Etruscos: La larga noche de verano
La civilización que trajo las ciudades a Occidente sigue, siglos después, envuelta en misterios, entre ellos su propio origen.

La civilización que trajo las ciudades a Occidente sigue, siglos después, envuelta en misterios. ¿Nació en el norte de lo que ahora es Italia o vinieron desde Asia Menor, la actual Turquía, como sostiene Heródoto? Recordamos cómo fueron los siete siglos en los que tuvieron un enorme poder económico y cultural.
El valle de Chiana, en el sur de Toscana, vivió su época de mayor esplendor bajo los etruscos, que fueron los primeros en cultivar sus tierras de forma intensiva siete siglos antes de nuestra era. Hoy es conocido en toda Italia por sus chianinas, unas vacas enormes y completamente blancas que se mueven por sus colinas como fantasmas. Solo se crían en ese valle y habitan en él desde la antigüedad. Esas reses, de cuya carne salen las auténticas fiorentinas, los preciados chuletones toscanos, albergan la clave para dilucidar una de las grandes incógnitas de la antigüedad: el origen de los etruscos, la civilización que pobló el centro de Italia antes de Roma y que trajo las primeras ciudades a Occidente en el siglo VIII antes de Cristo. Este pueblo ha despertado una creciente fascinación por la finura, calidad y expresividad casi contemporánea de su arte; pero también por el halo de misterio que siempre le ha acompañado.
El territorio que ocuparon los etruscos, una amplia franja geográfica entre los ríos Tíber al sur y Arno al norte, con el mar al este, lleva siglos ofreciendo objetos maravillosos a arqueólogos, campesinos y saqueadores de tumbas. Al viajar por la actual Toscana y Umbria, aparecen casi de forma constante carteles que señalan antiguas tumbas etruscas, aunque las necrópolis más conocidas están al sur, cerca de Roma, en Tarquinia y Cerveteri. En las afueras de Perugia, a mediados del siglo XIX, los constructores de una carretera se toparon con el hipogeo de la familia Volumni. Es la tumba más impresionante de una amplia necrópolis etrusca, cuyas urnas son de una belleza excepcional, una mezcla de sensualidad, mitología y felicidad. El escritor polaco Zbigniew Herbert lo resumió en su ensayo de viajes por las civilizaciones del Mediterráneo antiguo, El laberinto junto al mar (Acantilado): “Lo que deja la impronta más profunda en nuestra imaginación de los vestigios etruscos son las esculturas sepulcrales: un hombre reclinado sobre el codo, con la cabeza erguida, cubierto con una vestidura que deja el torso a la vista como si la eternidad fuera una larga y cálida noche de verano”. Para acceder a la tumba principal es necesario descender unas escaleras muy empinadas, y en medio del olor a humedad y a polvo milenario sigue flotando la misma inquietante sensación con la que se toparon aquellos primeros arqueólogos, una sensación que nunca se ha despegado de los etruscos.
La parte más importante del yacimiento pertenece a la época más tardía de este pueblo, el siglo II antes de nuestra era, cuando estaban a punto de ser engullidos por los romanos. La impronta de la civilización que les conquistó es tan grande que durante siglos ocuparon un segundo plano y se hundieron en el pasado empujados por muchas preguntas sin respuesta; pero también por los prejuicios que difundieron griegos y romanos, que les tildaron de degenerados por una de sus características, insólita en la antigüedad: el papel de la mujer y su forma de comportarse. Como escribió el historiador griego Teopompo de Esparta en el siglo IV a.C.: “No les importa mostrarse desnudas. Y no cenan solo con sus maridos, sino con cualquier hombre”. Además, bebían y eran guapas, según Teopompo.
Los etruscos fueron los constructores de las primeras ciudades de Europa Occidental e impulsaron durante casi siete siglos una civilización de inmenso poder, económico y cultural. Palabras como persona, histrión, carta y, seguramente, lasaña fueron préstamos del etrusco al latín. Lars, el nombre escandinavo más común, es de origen etrusco: los expertos creen que este trasvase se debe al intenso tráfico de ámbar de estos excepcionales comerciantes (piratas para sus enemigos, aunque en la antigüedad la diferencia entre el negocio marítimo legítimo y el pirateo nunca estuvo muy clara).
Su riqueza surgió de su capacidad para procesar los minerales en el momento en que nació la moneda —alguien calificó la ciudad etrusca de Populonia, en la costa toscana, como el Pittsburgh de la antigüedad por sus fundiciones de mineral de hierro—, de su pericia agrícola e hidrológica y de su capacidad militar. La tradición ha mantenido durante muchos años que los juegos de gladiadores también se inventaron en Etruria, aunque ahora muchos expertos se inclinan por pensar que los entretenimientos violentos tenían demasiados aficionados en aquella era como para encontrar un origen claro. Su debilidad fue que nunca llegaron a ser una nación unida, sino un conjunto de ciudades-Estado que batallaban y se traicionaban entre ellas; su mayor problema, que un poblacho vecino, Roma, acabaría por convertirse en el mayor imperio de la antigüedad occidental, y no estaba dispuesto a compartir ni la península italiana ni el Mediterráneo con nadie.
Ya en 1965, Herbert señalaba en el citado ensayo que acaba de editarse en castellano: “Los etruscos están de moda, como si los hubiésemos descubierto no hace mucho y fueran la última sensación de la arqueología”. Sin embargo, ahora es más cierto que nunca. “Revelada la belleza de los etruscos”, titulaba el diario Le Monde en su primera página a finales de diciembre para hacerse eco de las dos exposiciones que sobre esta civilización han coincidido en Francia, una ya clausurada en el Museo Maillol de París, titulada Los etruscos. Un himno a la vida, y otra en la sede del Louvre en Lens (hasta el 10 de marzo), Los etruscos y el Mediterráneo. La ciudad de Cerveteri. El año pasado hubo otra muestra en París que estudiaba la relación de la escultura etrusca con el escultor suizo Giacometti. En Madrid también hubo dos más en muy poco tiempo, una en la Fundación La Caixa y otra en el Museo Arqueológico Nacional. El Metropolitan de Nueva York acaba de abrir unas nuevas salas etruscas que exhiben, entre otras piezas, un impresionante carro funerario.
“También ha habido exposiciones recientes en Montreal y en Cortona. Ya es hora de que se les valore como merecen”, señala la profesora Jean Macintosh Turfa, investigadora de la Universidad de Pensilvania y una de las etruscólogas más reputadas. Turfa acaba de coordinar el volumen The etruscan world (Routledge), que reúne los trabajos de 60 expertos sobre los avances que se han realizado en las últimas dos décadas en la interpretación de esta civilización. “Los etruscos fueron la primera civilización urbana de Europa Occidental, la que trajo el urbanismo a esta parte del mundo. Sin embargo, creo que todavía es necesaria una gran divulgación y hacerla accesible a los lectores no especializados”, agrega la profesora Turfa.
La civilización etrusca dominó el norte de Italia durante casi siete siglos, aunque su época de mayor esplendor se sitúa entre el VII y el IV antes de nuestra era. Sus huellas son profundas: el nombre de la región más famosa de Italia es etrusco, porque se llamaban a sí mismos tuschi. Los griegos les conocían como tirrenos. Etruria no fue nunca un país, sino, como la Grecia clásica, un conjunto de ciudades que compartían una cultura. Muchas de aquellas urbes pueden visitarse todavía: Volterra, Cortona, Arezzo, Perugia, Viterbo, Orvietto, Tarquinia… “Siempre que les fue posible, los etruscos construyeron sus ciudades sobre amplias mesetas o colinas, por encima de las tierras que les rodeaban”, escribió D. H. Lawrence en Atardeceres etruscos.