Argentina, 1985
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Ricardo Darín y Juan Pedro Lazani encarnan a los demandantes Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo
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El director Santiago Mitre retrata el juicio que enfrentó a Julio Strassera, Luis Moreno Ocampo y su equipo jurídico contra la dictadura militar
CINE
Aparte de su incuestionable valor cinematográfico, cual si no abordara incontables asuntos adecuados para enriquecer el paupérrimo debate local sobre nuestra propia realidad política presente, pasó casi inadvertida por las pantallas comerciales este robusto largometraje argentino plagado de connotaciones justamente propicias para retroalimentar ese escuálido intercambio de dimes y diretes alejados una enormidad de los temas que, por el contrario, debieran ocupar el centro de las controversias en curso.
Tal escasa repercusión, también es verdad, no solo resulta atribuible al vaciamiento ideológico imperante, responde asimismo a la redoblada dependencia de la exhibición cinematográfica de nuestro medio frente a las distribuidoras de la industria hegemónica cuyas películas saturan la programación, ocupando, en los multicines sobre todo, infinidad de salas, copando los horarios preferenciales y contando, es el factor determinante, con el respaldo de millonarias campañas publicitarias de alcance planetario, con las cuales resulta ciertamente muy difícil contender, sobre todo si el lucro inmediato continúa siendo el factor determinante a la hora de resolver cuánto tiempo se mantiene en pantalla cada título y qué monto de dinero se destina a divulgar y difundir los estrenos. Y eso que Argentina, 1985 es una producción Amazon Prime, una de las mayores plataformas de streaming, lo cual no deja de ser sugestivo teniendo en cuenta la materia abordada en el séptimo largometraje del director Santiago Mitre, responsable también del guion, junto a Mariano Llinás, con quien compartió antes dicha tarea creativa en La cordillera (2017) valioso antecedente en la filmografía de Mitre.
Brevemente. Aquella producción, asimismo aquí proyectada de manera fugaz, y de igual manera protagonizada por Ricardo Darín, figura prominente del último cine del vecino país, echaba el ojo sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos escenificada en Chile con el objetivo de diseñar las estrategias geopolíticas y las alianzas regionales. Hernán Blanco, el primer mandatario argentino —personificado por Darín justamente— atraviesa por un complicado momento político y personal debido a un acto de corrupción de su yerno, comprobando cuán distinto resulta vivir una situación de esa índole desde la planicie donde habita el común y desde la cumbre del poder.
Algo parecido le acontece en Argentina, 1985, esta basada en hechos reales como insisten en remarcar los textos que preceden al desarrollo de la trama, siguiendo los pasos del fiscal Julio César Strassera, oscuro funcionario judicial desde 1976, repentinamente enfrentado en el año del título a la trascendente responsabilidad de ponerse a la cabeza de la fiscalía, o sea, de la parte acusadora ante el primer tribunal civil que, a lo largo de la historia argentina, tuvo a su cargo el juzgamiento de los nueve integrantes de las dictatoriales juntas militares que gobernaron ese país entre 1976 y 1983, durante el denominado Proceso de Reorganización Nacional —o simplemente “Proceso”—, bestial régimen autoritario que provocó la desaparición de 30.000 ciudadanos(as), otros tantos miles de exilios, el veto a las organizaciones partidarias lo mismo que sindicales y el silenciamiento a sangre y fuego de cualquier atisbo de oposición.

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De haberse atenido a la lógica elemental y al sentido común, siendo que, por supuesto, eran los espectadores connacionales del realizador, especialmente quienes no vivieron en carne propia aquella época de espanto, los primeros destinatarios interpelados por la recreación de ese tenso proceso a los cabecillas, no todos, del plan de exterminio de los opositores, que expuso a la luz pública una parte de las atrocidades cometidas por el régimen interpelado, Mitre pudo haberse inclinado hacia un empaque narrativo de tono documental. Barruntando empero, quizás, que en un momento de hartazgo con la política y desencanto con los políticos, ello le dificultaría empatizar con los receptores, optó peligrosamente por apelar a las fórmulas hollywoodenses de las típicas películas “de juicio”, sin renunciar siquiera al humor, cosa que a priori pudo considerarse imposible dado el dramatismo de la temática. Que dicha riesgosa opción funcionó, pudo constarse con el hecho de que en Argentina su película estuvo, con mucha distancia, a la cabeza de las cifras de espectadores durante más de un mes no obstante competir con las últimas megaproducciones del norte.
Desde luego la opción elegida entrañaba otras sinuosidades, desde la espectacularización gratuita de episodios del todo distantes del habitual amarillismo noticioso, hasta la eventualidad de dar pábulo a las sospechas de una adhesión encubierta a los relatos fraguados por los simpatizantes del régimen, aludiendo a los presuntos “dos demonios” enfrentados, con la intención de enmascarar y justificar las barbaridades, relato por los demás perviviente al día de hoy en las tonterías negacionistas expresadas en las posiciones de Milei y otros ejemplares de similar catadura.
Pues no. Si bien algunos de sus coterráneos le echaron en cara ciertas omisiones (el decisivo papel de las organizaciones ciudadanas pro derechos humanos, el del presidente Alfonsín), Mitre encontró la modulación adecuada y el equilibrio preciso para aventar cualquier reparo, mérito atribuible asimismo al aporte de Llinás en la construcción del guion. La clave estribó en no haber cedido a la más mínima tentación de pintar a Strassera como un superhéroe, mostrándolo simplemente como un ser humano consciente de sus responsabilidades profesionales y ciudadanas, pero en ningún caso exento tampoco de dudas, vacilaciones y miedos provocados por las amenazas de los uniformados hacia él y su familia, así como por las objeciones de la parentela, con especial énfasis de la madre. Asimismo fue esencial la decisión de no tensionar la narración al punto de activar en los espectadores el natural bloqueo causado por una sobrecarga insoportable de dramatismo, agotándolos o llevándolos a desear el pronto final de la narración.
Abundan por cierto, pero sin caer en la demasía, momentos pico en extremo sobrecogedores. Tal, entre otras, la escena de la denuncia de Adriana Calvo Laborde testimoniando cómo fue forzada a dar a luz con los ojos cubiertos en presencia de sus secuestradores uniformados, quienes le arrancaron la placenta, la tiraron al suelo y la obligaron a baldear desnuda todo el lugar.
Los momentos de humor, en el modo de necesarios respiros, dados los casi 150 minutos de duración de la película —tiempo, que dicho sea de paso, no se siente en absoluto estirado— están sobre todo centrados en las discusiones, lindantes a momentos con el disparate, en el grupo de bisoños abogados y estudiantes de derecho reclutados a la rápida por Strassera y su ladero Luis Moreno Ocampo, él mismo un novel jurista proveniente de una familia oligárquica, para hacerse cargo de la investigación de 760 de los 30.000 casos elegidos para fundamentar las acusaciones contra los encausados, ante la temerosa reticencia del resto de sus colegas, debido a las amenazas del entorno de aquellos o directamente a su adhesión al régimen puesto en el banquillo.
Tales breves paréntesis, al igual que la inclusión de tomas de archivo recuperadas de noticieros o filmaciones de la época, si bien el histórico juicio no fue transmitido por televisión, ni siquiera por el canal estatal asimismo a consecuencia de las intimidaciones militares o de la complicidad de los canales privados casi en su totalidad propagandistas del Proceso, dejan paso enseguida a la retoma de la recreación puntual de los alegatos y contra-alegatos expuestos en el curso de aquel genuino intento de hacer justicia ejemplarizadora prolongado a lo largo de cinco meses plagados de testimonios escalofriantes —alrededor de 800—, hasta concluir con la recreación in extenso del alegato final de Strassera, cerrado con su recordada sentencia alusiva a la importancia de no borrar de la memoria aquellas abyecciones: “Nunca Más”.

Desde luego las sobrias, contenidas, y por ello impresionantes, faenas de Darín y Lanzani en los roles de Strassera y Moreno Ocampo son uno de los sustentos esenciales del film, gracias a haberse rehuido a intentar copiar a los personajes reales, caer en la autocomplacencia con sus papeles o incurrir en la petulancia. Y en el resto del elenco abundan asimismo las composiciones dignas de mención: en particular la del joven Santiago Armas como Javier, hijo menor de Strassera y una suerte de otro yo que filtra y redimensiona los acontecimientos con una soltura distante del peso abrumador del compromiso que agobia a papá en la intimidad; la de Alejandra Flechner como Silvia, su esposa; la de Laura Paredes en la piel de Adriana Calvo; y, por cierto, la de Norman Brisky a cargo de la figura de “el Ruso”, personaje de ficción que hace las veces de consejero del fiscal, suministrando también con sus apariciones el soplo de aire fresco requerido, por los motivos ya señalados, en la tarea narrativa, ejecutada con sólido oficio por Mitre.
La pulcra ambientación de época y la inclusión en la banda sonora de populares canciones de la época —si bien tal vez en este rubro el tratamiento peque un tanto de exceso—, también ponen lo suyo en el perfecto acabado de una obra maciza, de enorme calado didáctico e imprescindible visualización cuando las brumas del tiempo comienzan a velar aquellos acontecimientos que, haciendo nuestra la aseveración del protagonista, no debieran reproducirse nunca más. Y no tan solo en la Argentina, claro.
Finalmente: un par de producciones de la misma procedencia (La historia oficial -Luis Puenzo/1985, El secreto de sus ojos – José Luis Campanella/2009), ambas concernidas de una u otra manera, al igual que Argentina, 1985, con los entretelones y las averías de las políticas genocidas de Videla, Massera, Agosti, Viola, Galtieri y sus pares, obtuvieron los dos premios Oscar logrados hasta la fecha por ese país, galardón al que ahora aspira el emprendimiento de Mitre. Que finalmente vaya a conseguirlo o no es un tema de muy escasa relevancia desvalorizado como está al haber quedado en evidencia que no dista nada de reducirse a ser la mera vitrina comercial con una oscura trastienda, pero el dato no deja de ser de todos modos anecdóticamente llamativo.