Dança à Deriva (parte I): el arte de colocar ladrillos
El encuentro en São Paulo, Brasil, celebra su decimoprimera edición como un espacio de artivismo de izquierda que propone otro mundo posible.
Entre el 22 de noviembre y el 1 de diciembre del presente año, pude asistir al encuentro de «danza, performance y artivismo», Dança à Deriva, en la ciudad de São Paulo (Brasil). Este encuentro se halla en su decimoprimera versión, esto —en el mundo de las artes donde una vez un maestro me dijo que un año de un elenco teatral es equivalente a diez— lo enmarca como una institución. Las características de esta institución son las de poseer un discurso, que la creadora y gestora del encuentro, Solange Borelli (que se sustenta en el apoyo de sus colegas Sylvia, Luis, Nelson, Yara y una larga lista de personas que hicieron esto posible), recalca siempre como alineado políticamente con la izquierda. ¿Qué quiere decir esto?
No se refiere a que apoyen a Evo o a Maduro, sino que creen en otra sociedad posible y tratan de demostrar esa posibilidad en todas sus decisiones. Por ejemplo, el lugar en el que se alojó a más de 40 artistas de los 11 países asistentes (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela) es más que particular. Se trata de «Nave Colectiva», un espacio gigantesco para albergar actividades que caminen de la mano, que compartan posición, con Midia Ninja —un medio de comunicación alternativo que tomó un rol importante en las protestas contra la corrupción en 2013 en Brasil, donde los propios civiles grababan con la cámara del celular y daban información más precisa y veloz que los medios tradicionales— y por «Fora do Eixo» —una red de colectivos culturales que cuenta con su propia moneda de intercambio de servicios y acciona en todo Brasil—.

El lugar para Dança à Deriva
La «Nave» tiene sala de cine, comedores, espacios comunes que a veces son también usados como salas de ensayo o escenarios, oficinas (donde funciona una parte de Midia Ninja), tiene un proyecto de plantación de marihuana para apoyar a niños con epilepsia…, en fin, el espacio es tan grande que te puedes perder por horas en él. Este espacio, que mantiene un diálogo de tú a tú, como señaló uno de sus fundadores, con Lula, está marcado por símbolos políticos claros: la Wiphala te recibe, sus murales te asombran y una advertencia hace las veces de tapete de entrada al segundo piso: «Fascistas não passarão». Otros espacios que visitamos como el «Armazém do Campo», dependiente del MST (Movimiento Sin Tierra), donde almorzábamos cotidianamente, o la «Cozinha Ocupação 9 de Julho», siguen esta visión.
Por todo ello, es evidente que Dança à Deriva también. La misma Solange me lo dice en una conversación privada: no podría permitir, jamás, que alguien que apoye a Bolsonaro asista a su encuentro. La lógica del suceso, donde los artistas comparten 10 días juntos, las 24 horas del día, va en este camino. Y esta acción es en realidad muy loable, pues a diferencia de cualquier otro festival, donde te presentas y te mandan a casa, aquí hay el gesto de promover redes, de establecer diálogos, de establecer vínculos afectivos y efectivos. A nivel de organización no tengo nada que reprocharles y, más bien, agradezco que exista una «utopía» (así la llamaron) que funcione y mueva el mundo cultural latinoamericano. Sin embargo, su curaduría artística, de la que hablaré mucho, también se alinea políticamente. Mi pregunta, guía de esta serie de textos sobre esta experiencia, es: ¿será esta la mejor estrategia en los términos políticos en los que el propio encuentro se plantea?
Por suerte para mí, las propias obras presentadas en este marco me brindan imágenes para pensar al respecto. Antes de empezar a acercarme a ellas, debería aclarar que me acerco como quien escribe una carta de amor, con miedo a defraudar, no solo porque es imposible escribir sobre todas las obras, sino también porque he elegido un tema —peliagudo— y no hablo de quizás fortalezas del evento. Pero elijo el punto débil porque busco hacer que algo resuene, como una provocación, en Dança à Deriva…

Los cerros son de arcilla (Colombia)
La obra Los cerros son de arcilla, del Colectivo Arquetipa (compuesto por las intérpretes y directoras Laura Monje Olaya, Ana María Vélez Urbina, Angie Tatiana Samudio, Rosa Valentina Acosta Osorio y, por el compositor musical, Luis Felipe Acosta Guerrero), transforma en danza contemporánea el documental Chircales (1972), dirigido por Marta Rodríguez y Jorge Silva. Este documental trata de una familia que producía artesanalmente ladrillos. En la obra de estas potentes colombianas, son ellas las que hacen ladrillos y, mediante imágenes poéticas, muestran la violencia de ese entorno, pero —a la vez y sin perderlo nunca— la ternura posible entre ellas cuatro, a pesar de todo…
Ese «a pesar de todo» no es aquí una metáfora. La obra se presentó en el segundo patio de FUNARTE, un exterior magnífico donde los árboles y los zaguanes sirvieron de elegante escenografía. A ello se sumó una intensa lluvia que parecía invocada por ellas y su música. Ante la violencia de la naturaleza, ellas no se detuvieron, sino que más bien mostraron estar comprometidas: pero su compromiso no pasaba por el sacrificio, incluso bajo la lluvia, sino por sus sonrisas, sus miradas cómplices, sus dulces movimientos… Por eso los movimientos iban en esa doble dirección, por un lado, el girar de polleras, que marcaba un tono suave, mientras que por el otro la violencia de ese entorno.

El espectáculo colombiano en Dança à Deriva
La violencia estaba muy bien trabajada, recuerdo con precisión una imagen: dos de las bailarinas caen al piso y, de cuatro patas, tratan de avanzar en direcciones contrarias; las otras dos bailarinas se suben —de pie— encima de sus compañeras. El peso las hace avanzar con mayor lentitud y dificultad, el entorno jala hacia abajo.
Sin embargo, a pesar de todo ello, las imágenes con ladrillos construyen caminos, senderos. Hacia el final de la obra, las bailarinas hacen un camino para una de ellas y buscan ayuda en el público a quien le dan ladrillos para aportar en la construcción de un sendero. El trabajo colaborativo, de colectivo, se pone sobre la mesa para establecer puentes y no muros. De hecho, en ningún momento de la obra estos ladrillos son usados para construir verticalmente…
El final, sin embargo, es triste, pesimista… Ese sendero lleva a la mujer a la fotografía familiar. Muy probablemente aquí hay una dura metáfora donde lo social la ha llevado a cumplir un único rol posible: el de madre, ama de casa. Entonces, el crítico espectador sabrá que esos sin fines de violencia están condenados a repetirse hasta el infinito. Pero para cerrar esta primera parte solo cabe dar un paso atrás… Los ladrillos podrían haberse usado en otras direcciones y ahí, en la posibilidad de diálogo y encuentro, veo yo una potencia.
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