todos los experimentos fallidos de un imperio anatómico
y, con algún sueño químico, descubro
la odiosa ley de la tierra y el sol, y la rosa que grita entre ellos.
Le puede interesar: La gran final de El juego del Calamar, el 27 de junio en Netflix