Hay que votar
Verónica Rocha Fuentes
El voto obligatorio puede devenir en un deber demasiado pesado de gestionar en este tiempo, sobre todo para una sociedad hastiada de una institucionalidad que funciona poco y a la que ya casi no se le cree nada. Habiendo pasado ya en 2011 y 2017, las elecciones judiciales llegaron a adquirir la característica de ser la votación en la que mayor cantidad de votos nulos y blancos se cuentan; y este rasgo, que ya caracteriza este tipo de elección, tiene que decirnos algo.
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Y es que ya hace años la población viene protestando —voto mediante— por el desatino que significó la inserción de la modalidad de votación popular para la elección de autoridades judiciales. Y aunque es claro que hasta que no tengamos la oportunidad de hacer una reforma constitucional, hemos de estar inevitablemente sujetos a ella; también deberíamos tener claro que no hacer uso del único momento en el que la ciudadanía interviene en este proceso es un desperdicio. Y esto tiene que ver con la certeza de que el desacuerdo sobre estos procesos ya fue dicho y hoy se constituye en un sentido común: el país está de acuerdo en que las elecciones judiciales son un fracaso.
Bien sabemos que las de este 2024 no solo nacían ya resistidas y atrasadas, sino que buena parte de la institucionalidad a cargo de sacarla adelante logró lo que en inicio parecía imposible: incrementar esa resistencia en el camino. En el primer hito de su recorrido, en la Asamblea Legislativa Plurinacional, convergieron varios bloqueos que incluso hicieron dudar a la ciudadanía de su realización en un primer momento; tuvo que ser el Senado el que esbozara alguna salida, aunque luego la misma, por falta de postulantes, terminaría siendo riesgosa dejando abiertos algunos boquetes jurídicos para quienes desde un inicio no querían su realización.
Luego, ya en manos del Órgano Electoral Plurinacional, el proceso también atravesó obstáculos que hicieron temer su no realización por vez segunda. En su buena fe de convertirse en el actor articulador de poderes, esta instancia terminó vencida por el suprapoder constitucional realmente existente hoy en Bolivia y ello devino en un importante golpe a su tan necesaria legitimidad. Además de ello, las oficiosas vocerías no oficiales que estuvieron en manos de algunos de sus miembros, solo desdibujaron el rol sobrio que podían cumplir en un proceso tan llevado a cuestas.
Ya en el último tramo del proceso —a vista de la ciudadanía plena— una buena parte de las y los candidatos se pasó por encima las normas establecidas haciendo campaña durante un proceso de difusión de méritos que no lo permitía, ensuciando más un debilitado proceso. Para la estocada final, bastaron las constantes impugnaciones hechas por candidatos que habían quedado fuera y que, entre otros, devino en el fallo que emitió el autoprorrogado Tribunal Constitucional Plurinacional que terminó fragmentando inéditamente el mencionado proceso electoral.
Contra viento y marea: así es cómo llegaremos a las urnas este domingo. Y aunque muchas voces convocan a anular el voto una vez más, lo cierto es que en tiempos en que se requiere restituir la magullada institucionalidad, suena a un contrasentido ser parte del sabotaje que ha enfrentado este proceso electoral.
No tanto porque se peque de ingenuidad y se crea que algo puede realmente cambiar en TCP y Órgano Judicial. Ni tampoco porque se genere algún tipo de complicidad con un TCP ilegítimo. Menos aún porque signifique estar de acuerdo con el mecanismo que eventualmente deberá cambiar. Sino, más bien, porque, en términos pragmáticos, los elijamos o no, las autoridades judiciales estarán ahí por los siguientes seis años y seguro es mejor tener al medio de ello a las y los contados buenos postulantes que se pierden en un conglomerado de malos pero que existen. El esfuerzo está en encontrarlos. Y votar.