Dança à Deriva (parte II): el arte de hacer política al arte
El autor analiza dos enfoques distintos de la política expresada en el arte dentro del festival Dança à Deriva en São Paulo.
Explicitemos un poco más a lo que me refiero. Y es que viejo, como el diablo, es el dilema de la relación entre el arte y la política. Las preguntas siempre son las mismas: ¿Debe el arte comprometerse con un movimiento político? ¿Debe, por el contrario, ser una expresión de la originalidad del individuo? ¿No hay un “deber ser” y todos somos libres de lo que se nos pegue en gana?
Dança à Deriva, el encuentro de “danza, performance y artivismo” organizado en Sao Paulo entre el 22 de noviembre y el 1 de diciembre, ya lo decíamos, se compromete políticamente. El encuentro es una especie de utopía, donde los artistas convivimos, reímos, comemos, dormimos, juntos y revueltos, la experiencia es sin duda irrepetible y necesaria: posibilita el diálogo y la construcción de redes. Y me llama la atención que los artistas asistentes tienen una sensación de que algo no funciona en la programación: sales de las obras sin ganas de ver más. Solange Borelli, de hecho, menciona que no le interesan las obras, le interesan las personas…
La posición me incomoda, dan ganas de preguntarse: ¿por qué no hacer un encuentro de otro tipo si las obras no importan? Las sensaciones hablan, pero por suerte no todo se puede meter en una misma bolsa, y es que ese “compromiso político” ha sido bailado por los y las hacedoras de formas diferentes y variadas, con mayor o menor estrategia, pensando más o menos en el público (que durante el encuentro eran los artistas mismos, hablaremos de esto más adelante…). Veamos dos casos opuestos.

MR8 (Brasil)
Sale un hombre mientras hacemos fila y llama nuestra atención. En portugués (yo no hablo portugués y es el primer día de todo el encuentro, no entiendo mucho) nos cuenta de qué trata la obra: dos mártires de tiempos de dictadura, miembros del “Movimiento Revolucionário Oito de Outubro”, de donde viene el título de esta obra dirigida por Sandro Borelli e interpretada por su Cia. Carne Agonizante.
Ya en la sala, un hombre corre en escena (no encontré el nombre de los intérpretes). Va de un lado a otro, es el perseguido. Se estrella contra las paredes, se golpea la cara. Entra una mujer y entre los dos se compondrá una coreografía que como núcleo tendrá esas idas y venidas, la repetición del golpe: con las manos, con las paredes, con el piso. Uno tratará de cargar a la otra (y viceversa), jalarse adelante. Las imágenes girarán en torno a ese apoyo, ese amor mutuo, y al mismo tiempo la persecución política. Este contexto histórico, que corresponde a las dictaduras militares, es solo entendible gracias a la aclaración previa de la obra y porque, en la música, se filtran los sonidos de armas de fuego. Al final, vemos que los dos mueren, primero una, luego el otro…
Si no hubiera sido por la explicación previa a la obra, podríamos pensar que estamos viendo una versión posmoderna de Romeo y Julieta, los gestos, la imposibilidad del amor por el entorno violento… Todo coincide y, como Romeo y Julieta, para mí de las peores obras de Shakespeare no logra conmover. El aplauso es tímido al inicio hasta que sale un hombre a gritar: “¡Nunca más dictadura! ¡Nunca más Bolsonaro!”. Solo entonces el aplauso se vuelve apasionado, la gente se para a aplaudir e, incluso, una amiga me confesó que lloró en este momento. Es la potencia del discurso.
El inicio (la explicación previa a la obra) y el final (el grito antidictadura) resumen el fenómeno: es más importante lo dicho que lo hecho (es más importante decir que uno es de izquierda que hacer algo al respecto, el gobierno boliviano es claro ejemplo). El discurso triunfa sobre la estética y el espectador se ve alienado por él, no puede más que ver la confirmación de eso que él ya creía de antemano: los mártires son bueno, los militares son malos. Es decir, si alguien de “derecha” (¿qué quiere decir eso?) fuera a ver la obra, se saldría de la sala enojado o, peor aún, aburrido… ¿Es esta la mejor estrategia política?

Um (Colombia)
Por suerte hay otro enfoque, evidente en Um, obra interpretada y creada por Mauricio Florez. Su brillante primera escena es metáfora de ese acercamiento que tendrá, no solo ante la política, sino ante la vida: un personaje, medio monstruo, medio drag, se asoma a un lado del escenario, entre los telones. Como curioseando un poco, como coqueteando otro tanto, nos mira y se deja ser mirado, sonriendo. Antes de salir, se vuelve a ocultar y desaparece.
Así se irá acercando a todo en la obra, lentamente, de una manera velada o indirecta, sin necesidad de ningún discurso. Pero no por ello en esta obra “no hay política” (¿se puede eso?), sino que esa política pasa por las formas que Florez decidió poner en juego: en el drag uno reconoce el símbolo de las disidencias sexuales de nuestros tiempos; en la selección musical, marcada por la cumbia, la fuerza de goce transformadora de nuestras tierras… Esta decisión, de ir por la forma y no por el discurso, tendrá sus repercusiones en toda la propuesta que, indecisa, enamora a todos los presentes.
Entonces, cuando vuelva a entrar a escena, bailando cumbia, con un cesto de mercado en una mano y, en la otra, un pollo de hule, entrará para poner ese amor en juego. Poco a poco, uno por uno, irá entregando los pollos que sacará de la cesta a los espectadores, pero los entregará pidiendo besos y nadie –ni siquiera señoras y señores mayores– lo rechazará. Nos seduce, amamos al personaje y queremos saber qué pasa con él.
La obra continúa con una parte trágica, el monstruo modela, se descubre: sus plumas caen, él es otro pollo. Un marica, podríamos decir, esperando que nadie entienda nada despectivo a estas alturas del partido. Y, recordando los movimientos de “El lago de los cisnes”, una Odette sin Sigfrido, Um nos pide que le tiremos los pollos de hule para que muera. Esos mismos pollos con los que le marcamos el ritmo del baile, lo aclamamos en un coro de pollos, ahora serán los mismos con los que nos pida que lo mate.
Y más allá de que los pollos puedan o no ser un símbolo (de los social que a ratos aclama y a ratos hunde, del deseo que puede elevarte o matarte, de la propia homosexualidad…), el gesto no puede ser más tierno. Entre risas y amores, me animaría a decir que “alguien que apoye a Bolsonaro” podría entrar a la sala y enamorarse del personaje: la política es aquí mucho más efectiva, porque es realmente afectiva. El arte aquí es ese espacio democrático al que todos pueden asistir y, como diría Roland Barthes leyendo las tragedias griegas, interesarse por el otro, por ese con el que no tengo nada en común, pero por un momento puedo llorar sus penas y él las mías…
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