Alandia Pantoja, resucitado
Imagen: RICARDO BAJO HERRERAS
Imagen: RICARDO BAJO HERRERAS
El Museo Nacional de Arte exhibe obras de la recientemente adquirida colección del maestro, incluyendo bocetos de dos murales destruidos por la dictadura de Barrientos.
Noviembre de 1964. Falta un mes para que el club Bolívar descienda. El cine Tesla estrena la última de Brigitte Bardot, El reposo del guerrero. El matador de toros andaluz (y también actor) Enrique Vera salta a la arena del Olympic de San Pedro. René Barrientos, vicepresidente de Víctor Paz Estenssoro, da un golpe de estado apoyado por el comandante Alfredo Ovando Candia. A las tres semanas, el periódico católico Presencia —dirigido por Huáscar Cajías Kaufmann— “informa” con una foto en la tapa de la pronta eliminación de un mural de Miguel Alandia Pantoja de Palacio Quemado.
El pie de foto dice así: “Este es un detalle de mural que hace más tétrico aún al Palacio de Gobierno. Se debe a la inspiración (?) del pintor comunista Alandia Pantoja quien enseña en esa y en otras de sus obras diversas facetas de diversos muralistas mexicanos como ser Siqueiros, Diego de Rivera y Orozco que se encuentran por rara casualidad unidos en la brocha de Alandia. Este pintor que hoy vive en el extranjero trazó siniestramente algunos pasajes de la historia patria y los militares fueron vistos así por este artista que fue protegido por el MNR. Se nos ha informado que una piadosa mano de pintura blanca hará desaparecer estos brochazos monstruosos ya que decenas de militares que hoy gobiernan el país suben y bajan las escaleras del Palacio con los ojos cerrados”.
El mural tardará en ser eliminado siete meses. Había cosas más importantes que hacer (matar y torturar; y mirar para otro lado) que atentar contra la cultura. A finales de mayo de 1965, el presidente de la Junta Militar René Barrientos Ortuño ordena a los albañiles de palacio destrozar la obra y declara (por supuesto en el mismo periódico): “el mural ofendía a la Iglesia, al Ejército y a todos los valores de la vida nacional, un mural debe tener expresiones optimistas”. El dictador Barrientos había debutado como crítico de arte. El estilo grotesco y caricaturesco (Alandia Pantoja se inició como caricaturista en los 40), con el cual el maestro ridiculizaba a los generales gorilas, a los terratenientes y a los grandes empresarios explotadores capitalistas, no era definitivamente de su agrado y “gusto” artístico.
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El colega de Presencia pregunta si ha sido una decisión personal o del Gobierno: “ha surgido del criterio unánime de todos cuantos venían a este Palacio y veían ese cuadro terrible. En su reemplazo se pintará una alegoría a la Libertad”. Barrientos era sarcástico.
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Agosto de 1965, cuatro meses después del atentado: Alandia Pantoja —uno de los fundadores de la Central Obrera Nacional, precursora de la COB— “vive en el extranjero”, que diría el director de Presencia. No se ha marchado de Bolivia por decisión propia, es uno de los principales dirigentes mineros y del POR (Partido Obrero Revolucionario). Y no es la primera vez que tendrá que partir al exilio para resguardar su vida y la de su familia (dispersa por medio mundo). Serán demasiadas veces las que tendrá que agarrar sus obras/lienzos y enrollarlas alrededor de su cuerpo (y de sus familiares directos) para salvar sus cuadros de la destrucción.
Alandia Pantoja escribe en aquel agosto del 65 una carta al director del semanario Marcha de Montevideo (donde está de paso) para denunciar la destrucción de su mural Historia de la mina (82 metros cuadrados en el “hall” principal de Palacio de Gobierno). Teme que otro de sus murales (Historia del) Parlamento Burgués (72 metros cuadrados en la escalinata del Palacio Legislativo) corra el mismo destino, así como los tres que están dentro del Museo a la Revolución Nacional en la plaza Villarroel: Lucha del pueblo por su Liberación, Reforma Educacional y Voto Universal (un total de 172 metros cuadrados).
El “Pintor de la Revolución” reclama solidaridad internacionalista para “condenar a nombre de los valores humanos del mundo el arrasamiento y destrucción de obras de arte, impunemente perpetrado por el régimen intolerante y totalitario de Bolivia, mi patria. La Junta Militar de Gobierno, presidida por los generales Barrientos Ortuño y Ovando Candia, ha consumado el insólito atropello con mis pinturas monumentales en la ciudad de La Paz. Estas obras que representaban momentos históricos de mi país, de las luchas de mi pueblo por alcanzar su libertad, han sido demolidas por la piqueta de los generales, que no querían que el pueblo viese reflejado su heroísmo y su historia en documentos pictóricos vivos”.
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El pintor/activista, nacido en (el vientre de la mina) Catavi (Potosí), añade en la carta: “Este brutal atropello contra mis murales —parte de una tenebrosa conspiración internacional contra los trabajadores y la revolución boliviana— revela el profundo desprecio que la Junta Militar de Bolivia siente por las expresiones culturales. Mientras todos los países del mundo están interesados en conservarlas creaciones artísticas de todos los tiempos, como valores permanentes de la cultura, los generales bolivianos hacen lo contrario: muestran no tener respeto ni conocer el valor del arte y la cultura, al ignorar su significación espiritual en la vida”. Y lanza una pregunta al final de su misiva: “¿Es posible que en el siglo XX, los generales decreten el fusilamiento de obras de arte, cuando tiranos bárbaros de otras épocas respectaron el arte y cultura de otras civilizaciones que no eran suyas?”.
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La solidaridad internacionalista propaga su voz por todo el mundo. Más de 300 intelectuales americanos y europeos firman una carta de protesta liderada por otro gran muralista, el mexicano David Alfaro Siqueiros. La Federación Sindical de Trabajadores Mineros ofrece su sede para resguardar la obra del “compañero de acero” (Guillermo Lora dixit) y lanza un comunicado firmado por el mismo Lora: “Es un deber revolucionario defender la obra de arte, por encima toda consideración ideológica o estética. Es inconcebible que se pida que los murales de Alandia sean recubiertos con pintura blanca, la materialización de ese pedido significaría que Bolivia ha retrocedido hasta la negra época de la Inquisición”.
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Abril de 1953: ha pasado un año del triunfo de la Revolución Nacional de 1952. El presidente Víctor Paz Estenssoro invita al muralista mexicano Diego Rivera a visitar la ciudad de La Paz. Se organiza un homenaje en el Paraninfo de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA). El pintor de la revolución mexicana ha visitado Palacio Quemado el día anterior y quiere conocer al autor del mural Historia de la mina. Alandia Pantoja y su hijo primogénito/homónimo están sentados en una de las últimas filas del Paraninfo. Cuando Diego Rivera pronuncia su nombre, Alandia Pantoja se encoge en butaca por timidez. A la mañana siguiente conocerá al maestro mexicano en el Hotel Sucre del Prado paceño. El mismo día, Rivera “concede” al autodidacta Alandia Pantoja el título de artista para envidia de sus colegas salidos de la Academia. Será el “pintor de la Revolución de Abril”.
El mural destruido no era cualquier mural, era el que levantó la admiración del mismísimo Rivera. Incluso, cuenta el hijo de Alandia Pantoja, Miguel (hoy con 84 años y residiendo en Cochabamba) que el mexicano hizo esperar a Paz Estenssoro en su despacho presidencial pues se detuvo largo rato en las escaleras de Palacio para admirar cada detalle de la obra.
El primogénito del maestro es el único hijo que vive hoy tras las muertes de su hermano Sergio (hace tres años en La Paz) y de su hermana Teresa (en Chile). Miguel Alandia Viscarra —con una memoria excepcional y privilegiada— todavía recuerda los años de infancia y adolescencia en las tres casas diferentes en la que el maestro vivió con su familia en el barrio paceño de San Pedro (una en la calle Nicolás Acosta, otra sobre la plaza de toros y la última en la calle México 165, frente a la cancha de baloncesto que luego se convertiría en el Coliseo Julio Borelli Viterito). Recuerda incluso cómo su padre jugaba baloncesto con Juan Lechín Oquendo, por aquel entonces, finales de los 30, figura del club The Strongest en sus secciones de fútbol y “basket”. ¿Y si se coloca una placa conmemorativa en esta vieja casona de la calle México que hoy todavía está en pie?
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Agosto de 1961. El hijo del presidente Bautista Saavedra Mallea, conocido como el “Cholo” Saavedra, que gobernara Bolivia entre 1921 y 1925, escribe un artículo en el diario Presencia (sí, otra vez Presencia). El título: “La ideología artística, por izquierdista que sea, no da facultad para desfigurar la verdad”. Rafael Saavedra Bustillos está enojado con el mural Parlamento Burgués también conocido como Historia del Parlamente Burgués, que Alandia Pantoja ha pintado hace unos años en el Congreso. En la obra se puede ver al “Cholo” Saavedra retratado de forma grotesca, obeso, altivo, con su bigotito. Se parece a los generales gorilas que molestarán a Barrientos.
El hijo del presidente acusa a Miguel Alandia de desconocer la historia. Grosero error. Durante el mandado de su padre, se cometió una de las peores matanzas contra el naciente movimiento obrero/minero; fue la masacre de Uncía del 4 de junio de 1923. En complicidad con empresas estadounidenses, el gobierno de Saavedra (al mando del Coronel José V. Ayoroa) abrió fuego y asesinó a trabajadores que luchaban por su sindicalización y mejores condiciones de vida. A Miguel Alandia Pantoja, nadie le contó esa (primera) masacre. La vivió en vivo y en directo. Tenía nueve años. Esa salvaje represión marcó su vida. Luego vendrían otras masacres de obreros y campesinos: Siglo XX, Huanuni, Catavi, masacre del Valle (Tolata y Epizana), calle Harrington, San Juan, Villa Victoria, Villa Tunari, masacre de Octubre, Porvenir-Pando, Sacaba y Senkata…
Días después de esa publicación periodística, Alandia Pantoja responde —con el respeto y la altura de miras que lo caracterizaba— al hijo del “Cholo” Saavedra en una carta/derecho a réplica en el mismo diario de la jerarquía católica: “Sepa que el consejo que me da para informarme mejor sobre la masacre de Uncía está fuera de lugar. Puedo asegurarle que aunque niño todavía, fui espectador y testigo de cargo de aquel hecho luctuoso acontecimiento así como fui actor y víctima en la Guerra del Chaco de los apetitos imperialistas cuya voracidad empujó la ceguera y el servilismo de las clases dirigentes de Bolivia y el Paraguay a una guerra en la que ambas naciones perdieron más de 100 mil hombres del pueblo. (…) ¿A qué verdad se refiere? ¿De qué moral me habla?”. A Miguel Alandia Pantoja nadie se la charlaba.
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Septiembre de 2017: el colectivo Cementerio de Elefantes descubre un mural de Alandia Pantoja en el campamento minero de Milluni (Qutaña, distrito 13 de la ciudad de El Alto), en las faldas del Huayna Potosí. Lleva oculto desde los años 60. Los mineros (verdaderos defensores de la obra del maestro) habían tapiado —con una pared falsa— en aquella década dos murales para protegerlos. Estaban en el Teatro “Hernán Siles Zuazo” de la Radio de Milluni, enlace de La Voz del Minero. Una vez descubiertos hace siete años, ninguna autoridad (ni municipal, ni departamental ni nacional) hizo lo necesario para conservarlos y restaurarlos. Los murales fueron robados trozo a trozo. El olvido y la desidia son primas hermanas del odio de los “gorilas”.
El estudioso de la obra de Alandia Pantoja, Javier del Carpio Sempertegui (uno de los descubridores del mural de Milluni junto a Eliazar Loza), tiene la figura clara: “es una lástima que las cuestiones políticas definan la valía de un artista, su creatividad y libertad. Estaría más visibilizado y reconocido don Miguel si no hubiese cargado el estigma de activo militante trotskista del POR. La indiferencia es otra forma de destrucción, han dejado en el olvido el legado cultural de las luchas obreras y mineras”. Del Carpio compara la obra de Alandia Pantoja con la del “poeta del pueblo”, el republicano español Miguel Hernández: “ambas fueron proscritas, perseguidas y censuradas pero ambas pasaron de mano en mano del pueblo y sus organizaciones sociales y populares para rescatarlas del olvido”.
Alandia Pantoja dibujó 17 murales a lo largo de su vida, entre 1943 y 1970 (algunos fuera del país como en Lima, otros en centros mineros como Uncía y Catavi). La gran mayoría están desaparecidos hoy. Se conservan algunos como Radiodifusión (en el Banco Central de Bolivia), Hacia el mar (de 36 metros cuadrados, reconstruido en Cancillería), Petróleo en Bolivia (cinco murales de 30 metros cuadrados en la sede de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos), los tres del Museo de la Revolución Nacional (en la plaza Villarroel) e Historia de la medicina (de 50 metros cuadrados, en mal estado y con intenciones de ser restaurado en el auditorio del Hospital Obrero de La Paz). Algunos fueron rescatados justo a tiempo como Masacre y Huelga —que estaban en la sede del Prado de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, demolida en 1980— y actualmente están en el Palacio Chico del Ministerio de Culturas.
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Junio de 2024. 60 años después del atropello, los bocetos de los dos murales eliminados por Barrientos en Palacio Quemado y Palacio Legislativo ven la luz en el Museo Nacional de Arte tras la adquisición (en marzo por un valor de 150.000 dólares) del archivo/colección del pintor por parte de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia. Es un acto de justicia poética. Ya habían sido exhibidos por primera vez hace cuatro años en una fugaz exposición (duró un día) en el Museo Tambo Quirquincho de la ciudad de La Paz. En aquella ocasión, la alcaldía de Luis Revilla había prometido comprar la obra y convertir al repositorio de la plaza de Churubamba en un museo dedicado a la obra de Alandia Pantoja. Falsas promesas.
En una esquina de la plaza Murillo, los bocetos toman ahora “revancha” en el Patio de Cristal del MNA. Junto a ellos, una pequeña muestra de la colección comprada a la familia formada por 152 pinturas de caballete y los citados bocetos junto a cartas, escritos, fotografías y unos cuantos rollos de películas (una de ellas es una entrevista al maestro en la extinta Televisión de la Yugoslavia de Tito). Entre las obras —una pequeña parte de ellas se exhibe desde el martes— hay cuadros como La paraguaya, en tributo a la mujer que le ayudara a escapar tras permanecer tres años presos en Paraguay por la Guerra del Chaco.
El centenar y medio de obras se ha guardado durante décadas en un depósito en Achocalla donde estaban también (hoy se ignora su paradero) las obras coloniales que pertenecieron a la colección privada de Miguel Alandia Pantoja: un cuadro de español Francisco de Zurbarán —del Siglo de Oro— y varios de Mélchor Pérez de Holguín.
En la entrada del Patio de Cristal, en una pequeña instalación, vemos estos días la paleta, los pinceles y los pantalones manchados de pintura del maestro. Con ellos —probablemente— levantó los murales borrados, hoy “resucitados”. Para final de año, se prepara una (esperada) exposición retrospectiva con toda la colección del maestro y su biografía. ¿Y si para celebrar el Bicentenario en 2025 se vuelven a pintar/reproducir esos dos murales masacrados en Palacio Quemado y Palacio Legislativo como homenaje a Miguel Alandia Pantoja y a las luchas heroicas del pueblo boliviano?
Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras