Izquierda, año cero

Decir que este año fue fatal para las izquierdas bolivianas no es novedoso. Entre la autodestructiva guerra civil en el MAS y el mal gobierno de Luis Arce, la continuidad de un proyecto progresista está en duda. Sin embargo, quizás lo más grave no son los desatinos de sus dirigencias, sino el agotamiento de sus ideas y de su propuesta de desarrollo.
A fuerza de concentrarse en la lucha al interior del MAS, parecería que todos los problemas de la izquierda nacional popular se resumirían a la mala gestión de la rotación de sus elites y del manejo del inmenso poder que acumularon en quince años.
Aunque hacer escenarios contrafactuales es arriesgado, tengo la impresión que incluso un MAS ordenado y disciplinado habría encontrado grandes dificultades para gestionar los desequilibrios económicos que se visibilizaron a fines de 2022 y que están consumiendo al gobierno.
Tal vez, otra secuencia de eventos nos habría evitado el negacionismo suicida de la actual administración, pero la verdad tampoco se perciben muchas ideas sobre lo que se debe hacer en las dos vertientes masistas, salvo la anacrónica industrialización por sustitución de importaciones o la apelación a una cumbre corporativa salvadora o a las habilidades mitificadas del líder.
Pasadas la bonanza, que se potenció gracias a la nacionalización, y el impulso modernizador de la Agenda 2025, el MAS tenía que responder a las preguntas obvias para cualquier proyecto de izquierda que debía y podía dar un nuevo salto: ¿Cómo sostener un crecimiento económico con un impulso redistribuidor potente? ¿Cómo pensar un segundo momento de la transformación, heredera de lo avanzado, pero sustantivamente diferente en lo que fuera necesario?
Eso pasaba por entender la sociedad y economía que emergieron de ese ciclo, pero, de igual modo, por encarar una autocrítica de las insuficiencias del modelo político y socioeconómico que las había impulsado. La autosatisfacción y la inercia eran una ruta directa hacia el agotamiento, como efectivamente sucedió.
No fue un error mantener el impulso keynesiano por un par de años con los ahorros del periodo de las vacas gordas, pero, al mismo tiempo, se debía transitar paulatinamente a un nuevo orden macroeconómico que se adapte a un tiempo de mayor incertidumbre y recursos escasos. En retrospectiva, el desenlace era casi obvio, exacerbado por el desorden político y falta de decisiones, como el que se vivió entre 2019 y 2020. La gran equivocación de Arce fue creer que no había que cambiar nada, ya desde el 2021, cuando quizás había aún algún margen para un aterrizaje más o menos suave.
Pero el descontrol de la variable macroeconómica, siendo importante, no es quizás el mayor equívoco. Lo más dañino fue la ausencia de un horizonte de desarrollo que, desde mi punto de vista, implicaba pensar en cuáles iban a ser los nuevos motores y actores del crecimiento, lo cual necesariamente implicaba repensar el rol del Estado y de los mercados en la economía.
La gran paradoja que se fue amplificando fue darle cada vez más responsabilidades al Estado, sin fortalecer su gobernanza, orientación estratégica, capacidades técnicas y transparencia. El nuevo momento implicaba probablemente instrumentos renovados para una ambiciosa política social y sobre todo una arquitectura más sofisticada de la regulación, reforzando la presencia estatal en algunos sectores estratégicos, capaces de generar renta, y modernizando drásticamente su involucramiento en el resto de la economía de manera de aprovechar el dinamismo de los ciudadanos, empresarios y productores. Un Estado fuerte en lo estratégico y que facilite la vida de la gente y su autonomía en el resto de las actividades.
Hoy, la cuestión sigue siendo en buena medida la misma, aunque con la urgencia de recrear un nuevo orden macroeconómico sostenible. Frente a esa necesidad, parecemos atrapados entre dos lógicas primitivas, una que insiste en una quimérica diversificación productiva, denominada como industrialización por sustitución de importaciones, que mágicamente resolvería todos los problemas, y otra que idolatra el ajuste a cualquier costo y el desmantelamiento del poco Estado que tenemos. Ambas, son regresivas en términos distributivos y nos auguran inestabilidad sociopolítica.
Así pues, el problema para las izquierdas no solo tiene que ver con su capacidad para generar un liderazgo cercano a sus votantes populares y que exprese decencia, modernidad y renovación, sino una audaz reflexión sobre su oferta programática. Ojalá su actual situación crepuscular, sea a su vez una coyuntura favorable para un reinicio, para que mil ideas florezcan, sino la travesía en el desierto será larga.