La mutación histórica del racismo
No es que de la raza se siga el racismo, sino, al revés, es el racismo —son los racistas— los que inventan las razas
Fernando Molina
La conciencia sobre la diversidad de la humanidad ha evolucionado desde una antropología moderna, que pretendía reducirla a una sola escala clasificatoria, con el “hombre civilizado” arriba y todos los demás tipos humanos (los cuales entonces comenzaban a “descubrirse”) en diferentes posiciones de inferioridad (Michele Duchet), hasta una antropología posmoderna, que ha desestimado tal clasificación unilateral y, en cambio, se contenta con reflejar la diversidad humana (que, entretanto, se ha hecho más compleja por las mezclas poblacionales y los procesos de aculturación, así como, inversamente, por la revalorización de las culturas y pueblos “originarios”).
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El arco entre estas dos antropologías va del siglo XVIII a nuestros días, aunque la clasificación jerárquica del ser humano que sistematizó la Ilustración había existido desde, al menos, dos milenios antes. Como se sabe, ya Aristóteles había creado una escala humana que justificaba la esclavitud de los “bárbaros” por la supuesta superioridad natural de los griegos. Este filósofo elaboró, también, la que se convertiría en una de las principales teorías racistas sobre las diferencias entre los seres humanos: la teoría climática, según la cual los habitantes de los países más calientes son menos aptos (Ibram Kendi).
La evolución que se ha producido desde una antropología dogmática que establece lo que los seres humanos “deben ser” hasta una antropología pluralista que condena la imposición externa de las identidades constituye el escenario histórico y la condición de posibilidad de la transformación de los discursos racistas, que también han pasado de un dogmatismo de índole pseudocientífica a la pluralidad de las “tradiciones de la convivencia” y los mecanismos “individuales” de ascenso social.
Según expresaron Étienne Balibar y Jacques Derrida en sendas conferencias (“TRaces”) el racismo tiene una naturaleza “plástica” que le ha permitido mutar a través de, y en respuesta a, los cambios sociales de los últimos siglos. Se trata de un “fenómeno metonímico”, en el que se combina y se salta de lo biológico a su negación, de lo político a lo anti político, de lo presente a lo presentido. Derrida afirmaba que el racismo se refiere a un “algo más” inasible, la raza, que el racista puede “oler y ver”, pero que no puede definir, una vez que la concepción genetista de esta ha perdido “todo contenido”. Esta “huella”, esta “realidad espectral” que es la raza convierte al racismo en una paradoja: por un lado, es un “speach-act”, un acto de habla, es decir, un fenómeno producido por el lenguaje; por el otro, es “speach-less”, indecible, ya que está asociado a una realidad que carece de un estatuto de realidad.
Derrida señala que esta asociación entre racismo y raza tiene una orientación opuesta a la que habitualmente se le atribuye. No es que de la raza se siga el racismo, sino, al revés, es el racismo —son los racistas— los que inventan las razas. El racismo viene primero y por eso ha podido sobrevivir al hundimiento del estatuto de realidad del concepto de raza, que dependía de la biología. Es decir, ha sobrevivido a la negativa de la ciencia de aceptar un contenido tal que pueda caber dentro de este concepto y ha sobrevivido al rechazo casi universal a la diferenciación biológica y genética de los seres humanos.
Pero, en ese caso, ¿qué es el racismo? La respuesta de Derrida es que simplemente no lo sabemos. Los racistas solo “huelen” la raza, sin poder definirla. Los filósofos solo intuyen al racismo, saben que existe, saben que tiene efectos políticos y estatales, pero tampoco pueden caracterizarlo más que por su carácter ambiguo y contradictorio, a la vez discursivo y “speach-less”.
Esto no tiene mucho sentido, así que busquemos en otro lado. Comparto la tesis de Stuart Hall de que “raza” es un “concepto maestro” en los sistemas de clasificación de las diferencias humanas. A lo largo del proceso evolutivo de la antropología que hemos aludido, este concepto ha dejado de ser científico, como se pretendía al inicio de la modernidad, para volverse puramente sociológico y cultural. En la conferencia citada, Balibar describe este paso como el “giro copernicano” de los estudios sobre las identidades humanas, que el filósofo francés considera el tema supremo de las ciencias sociales. Tras este giro, ya en ninguna parte la raza constituye un constructo científico, es decir, biológico. Hall nos advierte, sin embargo, que eso no le quita materialidad a las diferencias de los seres humanos que solían ser designadas con ese concepto y que siguen estableciendo clasificaciones y jerarquías sociales, así como explicando otras diferencias y antagonismos presentes en una sociedad.
La justificación discursiva de estas diferencias (corporales y culturales) ha cambiado y con esto, han cambiado también la simbolización del racismo, pero este no ha desaparecido. Esto solo ocurriría en una sociedad en la que las diferencias aludidas ya no sirvieran como elementos de clasificación social.
Hall hace notar que varios teóricos anti-biológicos deben de todas maneras hacer referencia a determinados fenotipos (el color de piel, el tipo de pelo, etc.) de la población. Es difícil dejar de lado la “huella biológica” porque es la que ha servido para la clasificación de las identidades y sigue estando asociada a ellas en nuestra percepción. Hall nos alerta contra la ingenuidad de pensar que, desaparecido el sustrato biológico de la raza, establecido que esta es un constructo ideológico, entonces las diferencias dejan, por obra de esta racionalización, de servir para clasificar a los seres humanos. Eso no quiere decir, en Hall, que estas diferencias y sus efectos dejen de ser prácticas discursivas.
(*) Fernando Molina es periodista