Tiempo suspendido

Mientras la política sigue embobada en confrontaciones, acusaciones y golpes de efecto sin ninguna perspectiva, el tiempo sigue transcurriendo y los problemas del país parecen suspendidos en un espacio vacío de ideas y esperanza. Este es, sin lugar a dudas, el mayor síntoma de la gravedad de la actual crisis.
Pasan los días y las elites políticas y mediáticas siguen distraídas en sórdidas peleas basadas casi únicamente en la suposición que destruyendo al adversario ganan algo, pensando que eso interesa a la ciudadanía, cuando al contrario la aleja de la política y profundiza su generalizado descreimiento en todas las dirigencias.
Así estamos, en conflictos políticos donde todos intentan matarse políticamente pero que, en el fondo, cambian muy poco los equilibrios de poder reales y sobre todo no tienen casi nada que ver con los problemas del país y las necesidades de la ciudadanía. Políticos canibalizándose sin ningún horizonte.
El deplorable conflicto del oficialismo es el mejor ejemplo de esa deriva: muchas vueltas, algunas de ellas impresentables, sin que eso modifique estructuralmente su bloqueo. El gobierno sigue erosionándose al ritmo de su incompetencia y falta de resultados, por mucho que haga desaparecer a Morales. Y ese dirigente parece incapaz de entender que los obstáculos para su ambición reeleccionista son enormes y costosos para su propia fuerza.
Al final todos pierden, incluyendo unas oposiciones tradicionales que no pueden ni siquiera aprovechar esa entusiasta autodestrucción de la izquierda para reposicionarse, indicio de su estructural debilidad y desconexión de la realidad. Así estamos, en el vacío político.
Mientras tanto, la cotidianidad nos muestra un cúmulo de problemas reales que no tienen soluciones fáciles y que aparte de utilizarse para seguir pegándose no generan discusiones públicas y menos aún propuestas políticas para su superación. Desde 2018, el país parece estar atrapado en una suerte de tiempo suspendido, en el que nada se mueve y muy poco se decide.
La cuestión es que esa dejadez está, en varios casos, exacerbando los disfuncionamientos económicos y sociales y los está haciendo aún más complejos de solucionar si en los próximos meses o años a alguien se le ocurre tratarlos con seriedad y sentido de Estado.
Basta ver el estado de la economía, sin ninguna decisión sobre un esquema cambiario que anda por ahí moribundeando, proyectos estratégicos como el litio en un limbo sin horizonte y con propuestas de futuro que se resumen a un ajuste a lo bruto, sin saber por dónde comenzar y si es viable, o ilusiones insostenibles sobre un modelo con evidentes signos de agotamiento.
De igual modo, los incendios nos han mostrado que los equilibrios socioambientales a la base de nuestro actual modelo de crecimiento económico se están desquiciando. Sin embargo, la cuestión parece resumirse a eliminar no sé cuántos decretos y buscar culpables del desastre, omitiendo que la cuestión de fondo es rediscutir el único modelo de acumulación económica que ha funcionado en Bolivia desde su nacimiento, el extractivo, y que es el que nos da que vivir.
Esas cuestiones no son fáciles de solucionar, exigirán complejos arbitrajes y acuerdos sociales para su canalización razonable, sino seguiremos lamentándonos con la tranquilidad de la buena consciencia, pero sin solucionar nada, como hasta ahora.
Cuando uno viaja por la región latinoamericana, es evidente que en todos los lugares hay creciente insatisfacción con la política y mucho estancamiento, en eso la pandemia y sus secuelas han afectado mucho. Pero hay movimiento, discusiones y avances, en cambio, siento que en Bolivia nos hemos detenido demasiado por nuestros conflictos.
No es que la sociedad este paralizada. Al contrario, sigue ahí sobreviviendo, adaptándose como puede a ese mundo incierto. Pero tampoco está logrando suficientes conversaciones colectivas, ni articulando ideas, de cualquier signo, para avanzar. Hay pues un problema de articulación colectiva, pero, digámoslo también con claridad, de falta de autoridad y liderazgo político.
Por esas razones, intuyo que de este vacío tarde o temprano emergerá una demanda potente por autoridad y orden estatal, ojalá que sean los actores democráticos los que la ofrezcan y recreen y no otras fuerzas.
Armando Ortuño Yáñez
es investigador social.