El mito del origen en Raúl Otero Reiche
Para el poeta la llegada de los españoles a los llanos bolivianos fue una “suerte”

El 14 de febrero se festejó a lo grande el “bicentenario de la independencia de Santa Cruz”. El departamento oriental es el único que celebra por separado el momento exacto en el que el poder realista español se retiró de su territorio. Las otras ocho regiones del país prefieren representar este hecho en la fiesta patria del 6 de agosto, día de la firma del Acta de Independencia de Bolivia.
Estamos ante una expresión de la ideología cruceñista. Que haya una “independencia de Santa Cruz” que no se refiera y que sobre todo no se asocie a la independencia nacional produce un elemento de significación ambiguo. Trasluce el anhelo cruceñista de una estatalidad propia, que se manifiesta, como una anticipación, en el campo simbólico.
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Sin embargo, el fervor independentista del 14 de febrero es relativamente singular dentro del discurso cruceñista. Solo se explica por lo ya señalado, pues lo que normalmente predomina en este discurso es algo diferente: una visión idealizada y naif de la Conquista y el nacimiento de Santa Cruz de la Sierra y, en consonancia, la asignación de un estatuto especial a las relaciones entre los cruceños contemporáneos y España.
Ambas creencias, que hemos agrupado en “el mito del origen de Santa Cruz”, es nítidamente ilustrada por “Fundación de la llanura” (1967) del muy destacado poeta y hombre de letras cruceño Raúl Otero Reiche. El libro contiene un conjunto de poemas sobre la fundación de Santa Cruz de la Sierra por Ñuflo de Chaves en 1561.
Otero —en concordancia con la obra contemporánea “Ñuflo de Chaves, el caballero andante de la selva” (1966) de otro gran escritor cruceño, Hernando Sanabria— describe así a los conquistadores: “Comienzan a llegar los sembradores/ de estrellas de oro y plata./ Pero los soñadores/ siembran en la Vía Láctea sus ensueños”. Son personajes, pues, de alcances siderales.
El tono del poema es epopéyico. El poeta presenta a unos gigantes: “Venían de los mares/ del otro lado de la tierra;/ de muy lejos venían indagando/ la ruta del milagro,/ por donde señalaron los planetas/ el desnivel del cielo./ Jamás heroica caravana recorrió de tal suerte tantos siglos”.
Luego, conforme los versos se suceden, el tono se eleva aún más, llegando a alturas mitológicas: “Donde sus luengas barbas se enredaron/ allí surgió un torrente;/ donde remaron, se formó un remanso;/ donde durmieron, despertó la aurora”… “Eran hombres, aquellos,/ eran hombres montañas,/ hombres ríos,/ voluntades al mando de inquietudes,/ capaces de subir,/ aun siendo ríos;/ resueltos a bajar,/ siendo montañas”.
Y aún más directamente: “Eran dioses aquellos, eran dioses/ para todo milagro;/ harían crecer ciudades,/ las encadenarían de torrentes/ para que el monstruo de la sed las guarde,/ les darían las llaves/ de las puertas azules,/ les pondrían nombres hermosos/ para pronunciarlos a la orilla del horizonte”. En la imaginación de Otero, los españoles son los demiurgos, los dioses creadores del Nuevo Mundo.
En esta mitología, como ocurre también en Sanabria y otros intelectuales cruceños, el gran héroe, el patriarca de cuyos genes e ingenios descendería la entera “estirpe” cruceña, no es otro que Ñuflo de Chaves. Veamos un ejemplo: “Y el capitán tenía por escudo/ su pecho de cristal,/ nadie le miraba frente a frente/ porque la herida de sus cejas/ era un rasguño de león”. Huelga decir que, en Bolivia, este culto al fundador de la ciudad existe en Santa Cruz de la Sierra y en ninguna otra parte.
Como todo héroe, Chaves no actúa solo, sino que es el primero de un grupo de valientes, como Aquiles de los mirmidones y Jasón de los argonautas (esta última es una comparación expresa en Sanabria): “45 caballeros/ de luengas barbas ásperas,/ ojos azules y entrecejos fieros”… así describe Otero a estos hombres, a cuya cifra legendaria vuelve reiteradamente el poema. Estamos ante un canto de gesta, la gesta de “los 45”.
Por supuesto, para el poeta la llegada de los españoles a los llanos bolivianos fue una “suerte”: “¿Quién los trajo con suerte?/ Quizás la misma cruz de Santiago”, escribe. En cambio, no siente mucha empatía para con los indígenas o para con la naturaleza que en esa expedición encontrarían la catástrofe.
Otero reconoce que su evocación no es histórica sino emotiva, sentimental. Él, escritor de la élite oriental, se identifica con los conquistadores, no con los conquistados. “En esta evocación de hombres torrentes/ por intrincados laberintos verdes/ estoy poniendo el corazón a ratos/ y la memoria a veces”.
Es también con el corazón que describe a los indígenas como una amenaza, como los agonistas por excelencia de “los 45”, indios valientes pero insignificantes frente a los europeos que “no se acobardan nunca/ pues nadie les dijo todavía ¡basta!”.
En cuanto a la naturaleza, aunque cantada por Otero como formidable y hermosa, debe sujetarse a la voluntad del español, primero, y del criollo, después: “La selva es una virgen que no se entrega nunca,/ tendremos que arrancarle por fuerza la palabra,/ vestirla de ciudades/ ceñirle con caminos los muslos inviolados/ quemar su piel verde/ con sangre de progresos y civilizaciones”.
Estos versos corresponden con la expresión que usa Sanabria para resumir el objetivo de la expedición de Chaves: “españolizar tierras indias”, esto es, realizar una proeza civilizatoria (“arrancar por fuerza la palabra”) que continuaría en los llanos bolivianos durante toda la Colonia e incluso hasta fines del siglo XIX.
(*) Fernando Molina es periodista