Guía para ‘El Juicio Final’ del Santuario del Socavón
Imagen: José Arispe R. y Ramiro Mendieta
Imagen: José Arispe R. y Ramiro Mendieta
Más de 150 figuras componen el mural de temática religiosa con referencias sociales pintado hace 20 años por el maestro Alberto Medina Mendieta para el principal santuario de Oruro
Cada año el mes de febrero congrega a cientos de miles de personas en la ciudad de Oruro para celebrar el Carnaval más importante del país. El epicentro de esta fiesta es el Santuario de la Virgen del Socavón, un centenario templo católico visitado por devotos y bailarines en busca de atención a sus oraciones.
En una de las paredes de este templo se encuentra el mural El Juicio Universal, pintado por el maestro Alberto Medina Mendieta (Oruro, 1937-La Paz, 2021). Se trata de una obra que en su concepción ensalza el mestizaje cultural definitorio de la identidad boliviana, combinando en fondo y forma elementos devenidos del cristianismo europeo con otros de las culturas locales, a tiempo de lograr una conjunción de un discurso de temática religiosa con otro de denuncia social sobre la vida en las minas. Su análisis y valoración nos permiten, por tanto, comprender aspectos del sincretismo cultural y de la práctica artística en nuestro país.
Una visión apoteósica
El Juicio Universal es una pintura de formato rectangular y disposición vertical pintada al óleo y acrílico sobre lienzo en una superficie aproximada de 40 metros cuadrados, ubicada sobre el muro posterior de la nave izquierda del templo, a un lado de su puerta de entrada. Fue comisionada por los religiosos Siervos de María con financiamiento de la Misión Católica Española en Alemania. Para su realización, Medina trabajó durante varios años preparando numerosos bocetos —hoy perdidos— hasta conseguir su composición definitiva firmada en 2004.
La obra trata el tema de la segunda venida de Cristo, que marca el fin de los tiempos, cerrando la historia de la Salvación de acuerdo a diversos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Sus antecedentes más antiguos pueden encontrarse en miniaturas medievales, pero más concretamente en su iconografía establecida en relieves de los tímpanos de las portadas de iglesias románicas y góticas de los siglos XI a XIII, un periodo en el que la llegada del fin del mundo parecía un evento inminente debido a guerras, epidemias y hambrunas.
La versión más conocida del tema, sin embargo, es el fresco pintado por Miguel Ángel en el ábside de la Capilla Sixtina entre 1536 y 1541, durante la fase final del Renacimiento. Esta compleja obra representa el episodio bíblico haciendo un énfasis particular en la apoteósica llegada triunfal de Cristo y su acción de juez del mundo de separar con la diestra a justos y pecadores en una época en la que el Catolicismo reaccionaba con vigor ante la crisis provocada por la escisión protestante.
En la zona andina este es un tema que puede asociarse con otros de temática escatológica comunes durante el Virreinato como Las postrimerías o El Infierno. Siguiendo el ejemplo del medioevo europeo, los artistas americanos trataron estos asuntos incidiendo en sus aspectos más oscuros, intentando concitar temor en sus espectadores mestizos e indígenas en medio de los procesos de evangelización complementarios a la imposición de un orden colonial.
La obra de Medina se inspira en algunos de estos antecedentes, no obstante, su característica definitoria es la aplicación al tema de un marcado sentido neobarroco propio de las sociedades andinas contemporáneas, gesto expresado en una composición definida en el atiborramiento de sus 151 personajes, así como en el predominio de formas curvas cargadas de gran dinamismo y colorido.
Este mural destaca además por la representación de los personajes del cristianismo con rasgos propios de la población indígena y mestiza americanas, es decir, con la piel morena, cierta angulosidad facial y vestimentas de textiles andinos. Se trata de una actitud que, siguiendo las doctrinas modernistas de la Iglesia, busca acercar el cristianismo a los creyentes, pero que también inscribe la obra en una tradición indigenista resaltando la espiritualidad de los habitantes de los Andes (Recuérdense, por ejemplo, iconografías de mediados del siglo XX como el Cristo Aymara de Cecilio Guzmán de Rojas o las numerosas madonas indias de artistas como Jorge de la Reza, Marina Núñez del Prado o Emiliano Luján).
Un caos carnavalesco
Formado en la tradición del muralismo social y notoriamente influido por el cubismo, Medina parte dividiendo la composición en grandes bloques horizontales definidos por líneas oblicuas que separan y conectan los tres niveles del mundo cristiano —cielo, tierra e infierno—, recurso que en un inicio le permite distribuir a los personajes de una manera comprensible y que incita a una mirada dinámica de arriba hacia abajo y viceversa.
La figura dominante por su ubicación central y sus grandes dimensiones es la de Cristo en el momento de su aparición celestial, con los brazos extendidos en un gesto de prédica, consagración o conciliación, antes del enérgico dividir a buenos y malos utilizado por Miguel Ángel. Sobre él se alza la figura del Dios Padre, representado convencionalmente como un hombre de edad avanzada que sostiene un orbe y un callado. Además de sus rasgos indígenas, ambos son representados ataviados con coloridos ponchos andinos.
A la diestra de Dios Padre aparece la primera representación de la Virgen María como una humilde mujer indígena en posición orante que carga a su hijo en un aguayo. La segunda representación de este personaje —también con rasgos indígenas— puede verse en el lado izquierdo de Dios Hijo, en su advocación de Virgen de la Candelaria o Virgen del Socavón, a quien se dedica el templo.
Ya en este orden básico el artista rompe las convenciones iconográficas y simbólicas, efectuado una distribución muy libre de variados personajes y elementos. Su principal anomalía es la relegación de la tercera persona de la Santa Trinidad, el Espíritu Santo, representado como una paloma en la esquina superior izquierda de la composición (antes que en línea recta con El Padre y El Hijo como sugiere la tradición). En línea con esto, el cielo también aparece poblado por una corte celestial compuesta exclusivamente de querubines, serafines y tronos de todas las razas, omitiendo por completo cualquier representación de profetas y santos.
En la parte central de la composición, a ambos lados de la figura de Cristo, como cobijados por sus brazos extendidos, se representan la tierra y la humanidad. Bajo su brazo derecho aparecen retratos de varios personajes de la ciudad de Oruro, como los religiosos a cargo del santuario, Alfonso Masignani y Nico Sartori, un autorretrato del artista pintando un lienzo y un monumento dedicado a su madre, la señora Severa Mendieta, una figura a la que siempre rindió particular veneración. Alrededor del brazo izquierdo de Cristo, cobijados por la Virgen del Socavón aparecen el paisaje altiplánico de la ciudad de El Pagador coronado por el Sajama y una procesión de bailarines del Carnaval con representantes de danzas típicas como la diablada, la morenada y el tinku. Bajo la figura de Jesucristo, entre el pueblo de Oruro y el Carnaval, una imagen del Papa Juan Pablo II en gesto de bendición, representando el papel mediador de la Iglesia entre Dios y el hombre.
Entre estas escenas y la parte inferior de la obra se encuentra una avenida descendente en la que confluyen personajes anónimos del pueblo, como mineros y mujeres sufrientes con los resucitados del Último Día, que emergen de sus sepulcros identificados con las fauces del Socavón. Se trata acaso del fragmento de la obra en el que a la temática religiosa del conjunto se suma un discurso de denuncia social contra las oprobiosas condiciones de vida de los mineros, un tema que preocupó a Medina durante la mayor parte de su vida como un artista comprometido con su sociedad. La ubicación de este fragmento, entre la Tierra y el Infierno, puede recordar asimismo los sufrimientos del Purgatorio.
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Finalmente, la parte inferior del cuadro presenta una visión singular del Inframundo habitado por variadas figuras demoniacas. A la derecha del lienzo, el Diablo o Tío de la mina (se lo reconoce por el sapo en su cabeza), sentado en su trono sosteniendo un báculo coronado con una calavera y una serpiente. Junto a él otras siete figuras demoniacas que representan los Siete Pecados Capitales en sus aspectos y acciones grotescas.
Una obra digna de mayor atención
En conjunto la obra reúne las mejores aptitudes de Medina en el arte figurativo y en una figuración semicubista de grandes volúmenes. La figuración naturalista corresponde a los numerosos retratos individualizados que componen las partes superior y media de la obra, mientras que la figuración semicubista de volúmenes macizos y casi geométricos es usada para la representación del pueblo sufriente, muy en línea con la tradición del muralismo social boliviano de otros artistas como Miguel Alandia o Walter Solón. En la parte del inframundo el artista aplica un estilo mucho más suelto cercano a la caricatura en formas y colores que pueden recordar las representaciones de lo demoniaco de Arturo Borda.
El atiborramiento y el desorden de las 151 figuras que componen el mural hacen que se trate de una obra que demanda la contemplación atenta a sus ricos y variados detalles. El análisis de cada una de sus secciones revela una obra compleja y ambiciosa resuelta con gran paciencia y técnica a lo largo de al menos dos años. Un dato a considerar es que fue realizada casi enteramente en el taller del artista ubicado en la calle Jaén de la ciudad de La Paz, sobre seis grandes bastidores horizontales que fueron unidos y empotrados en el santuario por el hermano de Medina, el también artista Ramiro Mendieta en colaboración con sus hijas.
Se trata acaso de la obra más conocida e importante de Medina, uno de los más importantes e influyentes artistas bolivianos de la segunda mitad del siglo XX. En ella demuestra su dominio formal y técnico de múltiples lenguajes y medios, pero también una aguda inteligencia en la resolución libre de un tema tan complejo y conocido del cristianismo. Como los grandes maestros del arte, es posible que hubiese trabajado de manera conjunta a un entendido en temas religiosos o en consulta estrecha a los textos bíblicos.
También resulta sorprendente la habilidad del artista para incluir en esta composición un discurso explícito de denuncia social sobre los sufrimientos del pueblo. Esta obra junto a su prolífica producción de pintura mural y de caballete desarrollada en más de 50 años de carrera artística en Oruro y La Paz revelan a Medina como uno de los artistas bolivianos más comprometidos con su tierra a quien todavía se le adeudan mayores reconocimientos y estudios.
* Texto dedicado a la memoria de Karin Schulze Banavides
Texto: Reynaldo González
Fotos: José Arispe R. y Ramiro Mendieta