El artista Ángelo Valverde presenta un monumental tríptico que fusiona la tradición del retablo cristiano con la cosmovisión andina.
En materia cultural, este 2024 culminó con una gratísima y sorprendente muestra en la Casa Museo Inés Córdova – Gil Imaná: se trata del tríptico monumental de Ángelo Valverde titulado «Entre el Cielo y la Tierra». Hablamos de un retablo, herencia de la tradición cristiana figurativa, de dimensiones colosales —de forma abierta, 2,10 x 4,30 mentros y, en formato cerrado, 2,10 x 2,25 metros— que se puede categorizar como la obra cúspide en la carrera del eximio pintor, que ya lleva décadas otorgándonos personajes, entidades, pinceladas, colores y universos fascinantes para representar no los Andes en general, sino sus Andes, el mundo que se filtra a través de su propia mirada, de su poética personal.
En el panel izquierdo se presenta un moreno ataviado con espléndido traje y una máscara, mirándonos de frente con la sonrisa pícara y atemporal de las entidades tectónicas. Los pasos de baile cansinos se despliegan en la imaginación junto al saltar de los sapos de un colorado radiactivo.
En el panel central vemos a la pareja solemne, hierática, de pasantes del Preste en honor al Señor del Gran Poder, mismo que figura en el espacio central superior de toda la composición. Los rostros y posturas del hombre y la mujer ilustran a la perfección el dominio de Valverde para caracterizar, dar personalidad y profundidad a estos personajes andinos que, por la libertad estilística, lindan con el arquetipo de la paceñidad, en lugar de retratar a individuos particulares.
En el panel derecho, una cholita paceña baila con atuendo de gala: los flecos de su mantilla, la posición de su matraca y el giro de su pollera sugieren movimiento, ritmo, baile, fiesta, sin recurrir a mayores artificios pictóricos, capaces de despojar a la obra de su aspecto casi escultórico, casi fuera del tiempo. Los lagartos que la rodean parecen recordarnos la cualidad a la vez onírica y material, trascendental e inmanente, religiosa y pagana, de la fiesta y lo festivo en la cosmovisión legada por estos parajes cordilleranos.
Lo que diferencia este retablo del resto de la obra de Ángelo Valverde es, probablemente, su inclinación hacia una suerte de minimalismo compositivo; los rasgos abigarrados del mundo imaginario que antes desataba con sus pinceles se ven abstraídos y concentrados en figuras aisladas. En ese sentido, atestiguamos una composición más clásica que barroca: priman la simetría, la geometría grecorromana, el arco y el espacio escenográfico. Sin embargo, ese roce con la asepsia del arte florentino se ve contrarrestado por el uso de una paleta tan ecléctica como eléctrica que combina con osadía tonos complementarios y valores de elevado contraste, aprovechando selectos puntos áureos de la superficie. La transición de una sombría pared verde esmeralda a un diáfano cielo turquesa es coronada por la aparición de la luna andina entre espesas nubes. En los extremos del panel central, como fondo mitológico, emergen el Illimani y el Mururata, centinelas de un cosmos donde los sueños de los vivos acompasan el baile de los muertos, donde el cielo y la tierra se reúnen en lugar de oponerse, donde Alaxpacha y Manqhapacha se saben abrazar en el tiempo suspendido de la fiesta del Señor del Gran Poder.
A diferencia del «surrealismo fotográfico» de Cristian Laime o del hiperrealismo (también fotográfico) de Rosmery Mamani, Ángelo Valverde apuesta por una solución pictórica de la representación, una estilización figurativa tanto en el cuerpo humano como en el paisaje. Es esa particularidad la que le da a su obra un aura mitológica y un carácter verdaderamente festivo. Los símbolos allí inmersos no funcionan como códigos o estereotipos, sino como vehículos de la imaginación telúrica escondida en la psiquis de quien observa.
Una vez cerrado el retablo, como una caja de Pandora, se guardan las imágenes que pasan a la esfera del secreto, de la latencia. Esa posibilidad en el acabado involucra el teatro, la instalación y la puesta en escena, haciendo que el juego semántico se despliegue por territorios más vastos que la sola representación pictórica. Esperamos ansiosamente que en 2025 más público pueda acceder a este monumento visual y que numerosas muestras lo desplieguen a lo largo del país y el mundo, para que sus secretos no permanezcan cerrados bajo llave por mucho tiempo.
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David Lynch ya dejó este mundo, pero su obra está ahí, firme, brillando más y más con el pasar de los años. «Twin Peaks: The Return» (la temporada final de la serie, con 18 capítulos de una hora) no solo fue su último trabajo de gran envergadura en el ámbito audiovisual, sino que además fue su proyecto más ambicioso: en materia narrativa, en magnitud de producción, despliegue territorial, locaciones, elenco, efectos especiales, etc. La suma del todo constituye una obra monumental, con un presupuesto que un cineasta independiente y excéntrico como él probablemente no había conocido en sus proyectos anteriores.
Más allá del debate entre defensores y detractores de esta enorme empresa, cabe destacar el tremendo esfuerzo, pasión y entrega que denota cada plano, cada escena, cada capítulo, por parte de su(s) autor(es). Aquí, más que evaluar o ranquear «The Return» en la filmografía de Lynch, procuramos introducir ideas que permitan abrazar esta rareza de la televisión con una perspectiva contextualizada sobre su temática y su estética dentro de la trayectoria y la época que le tocó vivir a este coloso del séptimo arte.
1. Naked Lynch o Lynch al desnudo: «Twin Peaks» es un fenómeno muy diferente a franquicias como «Star Wars» o «Avengers», excepto por el hecho de que constituye, de igual manera, un «universo extendido», y lo viene haciendo desde que salió la precuela «Fire Walk With Me», antes de que la idea se pusiera de moda. Con «The Return», este universo se expande y se consolida como un auténtico imperio del imaginario lynchiano. Así como hay fans de «Star Wars» que seguramente trataron de levantar piedras mediante la Fuerza, «Twin Peaks» también ha creado fans capaces de inhalar líneas blancas zigzagueantes con la esperanza de entrar a la Black Lodge. Se trata de un show de culto y un territorio donde las obsesiones de su creador se despliegan sin barreras: los dobles se triplican, las cortinas rojas se elevan hasta el infinito, el humo y las luces estroboscópicas invaden la mirada, y la noche impera desatando insospechadas criaturas. En «The Return», a diferencia de la debacle intergaláctica de la franquicia «Star Wars», vemos un cariño, un cuidado meticuloso por el devenir de los personajes que, 25 años después, nos siguen transmitiendo empatía: algunos con una trayectoria crudamente realista, digna de «The Wire» y otros, como se podrán imaginar, no tanto. En «Twin Peaks», con sus picos y sus valles, podemos sumergirnos en el mundo de un Lynch al desnudo: la honestidad y el riesgo que asume al adjudicarse semejante océano de fantasmas sin autocensura ni compromisos son dignos de un verdadero poeta.
2. La pantalla fatal: Como fenómeno televisivo, «Twin Peaks» se adelanta al boom de las series y clausura el mismo 25 años más tarde, dibujando un arco que indica una era dorada de este medio que, quizás la generación X no lo tenía en mente, también había sido transitorio y efímero. La relación de Lynch con la televisión es compleja, marcada por un sentimiento de amor/odio –no olvidar que la primera acción de «Fire Walk With Me» es la bestial destrucción de un televisor, en consonancia con el sabor amargo que dejó a sus autores la injerencia de las cadenas sobre el guion y el aspecto creativo de la serie–. «The Return» no es solo un retorno al (ya) mitológico pueblo fronterizo sino también y, sobre todo, al medio televisivo; se trata casi de una revancha. En ese sentido, no se puede ignorar que este experimento plantea diálogos con varios proyectos del siglo XXI: «Mad Men» en cuanto al exquisito diseño de producción, «Breaking Bad» con respecto al retrato de la crueldad y la violencia, «Game of Thrones», al desplegar una telaraña narrativa diseminada en tiempos y espacios heterogéneos, «The Sopranos», por la mirada «humanista» y onírica del mundo del hampa, e incluso «Stranger Things» o «Dark» por su aproximación desenfadada a lo monstruoso y paranormal.
3. El precio del multiverso: Hoy en día se ha banalizado la idea –cuán peligrosa para una sana vivencia del hecho narrativo– de los famosos multiversos. En lugar de usar esta hipótesis como un comodín para hurgar caprichosamente la relojería del relato, «resucitar» personajes a placer, «rehacer» el presente como si de un trámite se tratara, «The Return» plantea el altísimo costo de una ontología de esa calaña. Convengamos en que, si existieran tales multiversos, el precio que habría que pagar por osar adentrarse en ellos tiene que ser mayor aun que el sufrimiento que produce la fatalidad de la experiencia lineal e irreversible que conocemos: ¿quizás la ominosa consciencia de un sinsentido, de un vacío, de un absurdo (multi)universal donde todo y todos dan igual y, por ende, nada tiene valor? Lynch, a su manera, parece advertir del peligro de ese ardid narrativo, síntoma de un malestar axiológico en la sociedad que no es para tomar a la ligera.
4. De Reagan a Trump, crónica de la pesadilla americana: Si «Blue Velvet» y las primeras temporadas de la serie en cuestión hablaban de una dualidad en la cultura estadounidense –por un lado, las amables casitas y jardines habitados por gente bondadosa y, por otro, el mal hormigueante acosando como una sombra–, el desarrollo posterior de la obra lynchiana escenifica una carretera hacia la perdición de un proyecto de sociedad que se va oscureciendo a velocidades vertiginosas. El Doctor Amp, influencer oriundo de Twin Peaks, encarna la indignación ante un sistema que empobrece, envilece, envenena, engaña, aliena y explota a las masas sonámbulas, mientras ese infame uno por ciento se sigue hinchando los bolsillos a costa de la desaparición de los valores y las bondades prometidas por la utopía reaganiana. Ese parece ser el pozo y esas las aguas puercas que resultaron del experimento neoliberal. Ahora, ¿nos tocará beberlas hasta el fondo y descender o seremos capaces de palearnos –mediante palas doradas– fuera de este charco de heces que nos tiene atrapados en la inmundicia existencial?
5. Al otro lado de la cámara: Además de haber enlistado a una tropa de actores y actrices estelares en el cosmos de su cinematografía junto con nuevos y suculentos fichajes, David Lynch se desafía a sí mismo en su desempeño actoral y da la cara como nunca lo había hecho. Su personaje, Gordon Cole, funciona como una metáfora del propio creador que supervisa, recluta, protege y otorga misiones a sus subalternos con un fin superior que no es sino la obra misma, algo tan misterioso como una rosa azul.
6. Hacer el humor con otro: El viaje del héroe fue y será siempre el núcleo de toda empresa narrativa. La epopeya triunfal y la tragedia desgarradora son los polos dentro de una gama de posibilidades que ofrece una estructura antropológica fundamental: la tendencia innata a contarnos historias. La crisis que se impone sobre la función heroica en la época que vivimos ya fue tratada de manera visionaria en la filmografía de Lynch –basta con analizar el proceso de los protagonistas que va desde «Blue Velvet» (1986) hasta «INLAND EMPIRE» (2006)– y hoy se hace patente en la sucesión de bodrios y aberraciones narrativas que Hollywood pare año tras año en un lento suicidio en tanto que faro del imaginario colectivo. Lynch, para dar cuenta de esta deriva del héroe viril –sin ceder a la «deconstrucción para opas» a lo Disney–, recurre al humor, a su humor: una receta que combina el absurdo kafkiano y esa cándida extrañeza de un Jacques Tati en un contexto marcado por la crueldad y la falta de humanidad. El experimento consolida la primera aproximación «seria» de Lynch a la comedia; el resultado es, como poco, desconcertante.
7. Pinturas negras para el siglo XXI: El final de las grandes guerras trae, a primera vista, un nuevo amanecer, una oportunidad para reencaminar a la especie hacia valores más nobles y luminosos. Lastimosamente, la historia nos prueba una y otra vez que no es así, que ese embrión de una sociedad mejor viene fecundado por un mal latente y de proporciones inconmensurables. Así lo percibió el viejo Goya cuando fue testigo del fin de la carnicería napoleónica y pintó esa ominosa serie de imágenes lacerantes en las paredes de su quinta. En las pinturas negras, el aragonés plasma una sensación de sinsentido universal donde solo el mal parece tener agencia, donde lo heroico solo figura como caricatura deforme y burlesca. Seres contrahechos, sucios, menesterosos, bestiales, casi inhumanos se acumulan y se confunden entre sí en medio de una penumbra espeluznante. Asimismo, en el genocidio atómico llevado a cabo por EEUU con el fin de liquidar el pleito en 1945, Lynch parece descubrir la semilla de una era terminal para el sueño de la razón. El manejo de fuerzas cuánticas, dentro de su mitología personal, ha desencadenado una energía de la que la humanidad no tiene control, tanto en sus implicaciones físicas como espirituales. El famoso capítulo 8, el capítulo negro, da cuenta de esta visión con un nivel experimental inaudito, y añade el nombre de David Lynch en el equipo de los Goyas y los Kafkas; todos productores de una poética tremendamente pesimista sobre la aventura moderna… Una aventura cuyas consecuencias aún no conocemos pero que prometen sucesos de una dimensión insólita en la historia del planeta.
Nadie sabe lo que (se) nos ocurrirá después de la muerte. Sin embargo, los que nos quedamos de este lado del escenario sabemos algo con certeza: la muerte es un punto final, un acabamiento, una clausura. Tanto es así que podemos afirmar sin lugar a error que, para la experiencia humana, la muerte es al tiempo lo que la piel es al espacio; se trata del contorno que nos define, la membrana que nos delimita en tanto que formaciones individuales. Lo extraño es que este atributo definitivo de la muerte no solo no ha impedido, sino que ha alimentado la visión, la poética, la creencia y el anhelo de una travesía, de un viaje a través de lo incorpóreo. A excepción de la cultura agnóstica, materialista y racional de la era moderna, esta cosmovisión se puede extender a la especie humana durante toda la historia y a lo largo del orbe, bajo muy diversas formas y acepciones, eso sí. Desde una perspectiva netamente antropológica me pregunto si esta intuición de un “más allá” no vendrá del hecho, por demás universal, de que todos soñamos. Me refiero a la “magia” que sucede cuando sucumbimos al peso implacable de la materia y nos rendimos al sopor, quedando literalmente inertes, como un objeto; aun en semejante estado, somos capaces de experimentar, vivir, sentir, percibir, actuar, comunicar, en fin, somos capaces de viajar. Es, quizás, esa peripecia estática que, como una fina abertura entre espesas cortinas, devela ante nuestra conciencia la posibilidad de una separación, de una autonomía del plano inmaterial respecto a las condiciones espacio-temporales de la experiencia cotidiana.
Los sueños están y estarán siempre imbuidos de misterio. Son una ventana a lo inefable. Claro, algunos dirán que, al contrario, se trata de una función biológica, una configuración neuronal (físico-química) específica, diferenciada objetivamente del funcionamiento del cerebro durante el estado de vigilia y pare de contar. Y están lo cierto, no lo niego, pero el problema es que están tan en lo cierto como alguien que describe un largometraje como una sucesión de cuadros portando diversos juegos de transparencias y opacidades que, ante un haz de luz, proyectan sombras en movimiento sobre una superficie, y pare de contar. Lo interesante, lo esencial de los sueños no es tanto que existan como el contenido específico de los mismos. De manera análoga: lo interesante de un filme no es tanto el mecanismo de grabado y proyección de la sucesión de imágenes como la catarsis que genera la aprehensión subjetiva (emocional e intelectiva) de esas imágenes.
Otro aspecto fascinante e inextricable de los sueños es su pregnancia: la implicación del soñador en la realidad onírica es total y sin medias tintas. Ni el más positivista de los estudiosos en materia neurológica es capaz de decirse a sí mismo mientras duerme: “Tranquilo. No te lo tomes tan en serio. Es solo un sueño”. La puesta en abismo, el metalenguaje del sueño es una fuente de vértigo probablemente constante entre los curiosos de nuestra especie: si lo que sueño lo vivo, ¿cómo sé que lo que vivo no lo sueño? Difícil pregunta y más aun considerando las milicias institucionales a lo largo de la historia y las culturas, empeñadas en acallar cualquier iniciativa de respuesta. En fin, el sueño para ser lo que es, como el buen cine, requiere de la alienación, de la capitulación del sujeto a una realidad ajena a la que considera como suya.
Nadie sabe lo que viven los muertos. Y quien diga lo contrario, quien se jacte de poseer un conocimiento “claro y distinto” de la realidad post mortem, de seguro es presa de una convicción ilusoria y otras falacias. Esto debido a un hecho muy simple y contundente: nadie que esté vivo ha experimentado la muerte como para poder aseverar algo al respecto y, correlativamente, nadie que haya experimentado la muerte está vivo como para poder aseverar algo al respecto. Así funcionan las cosas, esa es su naturaleza, ese es el chiste (con sus disculpas). Por eso mismo, convengamos en que la muerte, como el acto de soñar, más que ser un misterio en sí, contiene un misterio. Y es esa realidad inabarcable, innombrable e incomprensible que tanto los fanáticos religiosos como los fanáticos arreligiosos (feligreses de una ciencia que profesan como si de un credo se tratara) aborrecen profundamente, otorgándole el rol de enemigo existencial y de escollo en la traducción política de creencias, mitos y tradiciones.
Si me permito estas reflexiones crepusculares es debido a la conmovedora partida de David Lynch, a días de cumplir sus 79 años. Los lazos que vinculan mi biografía personal a este extravagante norteamericano mediante el estudio y apreciación de su trabajo –especialmente cinematográfico y musical– hacen de su muerte un motivo real de duelo para mí y para tantos amantes del corpus de monumentos audiovisuales que nos ha legado. Después de casi un cuarto de siglo de enfrentarme a Mulholland Drive por primera vez en el cine, estoy convencido de que, justamente, en la poética del misterio radica el centro –principio, medio y fin– de esta singular y preciosa obra. Eso es lo que la hace tan fascinante e incómoda. Si es susceptible de resolución, entonces no es un misterio: esa parece ser la premisa ontológica de estos relatos. Y, last but not least, lo misterioso, para ser tal, no puede ni debe ser explicado sino experimentado, como un sueño o una película de David Lynch.
Una vez que se abre una fisura en el impecable tejido del “orden productivo de las cosas” (me permito invocar a Bataille) y se deja atisbar una brizna de misterio en la existencia, entonces la existencia en su integridad puede devenir misteriosa: la muerte, los sueños y las películas, cómo no. Pero también un teléfono, un radiador, una carretera, una escena hogareña, una sala de espera, una oreja, una llave, la madera, el fuego y el humo, el río y las lágrimas, la coexistencia del amor y el mal dentro de uno mismo, la opulencia y la miseria, el sexo y la violencia, el poder y el deseo, la infancia y la vejez. Apenas franquea una minúscula brecha en la trinchera del cogito cartesiano, el misterio anega la vida cotidiana de posibilidades insospechadas y le otorga una dignidad poética despreciada por el sistema de productividad, competitividad y precarización imperantes en el capitalismo desaforado que atestiguamos.
Ha muerto un alquimista de la imagen, un maestro artesano –prefiero esta definición medieval dada la degradación en la que ha caído el rol del “artista” en esta (post)modernidad terminal–, un excepcional poeta y un ser humano entrañable. Como en toda clausura, junto a la aflicción del fin, corresponde un festejo: entonces aprovechemos esta ocasión para celebrar los sueños, los árboles, la resina, la electricidad, la pastelería, la música y el café. Nunca olvidemos que el Gran Misterio, en sus infinitos atributos y modalidades, también es una apoteósica celebración y no hay mejor ocasión que el día de hoy para experimentar tan hermosa fiesta, en honor a los que ya no están entre nosotros; a todos ellos que, aunque ausentes –¿sin saber, sabremos?–, pueden bailar, lado a lado, con los que aquí quedamos, atentos siempre a su estremecedor silencio.
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Rastros de mestizaje (como quería el propio artista que titulara la muestra en el Museo Tambo Quirquincho, que se ve del 10 al 30 de noviembre), la primera exposición individual de Ángelo Valverde en casi 10 años, concentra un meticuloso trabajo labrado desde una sensibilidad excepcional en el panorama actual de las artes plásticas del medio boliviano; sí, excepcional tanto en el manejo exquisito de los secretos del oficio como en la esencia de la búsqueda que lo motiva a lanzarse al trance pictórico.
La obra de Ángelo Valverde no evade la afirmación del mestizaje, de su realidad y de su espesor cultural. Sin embargo, al tratarlo como rastro, como vestigio, remite a un suceso pasado. Y quizás no tanto en una línea temporal histórica sino más bien en el sentido de una nueva etapa en la psiquis colectiva donde más apropiado sería el concepto de “superado”. El mestizaje —como ese producto biológico o cultural del encuentro de dos sociedades o etnias— ya no resulta satisfactorio para resumir la densidad poética de la cultura andina en el siglo XXI y, sin embargo, persiste como un espectro: algo que ya no es pero no deja de aparecer. Esos conflictos entre lo nuevo y lo viejo, lo vivido y lo revivido, lo aparente y lo esencial, son solo algunas tensiones que vehiculan estas pinceladas y veladuras preciosistas, portadoras todas de una posición muy clara respecto a la pintura, al arte y (por ende) a la vida en general.
Para situar esta propuesta en el mapa de afinidades plásticas, debemos recurrir a una tradición bien establecida en las vanguardias latinoamericanas: se advierte el simbolismo telúrico tan caro a Arturo Borda; la transformación, la exageración estilizada del objeto cotidiano propia de Fernando Botero o la pasión por los rostros de los marginados del maestro Emilio di Cavalcanti. Pero es innegable que el bagaje de barroco andino (ciertas formas y disposiciones recuerdan el grotesco infierno de la iglesia de Carabuco) y de los maestros Goya y Velásquez, el espíritu de la picaresca, todo eso alimenta esta producción con tantos insumos como lo hace el siglo XX. Claro está, este mapeo solo sirve para posicionar al artista en una constelación de escuelas y líneas pictóricas. Evidentemente esta obra no se limita a una sumatoria de influencias (alimento bien digerido) y conquista una cuenca estética propia y de insospechado poder visual.
Aquí la clave de la forma y contenido no es otra que la fiesta, pero el concepto debe ser aprehendido bajo el imperio de la cosmovisión del habitante de estas alturas andinas (desde la noche de los tiempos hasta el día de hoy). Aquí la fiesta, en primer lugar, es un deber —contrariamente a la idea ociosa e improductiva que impera en el mundo capitalista al respecto— y consiste en la suspensión colectiva del tiempo histórico para abrir las compuertas a “aquellos tiempos”, illud tempus, en un mundus imaginalis, “lugar” adimensional lleno de posibilidades (bondades y peligros). Todo estructurado por un riguroso orden ritual —en oposición a la noción caótica e individualista de la vivencia festiva de las sociedades de primer mundo— que deberá permitir enajenar, volatilizar el espíritu de los participantes así como invocar, incorporar y, por qué no decirlo, figurar, hacer aparecer, a los seres inmateriales, ánimas, que pueblan los océanos más allá de lo perceptible en la vida cotidiana.
Por todo eso, no es casual que la obra de Ángelo Valverde sea decididamente figurativa. Esta apuesta radical se apoya en su motivo predilecto: la experiencia de lo concreto trascendental y de lo trascendental concreto en el júbilo de celebratorio. Desplegados mediante una composición académica, clásica, áurea, estos cuadros, como en un buen jolgorio, resultan en una embriaguez exorbitante de forma, color y movimiento. El poder de este corpus radica en la interpretación de la anatomía, del color y de la disposición de los símbolos —humanos, animales y cósmico-telúricos— a través de la mirada mágica experimentada en el trance festivo. Hay en estos lienzos, sin duda, un desborde, un exceso, con respecto al condescendiente naturalismo folklorista al que estamos (¿mal?) acostumbrados y también la afirmación de un compromiso con el poder transgresor y lúdico de la pincelada; característica que lo aleja tanto de la abstracción como de la tentación hiperrealista, dejando en evidencia que estas tendencias, por más admirables que sean, la mayor de las veces se quedan en un notable ejercicio de virtuosismo académico pero son incapaces de producir el efecto alquímico y visionario de la figura transfigurada; algo que hace de la pintura una fiesta no solo para los sentidos, sino, y sobre todo, una fiesta para los corazones, como la obra de Ángelo Valverde