Wicked, parte I
El reconocido crítico de cine, Pedro Susz, escribe sobre la más reciente aventura en el mágico mundo de Oz.
Todavía rememoro, con cierta añoranza, cuando las celebraciones cumpleañeras de los niños, que hoy son animadas por los payasitos y los videojuegos, recurrían a la exhibición, mediante un antiguo, frágil proyector portátil, de copias de películas en formato de 16 milímetros, de la adaptación original de la novela infantil de Frank Baum publicada en 1900 «El maravilloso mundo de Oz», y volcada a la pantalla con el título «El Mago de Oz» en 1939 por Víctor Fleming, con Judy Garland en el papel de Dorothy Gale. De tal suerte vimos en aquellos tiempos infinidad de veces, sin fatiga alguna, dicha realización que, aparte de la memorable personificación de Garland, supo sacarle el máximo rédito figurativo al entonces hegemónico Technicolor.
No fue aquella, por cierto, la única ocasión en la cual el cine echó mano del texto de Baum. En 1972, Hal Sutherland rodó «Regreso a la tierra de Oz» con Liza Minnelli a cargo del rol protagónico. En 1978, Sidney Lumet acometió su propia versión, apelando en «El mago» a un elenco conformado únicamente por intérpretes afroamericanos.
En 1982, el director japonés Fumihiko Takamaya presentó una versión anime de la misma historia y otras dos series de anime para televisión fueron producidas en Japón en 1986 y 1992, esta última una versión futurista de ciencia ficción titulada «La maravillosa galaxia de Oz». Corría el año 1990 cuando David Lynch en «Corazón salvaje» se inspiró libremente en la historia de Oz. Más recientemente, en 2013, fue el turno de Sam Raimi con «Oz, un mundo de fantasía».
Wicked, el proyecto
La saga pareció cobrar un nuevo impulso con la publicación en 1995 de la novela para adultos «Wicked, memoria de una bruja mala» escrita por Gregory Maguire, la cual fue adaptada en 2003 para un musical que desde entonces ha permanecido ininterrumpidamente en la cartelera de Broadway. Y este año, la productora Time Warner, que adquirió los derechos anteriormente en poder de la Metro Goldwyn Mayer, trasladó esa versión teatralizada al celuloide, dando a entender, pero sin decirlo con claridad, que el proyecto constaría de dos entregas, supuestamente un par de precuelas del original dirigido 75 años antes por Fleming.
El anuncio dio lugar enseguida a la pregunta de si esa vuelta atrás tendría algún sentido o si tan solo vendría a ser un síntoma adicional de la inocultable escasez de ideas en una industria obsesionada frenéticamente en rehacer éxitos del ayer con la mira puesta exclusivamente en la taquilla, instrumentando la nostalgia del mercado, sin importar un ápice ninguna otra consideración.
Lamentablemente, anticipo, viendo «Wicked I» (anglicismo que traducido al español significa malvado), esta última parece ser la respuesta a la señalada interrogación, dejando constancia, una vez más, de que la epidemia de secuelas, precuelas y malas copias indisimuladas de algún clásico no solo constituye una torpe estrategia de marketing, adicionalmente, por lo general, acaba siendo un desaprensivo manoseo del original.
Los personajes de Wicked
Glinda (Ariana Grande), rebautizada ahora como Galinda, y Elphaba (Cynthia Erivo), las dos brujas que son el eje central del relato de «Wicked I», ya asomaban en la versión de 1939, si bien la segunda con el apelativo genérico de «la bruja mala del oeste», dejando en claro que ella era la villana mayor del asunto. Adicionalmente, allí figuraban cuatro hechiceras, una por cada punto cardinal y, como no he visto el musical, no podría decir si las dos aquí faltantes reaparecen en la segunda parte de «Wicked», cuyo estreno ya ha sido programado para el 15 de noviembre del año entrante. Semejante adelanto es parte de la tramposa jugarreta, marketinera en esencia, instrumentada con la película dirigida por Jon M. Chu.
Cabe en este punto señalar que en su versión teatral musicalizada la adaptación de la novela de Maguire dura 165 minutos, mientras cuando sorpresivamente, luego de interminables 160 minutos, aparece en pantalla el aviso «continuará», recién el espectador se entera que pagó una entrada para ver media película y si desea enterarse dónde desemboca esta caótica trama deberá adquirir una adicional dentro de doce meses, amén de armarse con la paciencia requerida para soportar otro, hasta el empacho, inflado mejunje.
Historia
Vamos empero a lo que cuenta, y cómo, Chu. Elphaba, reinvención entonces de uno de los personajes de la producción de 1939, es el centro de atención en «Wicked I». Es en la oportunidad una joven tímida dotada de fantásticas facultades mágicas, pero cuya piel verde la convierte en blanco de mofas y menosprecio, haciendo que se sienta excluida de su entorno, en buena medida debido al rechazo de su padre, indisimuladamente asqueado por el color de su piel. Cierto día Elphaba llega a la universidad para brujas de Shiz en Oz, únicamente con el propósito de instalar allí a su hermana Nessa Rose, la protegida de papá, condenada a desplazarse en silla de ruedas. Casi de inmediato, los poderes sobrenaturales de Elphaba, que se manifiestan sobre todo cuando se encuentra enfadada o molesta, deslumbran a Madame Morrible, la maestra de brujería más connotada, quien no duda en registrarla como alumna. Y a fin de alojarla, resuelve hacerle compartir el cuarto con la muy atractiva, si comulgamos con los dogmáticos modelos imperantes, Glinda, pese a las reticencias de esta última, quien dará rienda suelta a su malestar arrinconándola en un pequeño y oscuro espacio de la habitación.
Adicionalmente, Glinda, cuya frivolidad es visualmente remarcada con el incesante pestañeo, el empalagoso movimiento de su melena y su obsesión por la elegancia al vestir, se entretiene molestando a su indeseada compañera con agresivas pullas, desafiándola en cierto momento a rivalizar en un baile de la universidad con la mera intención de humillarla, si bien Elphaba goza de un talento danzarín muy superior. Más adelante, sin que la trama se interese en ilustrar el motivo, Glinda pareciera sentir cierta compasión, dando paso a una incipiente amistad que nunca llegará a ser tal dada la subyacente competencia entre las dos. Agudizada cuando ambas se sienten atraídas por un compañero de clase, el apuesto Príncipe Fiyero, que en un inicio se siente seducido por Elphaba pero, hipnotizado, acaba formando pareja con Glinda.
La endeble simpatía recíproca da la fugaz impresión de mutar en real complicidad al enterarse Glinda (la futura Bruja Buena del Este) y Elphaba (la futura Bruja Mala del Oeste) de que el temible Oz tiene previsto enjaular a los animales del lugar y privarlos de habla. Resuelven entonces enfrentarlo sin saber que ello (recuérdese que la película de Chu ambiciona ser una precuela) decidirá sus propios destinos. O sea, la estirada trama da la impresión de tentar básicamente ilustrar el mito de origen de la segunda, si bien nada queda del todo claro en el revoltijo de música y acción armado con notoria torpeza por el director y su masivo equipo técnico.
Aspectos técnicos
O Chu y el montajista desconocen la diferencia entre ritmo y apresuramiento, o pensaron que tal era el mejor recurso para enmascarar las innumerables endebleces de la historia. El hecho es que reiterativos, alocados saltos de una secuencia a la siguiente establecen una distancia tan grande entre el espectador y los personajes que impiden no solo interiorizarse de los pormenores del relato, sino que acaban fatigando hasta el hastío, lo cual ahonda esa distancia al punto de diluir cualquier interés por cuanto sucede en la pantalla.
Erivo se encuentra dotada de una voz prodigiosa, pero su actuación resulta bastante falta de matices. Y en el caso de Grande, esta deja a consideración del espectador dictaminar en cuál de los rubros su desempeño es peor. Las interpretaciones de los varones protagónicos Jonathan Bailey como Fiyero y Jeff Goldblum en el papel del mago de Oz, mostrado con los rasgos de un bobo, no pasan de la insipidez. Ni se diga el resto del elenco secundario, mero relleno dejado en boceto.
Visualmente, la película resulta afectada por el uso, abuso en realidad, de los efectos generados por computadora, desde la misma escena inicial con un montón de simios voladores que más bien parecieran ser parte de un videojuego —igual sucede más adelante con la escena de una deliberación secreta entre animales parlantes—, y no así imágenes de cine con la magia de sumergir en la ficción a quien mira, alejándolo por el contrario hacia el hartazgo a consecuencia de su demasiado artificiosa paleta de color.
Tal obstáculo para mantener interesado al espectador se ve agrandado por la dispersa acumulación de personajes, anécdotas, subtramas, apuntes humorísticos ayunos de gracia y metáforas montadas, para peor, con una incompetencia imperdonable en cualquier producción, más todavía en una, como la de Chu, en extremo pretenciosa, anclada en la autovaloración de la supuesta importancia de los hechos que cuenta, con un no menos escurridizo acento crítico, en definitiva diluido por la sobredosis de azúcar, deambulando sin norte en su hechura, con el director perdido entre el exhibicionismo y la sustancia.
Wicked, un musical
Tratándose de un musical, cuando menos las melodías y la coreografía ameritaban ser objeto de un cuidado especial. Y si bien las canciones, algunas al menos, tienen su encanto, los movimientos coreográficos fueron filmados de un modo demasiado tosco, acentuado por el ya dicho desmadrado montaje que quiebra de un modo inoportuno la continuidad, confundiendo, se anotó también, ritmo con barullo.
La pedestre moraleja admonitoria que, al parecer, los autores del musical tentaban soplar al oído de los espectadores y Chu termina por empastelar del todo vendría a ser «nadie nace perverso, dependerá del trato recibido de los demás si se convierte en uno». Y puesto que en la hechura de Fleming la mala lo era a pleno, pero al día de hoy caracterizar como una perversa sin matices a una mujer, negra encima y, para colmo de los colmos, protagonizada por una confesa bisexual, exponía a «Wicked» a ser puesta en el banquillo, acusada de racismo, misoginia y homofobia, con posibles afectaciones a sus ingresos, Chu, tratando de aparentar la debida corrección política que lo ponga a buen resguardo de tales apreturas contables, apela a embrollar al extremo la historia, que ya venía enredada en el guion de Winnie Holzman y Dana Fox.
La última canción que se escucha lleva un sugestivo título: «Defying Gravity», ergo «desafiando a la gravedad», pero salvo se trate de una deliberada autoironía, nada en la puesta en imagen coincide con tal invitación a retar a la solemnidad. Más al contrario, de pe a pa, una cargosa aparatosidad lastra, del todo, la construcción de un relato, en buenas cuentas extraviado en sus grietas formales y conceptuales.
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