En el nombre del hijo

Un estudiante recita una poesía delante de la clase. Estamos en el Colegio Ayacucho. Muerde un lápiz para mejorar la dicción. “Un pájaro negro me saluda…”. Habla de paraísos inmortales y tormentas que acechan. Los compañeros se burlan. Más tarde lo van a insultar, acosar, discriminar. “Indiecito”, le dicen los que tienen su mismo color. Es el racismo interno/interiorizado que lastima y estigmatiza. Lo harán cuando descubran que su compañerito es un “lustra” de la plaza Murillo, un simple número.
Martín Quispe Quispe (interpretado genialmente por Franklin Aro Huasco) sale del colegio, atraviesa la ciudad y se cambia de ropa dentro de la iglesia de San Francisco. Es un “travelling” hermoso que sobrevuela el mercado Lanza, la plaza y nos deja a las puertas del cielo. Así arranca “El ladrón de perros” del chileno Vinko Tomičić Salinas.
Su segunda película nos habla de soledades, de la búsqueda/necesidad del padre ausente, de identidad y pertenencia. De dolores y heridas colectivas. Es un grito y un susurro.
El lustrabotas se esconde para saber quién es. Un pasamontañas brilla. Su máscara es un espejo, un escudo. Una identidad negada. Es anhelo de rostro, de dignidad y futuro. Como la comandante Ramona y el subcomandante Marcos, como Batman, como el Zorro, Quispe Quispe se oculta entre la luz y la sombra para que lo veamos.
“El ladrón de perros” es La Paz. No puede ser/ocurrir en otro lugar. Es una metáfora visual poderosa/mágica, fruto de una fascinación. ¿Solo lo que hemos nacido por segunda vez en La Paz podemos quererla así? La película charla con la ciudad, baja desde las laderas al centro, sube por sus cerros y cuestas. Monta en teleférico y sobrevuela tumbas.
“El ladrón de perros” dialoga con “Chuquiago” de Antonio Eguino y completa el tríptico con “El gran movimiento” de Kiro Russo. Incluso se cuela un recuerdo de autos viejos y lo más bonito y los mejores años. “El ladrón de perros” acaba de aterrizar pero ya es parte de la historia del cine boliviano.
Martín Quispe ha perdido a madre. Ni siquiera recuerda su rostro. Carga una foto suya para eso. No tiene padre. Buscará a los dos. Se imagina que el sastre de la parte vieja (interpretado de forma contenida/sabia por el actor chileno Alfredo Castro) puede llegar a serlo. Él es un extranjero sin patria, sin amo, sin familia. Escucha música clásica de otro tiempo, vive en otro lugar. Su perro, un pastor alemán llamado Astor/Álex, es el hijo que nunca tuvo. Astor será el vínculo de algo roto. «El ladrón de perros» no mira desde arriba; nos enseña a alzar la mirada para ver a los invisibles.
La inquietante cámara en la nuca del protagonista acompaña. Es un viaje, también interior. Cruza la noche paceña, las calles baldías. Los planos fijos de la ciudad nos hablan de soledades rodeadas de gente. Martín sueña otras miradas: las del padre, la de los amigos verdaderos, las de la ciudad compañera.
“No lo voy a defraudar”, le dice al director del Ayacucho que permite que toque la trompeta en la banda a pesar de sus malas notas. “La esperanza es lo último que se pierde” le dice al sastre que busca a su perro con afiches callejeros.
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Quispe Quispe se ducha con rabia, trata de limpiarse. Frota suciedades del alma. Las nuestras, las de todos los tiempos. Me hace recuerdo al primer personaje de Tomičić, ese Guido Bolaño (también entre billares) convertido en cucaracha en su opera prima, “El fumigador”, estrenada en la Cinemateca Boliviana en 2017. Quispe y Bolaño son antihéroes. El segundo no puede escapar de la asfixia; el primero logra la redención después de ser crucificado.
La segunda película de Tomičić es un canto de esperanza. Entre luces y sombras. Las buenas películas se quedan en nuestra memoria, tatuadas. Llegan al corazón. Continúan en nuestras cabezas, el rodaje no termina nunca. El espectador completa e imagina la carambola final. ¿Acaso no terminará Quispe haciendo música? ¿O convertido en el mejor sastre de la ciudad? El buen cine siempre trasciende.
Vinko no cae en la tentación de dibujar un personaje idealizado. Quispe roba. Perros y cosas del montón. No vemos victimismos, no vemos misericordia, no vemos limosnas para hacernos sentir bien. No vemos maniqueísmos burdos. Lo que sí vemos es como el club La Paz se siente molesto al ver a un chango de la villa jugar en sus billares. Lo que sí vemos -hermosa secuencia- es un joven feliz en las butacas del Teatro Municipal disfrutando de la belleza negada.
“¿Por qué me has robado el perro?” pregunta el sastre/padre. “Para que se fijara en mí”. Hay que aprender a dirigir la mirada. «Sapa, sapita, ¿qué quieres?». Es la canción (de Canela Palacios) que suena/sueña en los créditos finales. El que tapa su rostro quiere que lo miren, quiere que lo amen. Como todos.
Ricardo Bajo H. va al cine.