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Tuesday 14 Jan 2025 | Actualizado a 05:12 AM

Administrando el desaliento

/ 14 de diciembre de 2024 / 00:57

Los desequilibrios económicos son inocultables. El diagnóstico no es el misterio, más o menos ya sabemos cuáles son sus causas. Mientras tanto, el Gobierno anda por ahí cada vez más ensimismado y empeñado en sus ficciones, nadando sobre el vacío político y la enorme desilusión colectiva. Administrador del desorden y de la parálisis. Y, seamos honestos, no les va tan mal en tan desagradable tarea; habrá que pensar por qué.

Empecemos por lo evidente: el desabastecimiento y la inflación, cuyos efectos vemos en nuestra cotidianidad desarreglada; tienen su origen en el colapso del régimen cambiario y la inacción gubernamental por casi dos años desde que aparecieron sus primeras señales. Y día que pasa sin soluciones estructurales, los desequilibrios se amplifican y las opciones para componerla se hacen más difíciles. Solo hay que esperar; lo que viene no será mejor.

Y la gente no es tonta, se da cuenta del desbarajuste; por eso el pesimismo se extiende y la aprobación del Gobierno está llegando a mínimos históricos. En las mentes lineales, semejante situación debería conducirnos a la revuelta o al cambio político, casi automáticamente. Pero, eso no es lo que está pasando. Tampoco es que las cosas estén fáciles para el Gobierno, pero no está naufragando en medio del tornado.

Es una resistencia llamativa y que nos dice mucho de la coyuntura, de nuestra sociedad y quizás del futuro. El punto es que la crisis no necesariamente podría tener un desenlace, ni siquiera negativo; podría quedarse por mucho tiempo entre nosotros. Condenados a la inercia y al deterioro lento, pero seguro. No es que sea fatalista, pero hay un dicho popular que dice que siempre se puede caer más bajo, obviamente si no se hace algo.

Esas situaciones las he visto de primera mano en mi paso por muchos países latinoamericanos en estos años; nunca hay que descartar ningún escenario, la estupidez humana puede ser inmensa, al igual que la miopía de los actores políticos y la capacidad de adaptación de la sociedad a lo peor.

Lo cierto es que la sociedad boliviana está mostrando una increíble resiliencia. Dejados a nuestra suerte, por ejemplo, en la cuestión cambiaria, estamos encontrando mil formas de seguir trabajando y viviendo. Nuestra normalidad informal nos ayuda en la tarea, pero, al mismo tiempo, está radicalizando nuestro individualismo.

Pero esta situación está también exacerbando nuestra añoranza por el orden y la seguridad; el sálvese quien pueda no cohesiona ni genera acción colectiva, ni necesariamente azuza la demanda del cambio en todos los segmentos sociales.

Al mismo tiempo, los tiempos y la dinámica de las crisis son más insoldables de lo que suponemos. No todos la sufrimos ni la percibimos de la misma manera. Su secuencia no es lineal, más que una muerte súbita, suele ser más bien un largo y tedioso moribundeo, que a veces se acelera por un evento azaroso o por la habilidad, diabólica o salvadora, de algún actor político.

Entre las clases medias angustiadas por la falta de dólares que destruye sus aspiraciones de pertenecer a la modernidad capitalista y los mundos populares inquietos con el alza de precios y la escasez, las convergencias no son obvias. Por lo pronto, cada uno resuelve su problema y punto.

Por otra parte, la mayoría que votó por Arce se debate en una serie de encrucijadas y desilusiones. Pese al drama interno del oficialismo, para muchos este sigue siendo su gobierno, sus lealtades y cultura política fueron forjadas en los quince años de gobiernos del MAS, muchos los recuerdan como los mejores de su vida. Las rupturas no serán rápidas y quizás lo que prevalece, por ahora, es una especie de largo duelo de las ilusiones y de las confianzas.

Por supuesto, tampoco ayuda al despabilamiento masivo que parece que necesitamos, el gran vacío de liderazgo que estamos sufriendo. Nadie convence, todos los dirigentes son poco audibles, digan lo que digan. Muchos se lamentarán de la mediocridad de la elite política, de su frivolidad, de su egoísmo y de su falta de sustancia, pero creo que lo más grave es su desconexión del país real.

El oficialismo, en sus dos vertientes, muestra los síntomas de aquellos que están mucho tiempo en el poder, el estado y el poder los ha abducido, están lejos, incluso de la sociedad que ayudaron a nacer. Los opositores de centro derecha, por su lado, intentando borrar quince años de historia, contrarrevolucionarios hasta la caricatura. Igual, perdidos, como los masistas, en sus ficciones sobre un país que ya no existe. Arce no se derrumba, quizás, porque somos mucha sociedad, incluso en el caos, porque somos unos guerreros del desorden, porque la crisis es más compleja de lo que pensamos y sobre todo porque no hay liderazgo político. Cuando solo queda el vacío, cualquier cosa que lo llena, aunque sea poco, funciona, se están aprovechando de eso. El juego sigue, el futuro no está escrito, pero sin audacia y autoridad política nada será posible.

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Izquierda, año cero

/ 28 de diciembre de 2024 / 07:55

Decir que este año fue fatal para las izquierdas bolivianas no es novedoso. Entre la autodestructiva guerra civil en el MAS y el mal gobierno de Luis Arce, la continuidad de un proyecto progresista está en duda. Sin embargo, quizás lo más grave no son los desatinos de sus dirigencias, sino el agotamiento de sus ideas y de su propuesta de desarrollo.

A fuerza de concentrarse en la lucha al interior del MAS, parecería que todos los problemas de la izquierda nacional popular se resumirían a la mala gestión de la rotación de sus elites y del manejo del inmenso poder que acumularon en quince años. 

Aunque hacer escenarios contrafactuales es arriesgado, tengo la impresión que incluso un MAS ordenado y disciplinado habría encontrado grandes dificultades para gestionar los desequilibrios económicos que se visibilizaron a fines de 2022 y que están consumiendo al gobierno.

Tal vez, otra secuencia de eventos nos habría evitado el negacionismo suicida de la actual administración, pero la verdad tampoco se perciben muchas ideas sobre lo que se debe hacer en las dos vertientes masistas, salvo la anacrónica industrialización por sustitución de importaciones o la apelación a una cumbre corporativa salvadora o a las habilidades mitificadas del líder.

Pasadas la bonanza, que se potenció gracias a la nacionalización, y el impulso modernizador de la Agenda 2025, el MAS tenía que responder a las preguntas obvias para cualquier proyecto de izquierda que debía y podía dar un nuevo salto: ¿Cómo sostener un crecimiento económico con un impulso redistribuidor potente? ¿Cómo pensar un segundo momento de la transformación, heredera de lo avanzado, pero sustantivamente diferente en lo que fuera necesario?

Eso pasaba por entender la sociedad y economía que emergieron de ese ciclo, pero, de igual modo, por encarar una autocrítica de las insuficiencias del modelo político y socioeconómico que las había impulsado. La autosatisfacción y la inercia eran una ruta directa hacia el agotamiento, como efectivamente sucedió.

No fue un error mantener el impulso keynesiano por un par de años con los ahorros del periodo de las vacas gordas, pero, al mismo tiempo, se debía transitar paulatinamente a un nuevo orden macroeconómico que se adapte a un tiempo de mayor incertidumbre y recursos escasos. En retrospectiva, el desenlace era casi obvio, exacerbado por el desorden político y falta de decisiones, como el que se vivió entre 2019 y 2020. La gran equivocación de Arce fue creer que no había que cambiar nada, ya desde el 2021, cuando quizás había aún algún margen para un aterrizaje más o menos suave.

Pero el descontrol de la variable macroeconómica, siendo importante, no es quizás el mayor equívoco. Lo más dañino fue la ausencia de un horizonte de desarrollo que, desde mi punto de vista, implicaba pensar en cuáles iban a ser los nuevos motores y actores del crecimiento, lo cual necesariamente implicaba repensar el rol del Estado y de los mercados en la economía.

La gran paradoja que se fue amplificando fue darle cada vez más responsabilidades al Estado, sin fortalecer su gobernanza, orientación estratégica, capacidades técnicas y transparencia. El nuevo momento implicaba probablemente instrumentos renovados para una ambiciosa política social y sobre todo una arquitectura más sofisticada de la regulación, reforzando la presencia estatal en algunos sectores estratégicos, capaces de generar renta, y modernizando drásticamente su involucramiento en el resto de la economía de manera de aprovechar el dinamismo de los ciudadanos, empresarios y productores. Un Estado fuerte en lo estratégico y que facilite la vida de la gente y su autonomía en el resto de las actividades.

Hoy, la cuestión sigue siendo en buena medida la misma, aunque con la urgencia de recrear un nuevo orden macroeconómico sostenible. Frente a esa necesidad, parecemos atrapados entre dos lógicas primitivas, una que insiste en una quimérica diversificación productiva, denominada como industrialización por sustitución de importaciones, que mágicamente resolvería todos los problemas, y otra que idolatra el ajuste a cualquier costo y el desmantelamiento del poco Estado que tenemos. Ambas, son regresivas en términos distributivos y nos auguran inestabilidad sociopolítica.

Así pues, el problema para las izquierdas no solo tiene que ver con su capacidad para generar un liderazgo cercano a sus votantes populares y que exprese decencia, modernidad y renovación, sino una audaz reflexión sobre su oferta programática. Ojalá su actual situación crepuscular, sea a su vez una coyuntura favorable para un reinicio, para que mil ideas florezcan, sino la travesía en el desierto será larga.

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Tiempo suspendido

/ 5 de octubre de 2024 / 07:14

Mientras la política sigue embobada en confrontaciones, acusaciones y golpes de efecto sin ninguna perspectiva, el tiempo sigue transcurriendo y los problemas del país parecen suspendidos en un espacio vacío de ideas y esperanza. Este es, sin lugar a dudas, el mayor síntoma de la gravedad de la actual crisis.

Pasan los días y las elites políticas y mediáticas siguen distraídas en sórdidas peleas basadas casi únicamente en la suposición que destruyendo al adversario ganan algo, pensando que eso interesa a la ciudadanía, cuando al contrario la aleja de la política y profundiza su generalizado descreimiento en todas las dirigencias.

Así estamos, en conflictos políticos donde todos intentan matarse políticamente pero que, en el fondo, cambian muy poco los equilibrios de poder reales y sobre todo no tienen casi nada que ver con los problemas del país y las necesidades de la ciudadanía. Políticos canibalizándose sin ningún horizonte.

El deplorable conflicto del oficialismo es el mejor ejemplo de esa deriva: muchas vueltas, algunas de ellas impresentables, sin que eso modifique estructuralmente su bloqueo. El gobierno sigue erosionándose al ritmo de su incompetencia y falta de resultados, por mucho que haga desaparecer a Morales. Y ese dirigente parece incapaz de entender que los obstáculos para su ambición reeleccionista son enormes y costosos para su propia fuerza.

Al final todos pierden, incluyendo unas oposiciones tradicionales que no pueden ni siquiera aprovechar esa entusiasta autodestrucción de la izquierda para reposicionarse, indicio de su estructural debilidad y desconexión de la realidad. Así estamos, en el vacío político.

Mientras tanto, la cotidianidad nos muestra un cúmulo de problemas reales que no tienen soluciones fáciles y que aparte de utilizarse para seguir pegándose no generan discusiones públicas y menos aún propuestas políticas para su superación. Desde 2018, el país parece estar atrapado en una suerte de tiempo suspendido, en el que nada se mueve y muy poco se decide.

La cuestión es que esa dejadez está, en varios casos, exacerbando los disfuncionamientos económicos y sociales y los está haciendo aún más complejos de solucionar si en los próximos meses o años a alguien se le ocurre tratarlos con seriedad y sentido de Estado.

Basta ver el estado de la economía, sin ninguna decisión sobre un esquema cambiario que anda por ahí moribundeando, proyectos estratégicos como el litio en un limbo sin horizonte y con propuestas de futuro que se resumen a un ajuste a lo bruto, sin saber por dónde comenzar y si es viable, o ilusiones insostenibles sobre un modelo con evidentes signos de agotamiento.

De igual modo, los incendios nos han mostrado que los equilibrios socioambientales a la base de nuestro actual modelo de crecimiento económico se están desquiciando. Sin embargo, la cuestión parece resumirse a eliminar no sé cuántos decretos y buscar culpables del desastre, omitiendo que la cuestión de fondo es rediscutir el único modelo de acumulación económica que ha funcionado en Bolivia desde su nacimiento, el extractivo, y que es el que nos da que vivir.

Esas cuestiones no son fáciles de solucionar, exigirán complejos arbitrajes y acuerdos sociales para su canalización razonable, sino seguiremos lamentándonos con la tranquilidad de la buena consciencia, pero sin solucionar nada, como hasta ahora.

Cuando uno viaja por la región latinoamericana, es evidente que en todos los lugares hay creciente insatisfacción con la política y mucho estancamiento, en eso la pandemia y sus secuelas han afectado mucho. Pero hay movimiento, discusiones y avances, en cambio, siento que en Bolivia nos hemos detenido demasiado por nuestros conflictos.

No es que la sociedad este paralizada. Al contrario, sigue ahí sobreviviendo, adaptándose como puede a ese mundo incierto. Pero tampoco está logrando suficientes conversaciones colectivas, ni articulando ideas, de cualquier signo, para avanzar. Hay pues un problema de articulación colectiva, pero, digámoslo también con claridad, de falta de autoridad y liderazgo político.

Por esas razones, intuyo que de este vacío tarde o temprano emergerá una demanda potente por autoridad y orden estatal, ojalá que sean los actores democráticos los que la ofrezcan y recreen y no otras fuerzas.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social
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Morir matando

/ 21 de septiembre de 2024 / 07:47

Estamos en medio del enésimo episodio de la confrontación interna del MAS con su dosis diaria de furor, efectos de escena y manipulación mediática. Sin embargo, parece poco probable que cualquiera sea su desenlace, se solucionen los problemas de fondo que provocaron el conflicto. Sigue siendo un remedo de ch’ampa guerra en la que todos pierden para gran satisfacción de sus adversarios.

Lo paradójico es que los escenarios y dilemas de los dos principales protagonistas no son tan difíciles de describir. Otra cosa es que se los quiera ver pues, siempre será más cómodo creer lo que uno desea escuchar. El problema es que en algún momento la realidad los despertará de golpe mostrándolos en toda su desnudez.

Las dos facciones masistas pelean por el poder, es decir por una candidatura presidencial, en una organización que no está logrando gestionar su diversidad ideológica y particularmente las ambiciones legítimas, aunque divergentes de sus dirigentes.

Ahí empezó todo, degradándose al ritmo del desorden, mezquindad e inefectividad de unos y otros. Destruyendo a su paso, confianzas, gobernabilidad y un legado que no tenían derecho a dilapidar. Pero, ya pasó mucha agua bajo el puente y tanto Evo como Luis Arce llegan a este momento con algunas capacidades y montón de imposibilidades.

Evo ha demostrado que es un hueso duro de roer, que es capaz de resistir los embates del poder institucional y que está logrando aglutinar el apoyo popular y electoral del tercio de bolivianas y bolivianos que aún le son leales al masismo.

El fracaso gubernamental de Arce y una absurda comunicación que reutiliza y exacerba los peores prejuicios y argumentos del anti-masismo en estas semanas, están consolidando ese panorama.

Sin embargo, Evo tiene pocas posibilidades de revertir su inhabilitación, más allá de si esta sea legal o no, justa o injusta. Hay demasiados obstáculos institucionales y políticos que se lo impiden y su poder ya no es ilimitado. Ese es su drama y es, a estas alturas, lo que le queda al arcismo como esperanza.

Por su lado, Arce y su entorno siguen insistiendo, con gran empeño, en una lectura equivocada de la realidad. Piensan que su principal problema es Evo y que derrotándolo podrían construirse algún futuro político. Por eso están utilizando todos sus recursos en esa ingrata tarea.

No parecen entender que su debacle tiene que ver con la inefectividad de su gobierno y con el nivel de impopularidad que están acumulando por sus contradicciones e insensibilidades. Con Evo o sin él, eso no está cambiando. Que algunos fanáticos anti-masistas aplaudan sus mensajes comunicacionales en estos días, no les aporta nada, al contrario.

Así pues, ambos actores están instrumentando tácticas poco efectivas, uno no tiene condiciones para lograr su objetivo más preciado, el otro podrá, en el mejor de los casos, ganar algo de tiempo sin detener su derrumbe estructural. Pero lo grave es el daño que están haciendo a un proceso en el cual ambos aportaron ideales y esfuerzos y a la gente que confió en ellos.

Es pues una irresponsabilidad llevar al MAS y al país a estas encrucijadas. Aunque no hay muchas señales positivas, espero, al menos, que se evite una confrontación violenta que sólo los descalificará aún más a ojos de las mayorías.

Dicho lo anterior, voy a compartir un par de reflexiones frente a algunas descalificaciones a columnistas de este medio planteadas en un tono personal y medio difamatorio, al parecer por las ideas y posiciones que ponemos a su consideración.

Creo oportuno defender nuestro derecho, el de todos, de opinar de lo que se nos venga en gana, de intentar hablar de la política con todos sus matices y de escapar a los marcos y prejuicios que algunos censores de medio pelo nos quieren imponer. Lo que llama la atención no es la contradicción de ideas, pues justamente para eso uno se toma el trabajo de escribir, sino la creencia de algunas personas de que, si alguien no piensa como ellos, es porque está pagado u obtiene algún oscuro beneficio.

No voy a “aclarar” nada, aunque sea falso porque eso implica dar cuerda a tan triste manera de debatir, faltaba más. Los cuestionamientos ad hominen son tan poco liberales y democráticos que resulta grotesco que algunos de nuestros fans confundidos se justifiquen desde esas posiciones. Mientras tanto, volvamos a la política que es lo que interesa.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social.

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Creencias demográficas

/ 7 de septiembre de 2024 / 07:17

Estamos en un tiempo en que se tiende a creer solo en lo que ratifica nuestros deseos. Lo que los contradice es sospechoso o producto de alguna conspiración. Por tanto, nuestros esfuerzos no se concentran en analizar razones basadas en datos y menos aún en dejarnos sorprender por lo imprevisto, aunque esté sustentado, sino en seleccionar e insistir en argumentos que ratifican nuestras creencias.

Así avanza el debate sobre los resultados del censo, distrayéndonos de las cuestiones reales que esas estadísticas describen. Guerras al cohete que se sostienen porque hay intereses políticos. Resulta grotesco pensar en sus desenlaces, ¿“abrir todas las cajas” contando manualmente cada boleta censal con testigos de partidos y “cívicos”? ¿“anular el censo” para hacer otro hasta que sus resultados satisfagan a los que se sienten agraviados, que son prácticamente todos?

El corazón del conflicto es una política descompuesta que vive exclusivamente en función de la batalla electoral del 2025. El censo es para ellos únicamente un instrumento más para sacarse la mugre, como los incendios, los dólares y un largo etcétera.

Por lo pronto, intentemos alentar un debate sensato y prudente sobre los datos, por el momento parciales, pues, como ya se sabía, el resto de variables del censo estarán recién disponibles el próximo año. Los especialistas saben que será ahí donde se podrá verificar con gran precisión su consistencia técnica definitiva.

Tendríamos que estar reflexionando sobre la transformación sociodemográfica que esas cifras nos sugieren: el tránsito a un país con menor natalidad y mortalidad, por tanto con menor crecimiento de población, la desaparición de las clásicas fronteras urbano-rurales y la emergencia de conurbaciones con diversos estilos de urbanización, las nuevas practicas culturales de las clases medias o el protagonismo de las mujeres en la economía y los avances en sus autonomías.

Cambios, varios de ellos positivos y expresiones de una sociedad dinámica, que está avanzando, en la que se vive mejor que hace treinta años pese a todo, más integrada social, regional y étnicamente de lo que quisieran los que apuestan a su fractura.

Un país que tampoco es una excepción o una anomalía, que está experimentando a su modo procesos que ya pasaron en la región hace más de dos décadas. Es decir, lo extraño habría sido seguir creciendo en población a las mismas tasas del anterior siglo, como si nada hubiera pasado: la tasa de crecimiento anual intercensal entre 1992 y 2001 fue de 2,7%, de 1,7% entre 2001 y 2012 y de alrededor del 1% entre 2012-2022. La tendencia es clara.

Era previsible que la dinámica demográfica tenía que reducirse en las zonas urbanas centrales, pobladas mayoritariamente por clases medias y personas de mayor edad, mantenerse elevada o acelerarse en los conurbados urbano-rurales aledaños a los centros, donde hay aún mayor movilidad y migración interna, y reducirse en las zonas rurales más alejadas. Los datos lo ratifican.

Por ejemplo, la ciudad de La Paz ya evidenció esa tendencia en 2012 y se ratificó en este año, su población se reduce, lo cual se verifica con información de otras fuentes: en 2000, los establecimientos escolares de la ciudad albergaban a 234.000 estudiantes, en 2023 ese número se redujo a 185.000 según el Ministerio de Educación. Las mismas estadísticas muestran una desaceleración del crecimiento de la matricula desde 2016 en El Alto después de un gran salto y en Santa Cruz de la Sierra a partir de 2019.

Otro ejemplo: el padrón electoral, que ratifica grosso modo tendencias que algunas personas insisten en no creer: ya no somos una sociedad con gran número de niños y niñas, la población en edad activa y que puede votar está aumentando, como lo sugiere el dato censal de población contrastado preliminarmente con el padrón. En Perú y Ecuador, por tomar dos casos, la población mayor a 18 años representa el 70%, como ahora en Bolivia, y en Argentina 74%.

A todos esos fenómenos, los demógrafos le llaman transición demográfica. Por supuesto, esos razonamientos precisan ser confirmados, evaluados y contextualizados en los diversos escenarios socioterritoriales del país. Hay que hacerlo, si las discrepancias se refieren a esas preguntas, todos ganaremos, lo otro es instrumentalización política y pérdida de tiempo.

Armando Ortuño Yáñez
es investigador social.

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La izquierda y la economía

/ 24 de agosto de 2024 / 02:55

El discurso económico de las izquierdas bolivianas está a la defensiva. El deterioro y los desajustes de la economía están incentivando críticas intensas sobre la incapacidad de la actual gestión gubernamental en ese ámbito, pero también ataques a las orientaciones del modelo socioeconómico distributivo.

La reducción del gasto público como solución a todos los males se está volviendo un lugar común entre opinadores y políticos de todos los pelajes. La confusión ideológica es tan grande que personajes situados en la esfera de la izquierda, la colocan como la salida obvia del actual desarreglo. La mayoría de ellos, eso sí, sin claridad de lo que eso implica y de cómo podría ejecutarse.

Esa aversión “al déficit fiscal” se extiende, además, en muchos casos a la propia acción del Estado, calificada como necesariamente ineficaz y corrupta. La crítica viene tanto desde el populismo libertario, obnubilado en su primitivismo mileísta y en los delirios de la “escuela austriaca”, como de ciertos anarquismos alérgicos frente a cualquier autoridad estatal.

Evidentemente, la ineficacia del gobierno de Arce no ayuda mucho a la defensa de una visión que reivindica un papel crucial para el Estado en la regulación de la economía en función de objetivos de desarrollo y de justicia social. Es decir, el discurso económico de las izquierdas palidece e incluso se opaca totalmente frente a la corrupción de los funcionarios, la falta de orientación en las entidades gubernamentales y el despilfarro de los recursos públicos.

Por supuesto, siempre es más fácil identificar los excesos de cualquier orientación política para descalificarla en su conjunto por generalización. Algo de eso le paso al denominado “neoliberalismo” en las primeras décadas de este siglo y ahora le toca el turno al nacionalismo económico. Todo es pues contingente en el mundo de las ideas políticas.

Sin embargo, vayamos a lo que realmente importa, abandonemos esa insoportable pose melancólica e impotente de los intelectuales izquierdistas lamentándose todo el día ante la implosión del masismo y buscando saber cuándo se jodió realmente el proceso de cambio. No hay que perder tiempo, hay que actuar, renovarse en formas y sobre todo ideas.

Ese ejercicio pasa por una relectura de los cambios que Bolivia experimentó en estos 20 años, identificando sus luces y sobre todo sus sombras. Es el momento de reconocer los errores, los pequeños, grandes y enormes, los que se cometieron por inacción, pero de igual modo en los que se actuó con insistencia y alevosía.

Hay que reivindicar la regulación y la distribución de la riqueza como elementos para construir economías modernas, pero también sociedades más justas, sin que eso nos impida repudiar el mal uso de los recursos fiscales o la insistencia en intervenciones desordenadas y sin sentido.

Es decir, abogar por un protagonismo del Estado en la economía nos obliga a trabajar por mejores entidades públicas, con reglas claras, límites bien definidos, burocracias bien formadas, austeridad fiscal y claridad política sobre sus propósitos. Digámoslo, sin ninguna timidez, el mayor error del Estado Plurinacional fue su incapacidad de encarar una profunda reforma del Estado al ritmo que requería su propio éxito.

Incluso, demos un paso más, el fortalecimiento de la acción pública no debería ser, en ningún caso, una razón en sí misma. Debería estar siempre vinculado a metas relacionadas con la ampliación de las capacidades y la autonomía de los ciudadanos. Un país donde el Estado controla el 60% de la economía no es mejor por su gran dimensión o por la soberbia de los burócratas que la manejan, sino en la medida que eso aumenta las libertades de sus ciudadanos para lograr la vida que les satisfaga.

Estados que, por otra parte, no pueden desvincularse del funcionamiento de los mercados, que son, al final, expresiones de la estructura social en la que deben intervenir. Ahí están también límites ineludibles que deben considerarse.

En síntesis, el legado socioeconómico del Estado Plurinacional es bastante más significativo y valioso del miserable espectáculo que algunos de sus actuales gestores no están dando. Hay que volver a reivindicarlo con fuerza, pero con humildad, no por nostalgia, sino para proyectarlo hacia el futuro.

Armando Ortuño es investigador social.

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