Agorerancias
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Óscar García
No se va a extinguir, no se va a dejar de producirlos. Aunque ciertamente, cada vez hay menos gente interesada siquiera en tomarlos en la mano, acercar la nariz y olerlos. Menos gente con la suficiente paciencia y tiempo para sacarles ya sea una emoción, un consejo, un pedazo de asombro, una que otra mentira histórica o simplemente una suerte de goce que no necesita explicaciones. No va a desaparecer porque el tiempo de atención de las nuevas generaciones es notoriamente inferior a la palabra electroencefalografista, que no es, precisamente, un dibujante de cerebros. Que, a propósito, se usan también cada vez menos para tareas que no sean resueltas de inmediato, con una acción, sin mayor acto reflexivo, ni crítico, ni nada. La velocidad y lo inmediato son una marca registrada del siglo XXI. Comida rápida, rápido enriquecimiento, fugaz pasión, necesidades angustiosas de reconocimiento veloz, adelgazamientos ambulatorios, trenes bala, balas buenas, balas malas, la fiesta general indefinida del yo, en pocos segundos, en un santiamén. No va a dejar de estar físicamente, con una determinada masa y peso específico, además de un número de identificación que le da, digamos, algo así como su identidad en el mundo. Los hay sin el código, por supuesto, pero a esos se les da como una categoría inferior, como que no existen en el mundo real, en ese que percibimos lo que se nos está permitido percibir, limitados, pero con un orgullo soberbio que nos llama a decir que el mundo es lo que es porque lo dice un sapiens. Mirá Anacleto, le dice Pepe a su gato, a los toros les da una ira biónica al ver el color rojo. El gato Anacleto sabe que el humano acaba de lanzarse una estupidez épica. Pero no dirá nada, porque no puede. Sabe que los toros tampoco hablan, como para andar dando explicaciones al respecto. Ambos, Anacleto y los toros, saben que la estupidez es el resultado de llegar a conclusiones, estúpidas, pero por el razonamiento equivocado. Para evitar esta clase de impases, por decirlo de manera elegante y de comentarista deportivo de un canal venido a menos en la ciudad de los rompemuelles y de los cohetes libertarios, para evitarlos, hace falta tiempo y voluntad. Ambas cosas. No una sin la otra. Tiempo para frenar y voluntad para saber frenar. La combinación puede llevar a la necesidad de revisar, no los pensamientos en sí, sino el proceso con el que se está pensando. Eso es, llegar a conclusiones a través de razonamientos por lo menos adecuados.
No va a morir, porque aunque como materia se esfume, se haga humo, polvo, partícula invisible, estará viviendo en algunas memorias, en algunas conversaciones, en acciones aprendidas, en la cabeza ezquisofrénica de un asesino en busca de la celebridad elegida, en la imaginación de una niña mientras se dirige a la escuela a recibir las lecciones de la obediencia y las doctrinas de la temporada que le toque.
Aunque haya predicadores que anuncian su extinción en poco tiempo, para compartir un tiempo/espacio desconocido con los dinosaurios y otros tantos desaparecidos, por razones del cosmos o por decisiones humanas, unas veces admirables, otras, tremendamente abominables.
Va a seguir siendo objeto, cosa perdurable, amable, sorprendente o no, testimonio de ausencias y de crímenes diversos, de pasiones sanas y de las otras, de secretos que dejarán de serlo para convertirse en saberes, armas, herramientas, habilidades, discursos, repeticiones, en fin, cosas del ser. El libro
(*) Óscar García es compositor y escritor