Pateando al Perro reencuentro: Cuidado con ‘los perros’
El reencuentro de Pateando al Perro llenó el pasado jueves y viernes el Teatro Nuna de La Paz y anoche el Fire&Ice de Tarija
Breve historia de una banda efímera
La culpa de todo la tiene Carlos Saúl Menem. El padre y el hijo están cansados de discutir de política. El hijo recuerda a su hermano desaparecido (“Bachi”) por la dictadura y carga contra su viejo, al que apodan “Pajarito”. El presidente va a ser reelegido, va a ganar y gobernará cinco años más, dice el padre. “O te vas de la Argentina o mozzarella, te la bancas”. Es la frase que cierra la discusión, o al menos eso parece. Unas semanas después, un amigo baterista del hijo parte desde Córdoba a Tarija para montar un boliche. “Estoy armando una banda de rock para tocar, venite”. Ni corto, ni perezoso, el hijo ha encontrado la oportunidad de poner tierra de por medio entre Menem y él. Es aquí y es ahora. “¿Cómo te vas a ir a Bolivia? Te vas a morir de hambre”, es la última frase del viejo.
Han pasado 27 años y Gonzalo Gómez no se ha muerto de hambre. Es un querendón del país, ha formado familia boliviana y es un paceño más, hincha del poderoso The Strongest, de yapa. El amigo que lo llamó y convenció se llama Marcelo Martínez, mendocino criado en San Francisco (Córdoba). Y el boliche chapaco, El ojo blindado (por una canción de Sumo), a la vuelta del mercado. El “batero” ha convocado también a otro amigo cordobés, Julio Jaime (con el que ha compartido en Diván japonés) y ha convencido también al guitarrista Gastón Ezequiel Nigro con el que ha tocado en Paveyón. Corre el mes de febrero de 1996 y está a punto de nacer Pateando al Perro, mítico y efímero grupo de rock que este fin de semana celebró su reencuentro con tres conciertos en La Paz (Teatro Nuna) y Tarija (pub Fire&Ice).
Gonzalo Gómez, alma mater de “los perros”, agarra su primera guitarra eléctrica a los 13 años. Su amigo de la infancia, Gastón Nigro, ha recibido ese regalo pero él ya tiene una acústica con la cual toca folklore argentino. Con 15 años forman su primera banda en Villa María, a 50 kilómetros de su localidad natal (Oliva); se llaman Sudaca y hacen rock sinfónico. Con 20 años se van para Córdoba capital y nace El triángulo, con versiones de Divididos, Sumo, Ratones Paranoicos y Los Redonditos de Ricota. Un año después, ya con Marcelo Martínez en la “bata” y Nigro en la primera guitarra, Paveyón se suma a la moda del “grunge” de inicios de los años 90. Las primeras composiciones del grupo —como Ciudades perdidas y Caras y más caras— van a sobrevivir hasta la época de Pateando al Perro y Gogo Blues.
Entre 1993 y 1995, los cordobeses regresan a Oliva y deciden homenajear al doctor Emilio Vidal Abal, una institución en salud mental de la Argentina y director del hospital psiquiátrico que hoy lleva su nombre. La Vidal Abal estrena canciones como Cosas negras, Somos distintos y El tren de la Extreya Venyuya. Estos temas también van a ser adoptados/recuperados por “los perros”.
El primer local de ensayo está en el barrio tarijeño de San Luis. Los vecinos se acercaban a ver tocar a cuatro argentinos “sucios y desprolijos” (como diría Pappo). La primera formación tiene a Marcelo en la batería, Julito (“el más bajo de los bajos”, como dice Gonzalo) y un guitarrista “maluco” (chapaco criado en Buenos Aires). Cuando llega Gómez, choca con el “violero”. Entonces llega otra frase que marca, como aquella del viejo: “No puedes entrar al pueblo pateando al perro”. La respuesta, esta vez, fue inmediata: “gracias, ya tengo el nombre de la banda”. Cuando llega Nigro en octubre de 1995, el grupo comienza a hacer estragos en los ambientes culturales y rockeros de Tarija.
La primera tocada en El ojo blindado se recuerda hasta el día de hoy. A Nigro le hacen una advertencia: “perfil bajo, Gastón, no queremos escándalos, acabamos de llegar”. Nigro —que hoy en día toca en Motorblues, tiene un camión y un restaurante en la sierra de Córdoba— no hace mucho caso. Aparece en el bar con el pelo pintado de verde y un pijama rojo con gatitos negros a modo de calza. Esto no es todo. A medida que el concierto avanza y bajo un calor sofocante, la pintura cae sobre su rostro componiendo una estampa salida de una película “gore” de serie zeta. Las habladurías corren como la pólvora por toda la ciudad y un segundo boliche se anima a programar a “los perros”. Es El marqués, donde ahora es Macondo Pizza Pazza, sobre la calle Ingavi. Sus dueños, Alvarito Bazán y Virginio “Amarillo” Lema (el hijo del recordado “Gringo Limón”) les abren las puertas de par en par.
LA GRÁFICA
Cuando llega la banda paceña WAPB’S (acrónimo de “We Are Pendex Boys”) a tocar a Tarija, el destino vuelve a dar otro volantazo impredecible. Daniel Zegada (más conocido como “Zegadex”, el talento puro más grande de Bolivia al frente de una “bata”) lanza dos preguntas, tras ver a sus teloneros: “¿qué están haciendo acá?, ¿ustedes están locos?”
La respuesta es un viaje de ida (sin vuelta) a La Paz. A la ciudad de los cerros y los ríos llegan cuatro cordobeses y un sueco. No es el comienzo de ningún chiste. Al sueco que hace de mánager le prestan una casa en la calle Calama, a una cuadra del Regimiento Colorados de Bolivia. “Los perros” entran en la ciudad “a paso de vencedores”. Robert Karl Gustav Swan viene de tocar y cantar con ellos en El Triángulo. Los cordobeses lo bautizan: será “Roberto Carlos” y ellos cuatro serán su “millón de amigos”. Swan vive hoy en Suecia casado con una boliviana de Villamontes que conoció primero en Córdoba y luego en Laferrere (La Matanza, provincia de Buenos Aires).
La primera tocada en La Paz es en La Luna, el legendario/diminuto pub de Jorge “Coco” Cárdenas y Martha Luciana Cárdenas. Estamos en febrero de 1996 y la ciudad está a punto de descubrir a Pateando al Perro. De La Luna, “los perros” saltan al café Montmartre de la Alianza Francesa y poco más tarde al mítico Socavón (cuya agenda llevaba Rodrigo “Grillo” Villegas) y al inoxidable Equinoccio (cuando lo regentaba Omar, el hermano de Ricardo Zelaya).
“En el Soca no se podía tocar si no tenías un disco grabado, el “Grillo” se la jugó por nosotros y tocamos un fin de semana, debió ser el finde con menos gente de toda la historia del Soca”, cuenta Gonzalo Gómez, ya sin la melena rizada, las camisetas a rayas y la vincha roja con la que actuaba en aquella época. El “Equi”, gracias al periodista Sergio Cáceres (cofundador del quincenal El Juguete Rabioso), les abre un espacio fijo: los martes. Poco a poco, la banda comienza a ganar unos pesos. Los miércoles actúan en el “Soca” y en el Green Bar, el boliche de Mauro Gámez en la Belisario Salinas. Los fines de semana, en La Luna de la calle Oruro, esquina Murillo.
Cuando el dueño de la cafetería/pub Caras y Caretas, debajo del Equinoccio, les contrata por un mes, las puertas del cielo se abren para Gonzalo, Gastón, Julito y Franz Fox (que ha entrado a sustituir a Marcelo). “Los perros” cobran por cada tocada entre 200 y 300 bolivianos y viven ahora en Villa Fátima, a una cuadra de la Plaza del Maestro. “Juan Pablo Prudencio nos pagó 500 dólares de la época. Con esa plata comimos muchas semanas y tuvimos para todos nuestros vicios”, cuenta Gómez que al día de hoy “está limpio” tras muchos años de adicción a “la blanca”.
La noche que Óscar García los ve por primera vez en el Socavón de Sopocachi, nace el primer disco. Se llamará Disfrazados, se grabará entre 1997 y 1998 en los estudios de Pro Audio del “Mosca” Claros en una “casa embrujada” de Irpavi. Se presentará al año siguiente en la discoteca Fórum, un 13 de abril. El debut discográfico para Sony Music tiene 13 canciones y el primer sencillo (Caras y más caras) llega con un videoclip/joya dirigido por Gery Saenz con la participación vocal de Omar Adrián González de Octavia y la aparición fugaz del actor Pedro Grossman. En el último fotograma del psicodélico “clip” —grabado en el Salar de Gastón Ugalde— se puede leer un “trapo” que dice: “Prohibido el ingreso a personas particulares. Cuidado con los perros”. Los problemas con las entonces llamadas sociedades protectores de animales son una constancia en la historia efímera de la banda (cinco años y medio de conciertos y dos discos en apenas dos años).
En esa primera y penúltima placa —con tapa del cineasta Marcos Loayza— también se pueden escuchar: Santa Cru, Mierda y El hombre buscado. El crítico musical Carlos Rocabado escribe en su blog: “el álbum está dedicado sin rodeos al hard rock de riff y estribillo, aquel que, como la polka de Benedetti, busca incrustarse en el cerebro del oyente para que éste lo tararee al acostarse y también al despertarse. En formas, el disco es casi impecable. Ricardo Sasaki se encarga del sonido en casi todos los tramos, es una garantía. El arte gráfico es también bueno y nos brinda la posibilidad de distraernos con una mini-tira absurda y tragicómica. En cambio, las canciones, la composición y el fondo mismo del asunto no son muy inspirados. El disco usa y abusa del recurso de repetición de cortas frases durante largos lapsos. Todos los temas llevan un ritmo imparable, aquí no encontrarás pausas ni baladitas”.
Es cierto, las letras nunca fueron el fuerte de Pateando al Perro pero la hinchada rockera paceña era la primera vez que veía a una banda sobre el escenario con tanta garra, polenta y saber estar. Si no lo sentías, no lo entendías. Gonzalo Gómez era/es un verdadero “frontman”, un especialista en transmitir el ADN del rocanrol: actitud, fiereza y una inevitable carga sexual a la hora de tocar la guitarra. En cada tocada aparece también un selecto grupo de chicas/fans —algunas tras la “percha” de Gastón Nigro—; eran las “grupies”; eran las “amigas”, apostilla Julito.
Los conciertos multitudinarios no tardan en llegar y Pateando al Perro actúa en la Plaza de los Héroes y en la plaza Villarroel en festivales pro derechos humanos. También salen de gira junto a Octavia, Maldita Jakeca y PK-2 en una campaña a favor del uso del condón para prevenir el VIH-sida. Y conocen el país gracias a la música, los festivales y los bares: El Túnel de Santa Cruz, el Kefren de Cochabamba, el Festival Internacional de la Cultura de Sucre…
En 2000 llega el esperado segundo disco, presentado en noviembre en el Teatro Municipal. La tapa está firmada por Álex Zapata, gran guitarrista “slide” (al más puro estilo Steve Ray Vaughan) y artista plástico connotado. Producido por Óscar García y Ricardo Sasaki Cajías, los “perros” posan para las cámaras de Jaime Cisneros, Héctor Olguín y el cubano Alejandro Azcuy con el torso desnudo para el interior del librillo del CD. Gonzalo Gómez tiene una lengua de los Rolling Stones cerca del corazón y un retrato de Hendrix en el hombro derecho. Franz Fox —otro stronguista de pura cepa— se ha tatuado un zorro con pinta de tigre.
El disco —con diseño gráfico del propio Fox— viene con 16 temas: Vieja de mierda trae en los coros a un verdadero equipazo (“Rolito” Costa, Bernarda Villagómez, David Portillo, Denisse Auza, Rocío Cuba, Mariana Costa, Mariana Requena, “Lorito” Orihuela, Octavia a pleno, García y mi tocayo Sasaki). Las baterías son grabadas por un selecto trío: Gery Bretel, Martín Fox y Rodolfo Ortiz; los timbales y congas, por Alfonso de Guapachá pa gozá y Daniel Lecuzán; las trompetas, por Mario Rodríguez; las percusiones por “Zegadex”; y algún que otro arreglo de guitarra, por el “Grillo” Villegas. Nunca jamás un disco volvió a reunir a semejante selección boliviana de rocanrol. En el corte 15, una potente versión de Cambalache sirve para despedir a la banda: “dale nomás, dale que va /que allá en el horno nos vamos a encontrar, no pienses más, sentate a un lado”.
El Desmayo apenas se presenta en boliches y la banda muere de éxito. Cada músico toma su camino: Nigro vuelve a Córdoba, Julito se une a una banda maldita (Lick Zamba; hoy vive en Barcelona y toca con los Che Brothers), Gonzalo comienza a armar su propia banda (El Surtidor, con Leslie Vergara, que da paso a Gogo Blues) y Franz Fox ficha por la agencia de publicidad Granma y se va a vivir a Santa Cruz. Y pensar que la culpa de todo la tuvo un innombrable…