Dança à Deriva (parte III): el arte de conversar con el otro
La tercera crónica y reflexión sobre el festival de danza contemporánea que se desarrolló en San Pablo, Brasil.
¡Qué difícil es mantener una conversación real! Los artistas invitados a Dança à Deriva, se dijo, pasábamos 24 horas del día juntos y, todas las tardes, teníamos que hablar de las obras del día anterior. Con alguna excepción, la sensación con la que yo me quedaba era la siguiente: después de las presentaciones, en grupos más íntimos y en momentos de distensión con una cerveza en mano, todos daban sus impresiones reales de las obras. Mientras que ya en los conversatorios reales, con la grabadora apuntándote y los/las hacedores enfrente, la situación era otra: nos palmeábamos las espaldas y nos decíamos que todos los artistas del mundo son maravillosos, originales, válidos, necesarios…
Además, casi no había público externo, éramos nosotros mirándonos a nosotros. ¿Por qué? Solange Borelli lo dijo un par de veces: a ella no le interesa el público porque nosotros –los invitados– somos más que suficientes para llenar la sala. Muchos de los artistas parecían concordar en esa visión contra el público o de desinterés ante él (cosa que nunca me había pasado en Bolivia, ¿será que porque no tenemos fondos gubernamentales nos interesa que alguien pague entradas para ver teatro?). Pero yo intuyo además otra cosa: alguien externo, que vaya a ver esas obras, en general, saldría renegando. Ni siquiera nosotros –gente del mundo del arte– iríamos al festival luego de la segunda o tercera noche.
Y es que son muy pocas las obras (yo diría que un tercio de las presentadas) que pensaron en sus espectadores. Señal de eso es que, incluso existiendo el espacio del conversatorio, muy pocos creadores ponían sobre la mesa la pregunta explícita de: «¿Qué no funciona en mi obra?». Pregunta clave teniendo artistas de 11 países diferentes, tantas opiniones sobre la mesa… Es un síntoma de un mal mayor: los artistas (¿especialmente los de la danza?) no saben conversar. Por suerte, hay excepciones en este encuentro y con esta última, que a mi parecer tiene mucho que enseñarnos, cierro esta serie de textos.
Amor es mirarse al espejo y no romperlo (Argentina)
Hay muy poco teatro en el festival –solo dos obras, esta y «La caja de las voces», del elenco guatemalteco Apartamento 302– y a veces se siente injusto comparar una obra de danza con una de teatro. Sin embargo, como ya vimos en los textos anteriores, esa posibilidad de conectar con el público no es exclusiva de ningún arte escénico; se trata de una conciencia y de un trabajo.
Esa conciencia y ese trabajo son muy explícitos en «Amor es mirarse al espejo y no romperlo», obra dirigida por Camilo Araya y Ailén Boursiac, con diseño escenográfico de Boursiac y Agustín Sánchez Labrador, e interpretada por Araceli Genovesio. Ellos la tienen clara y juegan con las posibilidades de ese diálogo. La primera escena, clave siempre de toda obra, nos lo dice con cierta violencia: Araceli, o bueno, alguno de sus personajes (porque será varios a lo largo de la obra, persona plural, casi rizomática) nos espera con una escopeta. Nos apunta uno a uno. Así nos avisa de algo: esta obra está dirigida a ti, quizás sea violenta, pero será precisa, como un disparo entre ceja y ceja, dará en el blanco, a toda costa. ¿Cuál es ese blanco? El cuerpo gordo, pero no solo el de ella, ahí en escena, sino el cuerpo gordo ese que todos tenemos en tanto que nos hemos rechazado, hemos hecho dietas, nos hemos obsesionado con vernos de una determinada manera. Quiere que nos duela no aceptarnos y no aceptar al otro y que nos riamos también de eso, porque solo en la risa algo se transforma.
Esto solo se logra al hacer ese su cuerpo único, algo universal. Para ello, la actriz construye cientos de voces, miles. Ella encarna al 2006, a una sociópata, a una chistosilla, y, la peor de todas, la intelectual… Solo así, habitando ese su cuerpo con tanta potencia, despersonalizándose como el mago que desaparece ante tus ojos y haciendo aparecer otra cosa o en otro lugar, o –este término les gustaba mucho en el encuentro– dislocando el ser o no ser, nos incluía a nosotros, los espectadores. Esto se potenciaba a partir de 3 mecanismos:
1. Las referencias históricas. El primer mecanismo es muy latinoamericano, pero es aquí usado con sutileza y precisión: el año 2006, que es el año en el que los jeans «chupados» (como decíamos en Bolivia) se pusieron de moda, jodiendo la vida de «la gorda», también fue el año de las izquierdas (subió Evo Morales al poder, murió Pinochet y ganó Michelle Bachelet, entre otros en todo el continente…). Lo dice un personaje espantoso, vestido como loco entre jeans; escupe esta su defensa de ser un gran año entre babas que muestran también el gran manejo corporal de la actriz. El entrecruce entre lo personal y lo histórico pone en crisis a ambos ejes con gran inteligencia: ¿Acaso no son opuestos los jeans chupados, donde no entran las gordas, con los discursos de izquierda? ¿Cómo pueden suceder al mismo tiempo ambos sucesos? ¿Será porque, a decir de Brecht, la guerra implica la paz o será porque aquí hay una crítica a lo histórico desde lo personal? No me animo a dar una respuesta.
2. La interpelación directa al espectador. La intérprete juega a hacernos preguntas o a usar imágenes que ya conocemos que nos fuerzan a buscar en nuestros propios archivos personales. Por ejemplo, a unos argentinos que había en la sala, les pregunta si se imaginan a qué bar se fueron sus amigos en Bariloche –mientras ella sufría de fiebre por haber hecho «poto-cross» (diríamos en Bolivia) en la nieve sin ropa para la nieve porque no existía en su talla–; ellos responden y ella les dice que no, que deben ser muy viejos. También saca a un sacerdote-pastor evangélico-gurú hippie posmoderno, que nos da una dieta para lograr el equilibrio entre la mente, el cuerpo y el espíritu. Las interpelaciones nos hacen reír y nos llevan a un mundo de exageración que, aunque funciona como espejo, nos llena de goce y fiesta.
3. El archivo personal y la exposición del yo. Brillantemente, de fondo, irán apareciendo videos de esa rara y divertida Araceli. En ellos no solo se evidencia lo autobiográfico del asunto o lo real de la situación (en uno de los videos, de casualidad, alguien le grita «gorda»), sino que sirven para generar una empatía que Araceli va tejiendo con habilidad, cual Aracne en sus telas, para dejarnos a todos fritos. Por eso, la obra acaba con ella, desnuda, sin luz más que una linternita de luz negra; con ella ilumina su cuerpo donde, con tinta fosforescente, se han repasado sus estrías. Esa exposición del yo ante el otro, ese gesto de decir: «sí, soy vulnerable», nos recuerda que justamente solo podemos amarnos en esa vulnerabilidad y que solo ahí las cosas cambian.
Entre ladrillos haciendo sendas, pollos de hule uniendo las voces de lo social y estrías que nos recuerdan nuestra vulnerabilidad y nuestra capacidad de amar, se acabó el Dança à Deriva y, con sus luces y sombras, algo de mí se quedó en ese intenso encuentro de 10 días. Un encuentro, sin duda, que necesita repensarse, quizás con otras nociones de curaduría o con una programación menos extensa. Sin embargo, un encuentro que es necesario y que esperemos siga cumpliendo muchos más años de vida. Y es que la deriva para mí es eso: el cambio constante ante el abismo.
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