Inmaculada
Imagen: INTERNET
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La cinta de terror religioso del director Michael Mohan está producida y protagonizada por la actirz Sydney Sweeney
Lo primero que uno estaría tentado de agradecerle al director Michael Mohan es que se tome tan solo 89 minutos para entrarle al guion escrito por Andrew Lobel, haciéndole ascos a la epidemia actual de alargar las películas porque sí, o sea, sin sustento dramático o narrativo que lo justifique. Pero ya viendo Inmaculada y habiendo constatado algunos huecos muy notorios en el relato comencé a pensar que en este caso posiblemente hubiesen sido necesarios algunos minutos más a fin de redondear personajes y situaciones y darle un mejor acabado a su trabajo, no exento por otra parte de ciertos atractivos.
El proyecto de la película fue escrito una década atrás, pero quedó archivado en un cajón debido a que ninguna empresa se mostró interesada en financiar su realización. De allí lo desenterró Sydney Sweeney, actriz de moda en Hollywood, quien se sintió tentada por asumir el papel protagónico y resolvió entonces producir el film. Para dirigirlo eligió a Mohan, con quien había trabajado en 2021 en Los voyeristas.
Inmaculada arranca con un breve prólogo. En el viejo y lúgubre convento italiano situado en las afueras de Roma, lleno de misteriosas catacumbas, que atesora en la capilla una alhaja sagrada y en varias habitaciones secretos del pasado, donde transcurrirá el grueso de la trama, cierta noche la Hermana Mary resuelve fugar del lugar robando las llaves de la mesa de noche de la Superiora. Cuando ya consiguió abrir la puerta principal es detenida por otras cuatro monjas, con el rostro cubierto por máscaras rojas, que le rompen una pierna y a renglón seguido proceden a enterrarla viva.
Enseguida el relato muestra el arribo al lugar de Cecilia, novicia norteamericana que se juró tomar los hábitos luego de salvarse, cuando apenas tenía 12 años, de morir congelada en un lago — fácticamente estuvo muerta durante siete minutos—, y ahora adoptó la decisión de trasladarse a esa abadía, donde luego de tomar los votos se propone pasar a ser la cuidadora de las religiosas afectadas de enfermedades mortales, que allí aguardan pasar al otro mundo. La secuencia introductoria recién mencionada tiene, obviamente, la finalidad de sembrar, de inicio, en el espectador la incertidumbre: ¿será el destino de Mary también el de Cecilia? Y el relato procurará develar, con mediano acierto, la respuesta.
No obstante las dificultades lingüísticas y comportamentales que Cecilia, proveniente de un entorno socio/cultural muy distinto, confronta para comunicarse con las demás habitantes del lugar incluyendo a la Madre Superiora, al igual que con el padre Sal Tedeschi, quien la convenció de optar por dicho sitio y con el cejijunto mandamás: el Cardenal Franco Merola. A Cecilia los primeros días de reclusión se le antojan haber llegado al edén. No demorará empero en darse cuenta de que esa idílica apariencia esconde turbios secretos de antaño y detestables prácticas del día a día que terminan convirtiendo a las monjas en una suerte de siervas puestas al servicio no sólo del trío rector sino de una visión del mundo donde las mujeres carecen de cualquier facultad para tomar decisiones, incluso sobre su propio cuerpo.
De ello se anoticiará cuando misteriosamente resulta estar embarazada sin haber tenido relaciones sexuales con ningún varón. “Es un milagro”, sentencian a coro el padre, el cardenal y la Superiora, bloqueando por anticipado cualquier eventualidad de que Cecilia pueda pensar siquiera en interrumpir su embarazo, lo que la lleva a sondear en los límites impuestos dentro de la congregación religiosa respecto justamente a las determinaciones acerca de su humanidad.
Tales inquietudes cobran mayor filo cuando la protagonista se entera de que el amable Tedeschi, antes de optar por la tarea clerical, fue un biólogo genetista y que ese cambio de vocación se ha traducido en la obsesión de dar a luz un nuevo mesías recuperando el ADN de Cristo, supuestamente impregnado en un Clavo Santo de la cruz donde fue crucificado —esa es precisamente la alhaja sagrada atesorada bajo estricto secreto en la capilla—. La referida manía hace que se oponga a como dé lugar a que Cecilia vaya al hospital, amén de llevarlo a manipular en su habitáculo cantidad de fetos deformes y cae en honda depresión cuando, utilizando la sangre de una gallina decapitada, Cecilia simula un aborto espontáneo, maniobra empero develada provocando que, por orden de Tedeschi, sea encerrada, bajo estricta vigilancia entretanto transcurra el tiempo de su gestación.
No resulta en modo alguno atribuible al mero azar o a la coincidencia casual de los caprichos de dos guionistas que en este año un par de películas estadounidenses aludan de modo oblicuo, pero indisimulable a las controversias en torno al tema del aborto tal cual ocurre con Inmaculada y asimismo con La Primera Profecía de Arkasha Stevenson. En realidad es el eco del movimiento sísmico provocado en vastos sectores de la sociedad de ese país por la decisión de la ahora conservadora Corte Suprema de Justicia que en 2022, al pronunciarse respecto al sonado caso “Roe versus Wade”, anuló una resolución emitida por la misma instancia en 1973, disponiendo que la interrupción del embarazo es un derecho de las mujeres, coincidente, rezaba el texto del documento, con los señalamientos de la Carta Magna respecto a la igualdad de los ciudadanos, sin distinción alguna. Poco después de emitida la colacionada disposición legal, en varios estados norteamericanos se aprobaron normas jurídicas retrotrayendo las cosas a los tiempos cuando dicha decisión de abortar debía sortear un laberinto, en definitiva infranqueable, de requisitos. Por lo demás, en el mundo entero es un tema en pleno debate aparejado a las demandas feministas, que la nueva ultraderecha cataloga como uno de los riesgos inadmisibles para la civilización occidental.
Volviendo a Inmaculada, esa tensión, política en definitiva, va empujando a Cecilia a cuestionar el patriarcado y la ortodoxia religiosa a los que se encuentra sometida, al punto de rebelarse contra su voto de obediencia e incurrir en actos que ponen en la mira las creencias que la habían movido a elegir los hábitos. Máxime cuando se percata de cuán macabras son las cosas que van aconteciendo a su alrededor, entre otras, las insanables heridas que presenta una monja de avanzada edad en sus pies a consecuencia de haber intentado dibujar allí un crucifijo, o el castigo al cual es sometida la Hermana Gwen a la cual le cortan la lengua por haber incurrido en el atrevimiento de pronunciarse a favor de Cecilia.
El guion, da la impresión, demandaba mayor trabajo en lugar de contentarse con mezclar referencias a varios títulos conceptuados en su momento, hechuras seminales de otros tantos géneros. Sin mucho esfuerzo pueden detectarse referencias a El bebé de Rosemary, la inmarcesible obra llena de sobresaltos dirigida en 1968 por Roman Polanski; Suspiria, obra maestra del género del terror a la italiana realizada en 1977 por Dario Argento; Carrie (1979), del siempre atrayente Brian de Palma; Benedetta donde Paul Verhoeven, en el 2021, también se adentraba en los claustros y sus misterios.
Con base en ese endeble libreto, la realización igualmente fluctúa entre lo rutinario y lo creativo, mezclando géneros como el suspenso, el thriller con acentos feministas, sin dejar tampoco de picotear en las aproximaciones fílmicas a los ajados, mas no por ello archivados, dogmas religiosos alusivos a posesiones demoníacas y sus respectivos exorcismos terapéuticos.
La fotografía de Elisha Christian, notoriamente inspirada en las pinturas religiosas del Renacimiento y la convincente interpretación de Sydney Sweeney, quien consigue mantener una solidez en su personificación de una Cecilia que, al transcurrir el relato, va desentrañando sin rendirse, no sin trasuntar los resquemores que ello le despierta, las dobleces del credo al cual se sintió destinada, son los dos soportes esenciales de la película. Su faena alcanza un pico en la secuencia de cierre, la cual luego de la locura que se apoderó de la trama en sus últimas secuencias se prestaba al exceso salido de todo límite. Sin embargo, en uno de sus principales aciertos, Mohan resolvió atinadamente dejar la cámara fija en la horrorizada mirada de Cecilia, suficiente para transmitir el pánico provocado en ella por la atrocidad que ve y, junto al espectador, escucha.
Esa atinada elección permite atisbar algo de talento, tímidamente expuesto, en Mohan, quien opta por lo seguro, así tal opción devenga en la pérdida de fuerza de un trabajo que prometía mucho más de cuanto por último ofrece. Ocurre por ejemplo en el caso del resto de los personajes, pues el endeble desarrollo de los mismos hace que sus papeles carezcan del suficiente espesor, a causa también del apurado salto de una situación a la siguiente, estilo que, buscando aterrorizar al espectador, arriesga despistarlo al hacerle perder el hilo de los acontecimientos.
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Es obvio: la respuesta al cada vez más generalizado hartazgo hacia las películas artificiosamente extendidas, no pasa, según pareciera suponer Mohan, por comprimir, de modo asimismo antojadizo, el relato al punto de tornarlo indescifrable para el espectador. Es cuestión de dar con el tiempo necesario para desarrollar a cabalidad la historia que se está poniendo en pantalla, en vez de apostar por la premura, lastrando las potencialidades esbozadas en los primeros 20 minutos de la entrada en materia por Mohan.
Sin embargo, lo más opinable dentro de la realización de Inmaculada es que una película cuya aspiración al parecer era poner los puntos sobre las íes al recurrente uso hollywoodense del cuerpo femenino, de la mujer en definitiva, como un objeto vendible para atraer la atención masculina, acabe incluyendo varias escenas, innecesarias desde el punto de vista dramático o narrativo, de las monjas del convento bañándose en las piletas del lugar con los cuerpos apenas tapados por unas exiguas telas transparentes que en realidad no cubren nada. Y no se trata de una observación atribuible a una disimulada moralina, más bien es un reclamo contra la incoherencia de fondo entre lo que se pretende, o simula, cuestionar y la, en realidad, adscripción a lo aparentemente cuestionado.
Ficha técnica
Titulo Original: Immaculate – Dirección: Michael Mohan – Guion: Andrew Lobel – Fotografía: Elisha Christian – Montaje: Christian Masini – Diseño: Adam Reamer – Arte: Francesco Scandale – Música: Will Bates – Efectos: John Brubaker, Paolo Galiano, Victor Perez, Casey Roberts, Brian Sales, Adrián Dimas – Producción: Sydney Sweeney, David Bernad, Jonathan Davino, Michael Heimler, Riccardo Neri, Teddy Schwarzman, Gabriela Leibowitz, Christopher Casanova, John Friedberg – Intérpretes: Sydney Sweeney, Álvaro Morte, Simona Tabasco, Benedetta Porcaroli, Giorgio Colangeli, Dora Romano, Giulia Heathfield Di Renzi, Giampiero Judica, Betty Pedrazzi, Giuseppe Lo Piccolo, Cristina Chinaglia, Niccolò Senni, Isabel Desantis, Viviane Florentine Nicolai, Marisa Regina, Laura Camassa – EEUU, ITALIA/2024
Texto: Pedro Susz K.
Fotos: Internet