Utopía
A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar

Claudio Rossell Arce
Aquello que es posible y a la vez inalcanzable. Depende de muchos factores, pero seguramente el que resulta determinante es la naturaleza humana. La utopía puede verse, casi casi tocarse con las manos, pero, ay, aparentemente nunca alcanzarse. Se atribuye a Thomas More (castellanizado Moro) el primer uso de la palabra, por haber titulado con ella su famoso libro, publicado en 1516. Pero lo cierto es que ya en la antigua Grecia se representaba el ideal humano como el oxímoron de posibilidad imposible.
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Según el diccionario, utopía viene del latín moderno, combinando los vocablos griegos que nombran no y lugar. Como la isla del célebre inglés, empeñado en mostrar a la sociedad de su época que era posible ser mejores, y que siéndolo todos podían vivir mejor. De eso se trata la utopía como género literario: la isla imaginada por More, la Narnia de Lewis y un interminable etcétera. Su opuesto, dice el Diccionario, es distopía, es decir la representación de “una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”, el ejemplo más manido, y más cabal, es el 1984 de Orwell.
Estudiosa de la utopía, R. Levitas afirma que se trata del “deseo de una mejor manera de vivir”, casi una “propensión”, que lleva a la humanidad a anhelar una vida mejor; pero, advierte, no es lo mismo deseo que esperanza: el primero puede tenerse y nunca realizarse, la segunda debería motivar a la acción transformadora. La utopía puede cumplir tres grandes funciones, a menudo complementarias: la de compensación, cuando se presenta como imagen de algo mejor, que se desea para salir de la miseria presente.
También tiene una función crítica, cuando la utopía plantea no solo la posibilidad de un estado de cosas mejor, sino sobre todo sirve como medida de lo deseable; finalmente, cumple la función de cambio cuando efectivamente motiva, inspira y cataliza transformaciones sociales. Es el horizonte de la revolución, sea de manera violenta, cuando la justicia se sirve de las personas y no al revés; o de manera democrática e institucional, como sueñan los utopistas neoliberales, irónicamente empeñados en demoler la institucionalidad a la que dicen servir.
Así, no es raro que las utopías de políticos en ejercicio del poder o tomadores de decisiones coincidan apenas en la forma con las utopías del pueblo. Los primeros construyen castillos en el aire sin intención alguna de habitarlos o hacerlos habitables para los demás, y se refieren a ellos siempre en tiempo futuro, en forma de promesa que se hace sin ánimo de cumplir; los segundos sueñan con la posibilidad sin saber cómo hacerla real, hasta que aparece un líder que conduce a los demás por el escarpado camino hacia la utopía, pero que, inevitablemente al parecer, pierde la brújula, el horizonte, la visión, y deja a todos con la esperanza frustrada, si es que no pierde hasta la razón y comienza a romper lo construido.
Otra estudiosa, F. Vieira, aporta otros elementos a la comprensión de la utopía; encuentra, por ejemplo, que en los relatos literarios, la llegada se produce solo después de tormentas y naufragios, y, aunque no lo dice, es común que tales tragedias se produzcan a causa de la impericia, cuando no abierta estulticia, del timonel y su equipo. A la utopía se llega sin saber cómo, de ella se sale creyendo posible volver, y siempre, como en el paraíso perdido, es imposible regresar. Hay quienes deben vivir cotidianamente con tal destino, y se atrincheran en sus recuerdos, en sus delirios de poder, en el fervor de las multitudes que estuvieron a punto de tocar el cielo con las manos y están dispuestos a tomarlo por asalto.
Utopía es, pues, el consuelo de la fe en el porvenir, y por eso hay quien trata de compararla con el paraíso de las religiones, que es solo promesa para la vida ultraterrena; pero también puede ser germen del inconformismo, de la rebeldía que no está dispuesta a esperar tanto para ver un mundo nuevo, un faro mitológico, una estrella que orienta la ruta, pero que se aleja con cada paso que se da para alcanzarla.
(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social