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Thursday 12 Dec 2024 | Actualizado a 04:17 AM

Ñoño

Es difícil encontrar el uso de la palabra en la literatura contemporánea en español.

Claudio Rossell Arce

/ 22 de septiembre de 2024 / 07:24

La costumbre inducida por “las evidencias indiscutibles de la cultura de masas”, Jürgen dixit, hacen que la mayor parte de las personas imagine, de manera instantánea, la figura de un entonces obeso Edgar Vivar, actor mexicano que encarnaba al hijo del Sr. Barriga, en la serie de Roberto Gómez Bolaños, el Chespirito. Eso es un ñoño, en nombre, aspecto y actitud, pero no es la única manera de serlo.

El Diccionario dice que ñoño es aquello “soso, anodino, insulso, insípido, insustancial, simplón” o “apocado, timorato, pusilánime, amilanado”, y que cuando se aplica a una persona significa que es “sumamente apocada, encogida y de corto ingenio” o que ñoño equivale a “cursi, soso”. También dice el anciano libro de las palabras españolas que su origen puede estar en el latinajo ‘nonnus’, que significa anciano; seguramente, al convertirse algunas enes en eñes, la nueva palabra pasó a significar, “caduco, chocho”, hasta quedar en desuso, ¿o no?

Fuera del ya nombrado personaje de la televisión, es difícil encontrar el uso de la palabra en la literatura contemporánea en español, lo cual no significa que no lo haya. Los catálogos de mexicanismos señalan que, actualmente, “ñoño” se refiere a personas solemnes, conservadoras, incluso aburridas, aunque también puede tener un matiz afectuoso o infantil. También se ha dicho que ñoño puede aplicarse a cosas “sin gracia o verdadera belleza”. Extremando la metáfora de la TV, se puede añadir que ñoñas son las personas caprichosas.

Al combinar entre sí los diferentes significados del adjetivo, la tipificación se multiplica casi hasta el extremo de pensar que todo tiene un tinte de ñoño, o de ñoñez, desde el candor infantil, o, mejor dicho, pueril, hasta la majadería de quien se cree, o se sabe, dueño de privilegios, casi nunca merecidos. Por ejemplo, es ñoño, de televisión, el personaje de la inolvidable frase: “mi padre arregló con…”; también de ficción televisiva el otro, en otra circunstancia, explicando su “maniobra envolvente”.

Del autor: No

Ñoño, de periódico, el que, habiéndosele señalado un defecto, de obra, de carácter o de voluntad, lejos de argumentar a favor propio se enoja y afirma ¡tú también!, ¡y tus empleadores son unos tontos!; ñoñez aparte, que el tono provenga de quien se considera periodista “independiente” (“las comillas no son mías”). La pobreza argumentativa, de nuevo Jürgen, es un obstáculo para la acción comunicativa en un marco de racionalidad (utopía crítica, si el oxímoron resulta aceptable, como ninguna) y que permitiría construir un espacio público sano.

Ñoñez rima con ridiculez cuando, por ejemplo, el dirigente gremial anuncia bloqueo de calles contra el incremento de precios de los productos que su “familia gremial” vende en el mercado, callejero o no; ñoña sería la respuesta si, cumpliendo la demanda de los comerciantes hoy movilizados, se aplicara control de precios, provocando de manera inmediata otro bloqueo contra esa restricción a la libertad. Ñoñez total, en el mismo sentido, la de quien hace semanas bloqueó carreteras, impidiendo el paso de camiones cisterna cargados de combustible, en protesta por la falta de diésel.

Ñoñez arrogante la de quien se atribuye de manera exclusiva la representación de lo popular, de quien se llama sí mismo líder de los humildes, pero se exhibe con arrogancia, mostrando delirios de jefazo con demasiados años de adulación, o, mejor dicho, ‘llunk’erío’. Misma ñoñez la de quien se muestra humilde y compungido ante las cámaras, pero luego hace y deja hacer (“y de tantas maneras”, Manolo Otero dixit). Ñoñez de manual, la de quien vive rodeado de libros, y doblemente ñoño por despreciar, con razones ideológicas, a los vecinos del barrio donde libremente eligió vivir. Ñoño total, quien le hace el aguante a un líder en nombre de los viejos tiempos, de los viejos sueños, hoy convertidos en pesadillas. Ñoño, quien revisa el manual antes de responder, sin preocuparse de si lo que dice es coherente o no.

Ñoños, así, los tiempos que vivimos (y ñoño quien no cree que siempre fue así). Ñoño, quien se dé por aludido.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social

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Sistema

Una definición de sistema dice que es un conjunto organizado de elementos interrelacionados

Claudio Rossell Arce

/ 8 de diciembre de 2024 / 06:02

A menudo, cuando se busca comprender la ineficacia, o, peor, la maldad de las instituciones sin rostro visible, pero con efectos en la vida cotidiana, la respuesta fácil está en decir que “es el sistema”, y, en efecto, es probable que sea correcta. No importa si se trata de una respuesta institucional, como una fría carta, o un individuo que porta las credenciales, y los hábitos, de la organización, siempre es el sistema que se manifiesta de maneras diversas, pero aparentemente opuestas al interés del individuo.

Una definición básica de sistema dice que es un conjunto organizado de elementos interrelacionados que interactúan entre sí y con su entorno de manera coherente y estructurada, ya sea física, conceptual, social, económica o simbólicamente. Lo que le da sentido es su propósito de cumplir una función o alcanzar un objetivo dentro de un marco definido de reglas, dinámicas o principios, a menudo, en apariencia, inhumanos.

Consulte: Revolución

Sin embargo, no todos los sistemas cumplen con la definición: tómese por ejemplo el sistema solar, que es tal porque muchos cuerpos celestes orbitan (revolucionan, si se prefiere) en torno a una estrella. Al parecer, hay millones de esos en el Universo, aunque la pretensión humana reduzca este al conjunto de sus actividades, comenzando, por ejemplo, con concursos como el Miss Universo, en el que la ganadora siempre es una terrícola.

Otros sistemas, de presencia cada día mayor en la vida humana, son los informáticos, que incluyen los sistemas operativos, que mantienen funcionando el dispositivo que se emplea para leer, por ejemplo, este artículo; los que hacen funcionar la mítica world wide web, donde se encuentra este diario; y ni qué decir de los que hacen funcionar sofisticadas redes computacionales que posibilitan la inteligencia artificial generativa, que amenaza con reducir la inteligencia natural humana a su mínima expresión.

Hay sistemas de transportes, que se organizan con, sin o a pesar de la intervención estatal, como se puede ver en las ciudades de Bolivia, donde los gobiernos municipales sirven, a lo mucho, como el antagonista necesario para hacer funcionar el relato; las y los pasajeros son, en el mejor de los casos, extras que justifican la trama. Hay sistemas ecológicos, que todo el mundo dice apreciar, pero que casi nadie se atreve a proteger, sobre todo si aparecen como el obstáculo para la utopía del desarrollo.

Hay sistemas de educación, que en países como Bolivia dan pena, si no miedo, y que justifican ríos de tinta y horas de comentarios defendiendo su importancia y proponiendo soluciones, pero nada más, pues su éxito y desarrollo le quitarían eficacia a los discursos que amenazan con soles que se esconden y lunas que huyen. De los sistemas de salud también se dice mucho, pero se hace casi nada para mejorarlos; los mercaderes de la medicina lo agradecen mientras, satisfechos, cuentan su dinero.

Hay sistemas de justicia, que en la mayoría de los casos son todo lo contrario, y que funcionan como reloj suizo cuando se trata de favorecer intereses parciales o de impedir transformaciones estructurales que, tal vez, solo tal vez, los harían menos ineficientes y odiosos. Concomitantes con ellos son los sistemas políticos, que medran del estado de cosas, mientras sus agentes se llenan la boca con propuestas de transformación que apenas si sobreviven hasta el día de la elección.

También hay sistemas económicos, que funcionan muy bien en el papel o en delirantes conferencias de prensa, de las que se sale creyendo que el problema no está en los gobernantes, sino en la incapacidad de la gente para comprender las buenas intenciones de quienes toman las malas decisiones (o no toman ninguna, que también suele suceder). En ellos prosperan los sistemas financieros, con gran flexibilidad para adaptarse a toda clase de circunstancias y maximizar la ganancia de sus miembros, a cualquier costo.

Todo ellos, y muchos otros, forman el sistema social, en el que se aprende a vivir a pesar de las durezas, sinsentidos y abusos, atribuibles a la cultura, a las normas y a las instituciones, pero casi nunca a la naturaleza humana, como si no fuera esta el origen de todas las anteriores. Hace más de medio siglo que la filosofía mira con desconfianza a estos sistemas, y los opone al “mundo de la vida”, cada día más reducido, en nombre de valores abstractos y promesas imposibles de cumplir.

(*) Claudio Rossell Arce es profesional de la comunicación social

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Revolución

Por su importancia en la historia de la humanidad, se considera revolución la operada en el Neolítico, cuando la humanidad se volvió sedentaria al desarrollar la agricultura y las técnicas de conservación de los alimentos, circa 10.000 a.C.

Claudio Rossell Arce

/ 17 de noviembre de 2024 / 01:13

Originalmente, la palabra pertenecía al dominio de la astronomía y nombraba el movimiento de los astros y planetas, que giran y cambian sus circunstancias, pero siempre vuelven al mismo punto; la revolución como rotación. Sin embargo, desde hace mucho tiempo los diccionarios le asignan como significado el cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional; la revolución como transformación.

La humanidad tiene, entre muchos de sus rasgos distintivos, y únicos entre las especies, el inconformismo, que se aplaca con su opuesto, el conformismo. Inconformes con sus circunstancias, las personas hacen cuanto necesitan para cambiarlas, al menos en teoría. Existen innumerables obstáculos que inhiben el paso de la incomodidad a la movilización, y la energía necesaria para dar el paso suele ser tanta que se desborda de modos inesperados. Cuánto más si el cambio lo ejecuta toda una sociedad o grupos importantes de ella.

Por su importancia en la historia de la humanidad, se considera revolución la operada en el Neolítico, cuando la humanidad se volvió sedentaria al desarrollar la agricultura y las técnicas de conservación de los alimentos, circa 10.000 a.C. Existe abundante literatura sobre todo lo que sucedió después, incluyendo el desarrollo del patriarcado y la propiedad privada, que parecen ir de la mano “desde siempre”, y es muy probable que, especialmente la segunda, haya sido la causa de las revoluciones que desde entonces se sucedieron. Ambas formas resisten exitosamente los embates revolucionarios, incluso cuando se operan algunos cambios más o menos importantes en el orden social y político.

Del autor: Queja

Revoluciones famosas, son, por ejemplo, la de 1688, en Inglaterra, que inauguró el uso actual de la palabra al forzar cambios en el gobierno de la época. La historia marca en 1776 la revolución que dio paso a los Estados Unidos de América; poco después, en 1789, con la toma de la Bastilla se inauguró la Revolución Francesa, que demoró muchísimo en consolidar la Primera República. Pero el epítome de la teoría y la práctica de la revolución se produjo en Rusia, en 1917, muchos años después de que V. Lenin señalase qué se necesita y cómo se hace, y fuese capaz de pasar de las palabras a los actos. Quiso la fortuna que su programa revolucionario quede reducido a los libros que su sucesor publicó con gran entusiasmo, pero probablemente no haya leído.

Hay quien opina que la única manera de lograr que una revolución prospere, es bañándola en sangre. Ejemplos abundan, comenzando por la ya nombrada Revolución Francesa. El terror que produce la violencia del cambio debería disuadir a los derrocados de ofrecer más resistencia, pero también a quienes se atreven a criticar los medios. El riesgo aquí es que el inconformismo con las condiciones anteriores ceda paso al conformismo con las nuevas, especialmente en la clase gobernante, que fácilmente puede perder la brújula y emplear la misma fuerza para disciplinar a los antiguos revolucionarios.

Eso significa que es muy fácil que la revolución sea traicionada. Puede ser por falta de programa, como sucedió en Rusia antes de la victoria de octubre o, más recientemente, allí donde una nueva Constitución Política sirvió únicamente como emblema y no como horizonte para construir las nuevas instituciones y las nuevas prácticas. También por la condición humana, que, así como inspira sacrificios heroicos, conduce a muchas personas a buscar su satisfacción personal, a satisfacer sus deseos y, eventualmente, a aferrarse a los privilegios, legítimos o no que el poder garantiza. Finalmente, se la traiciona cuando el poder, que debiera ser un medio, se convierte en un fin. Hoy son numerosos los ejemplos de líderes que siguen imponiendo su voluntad y satisfaciendo miserables apetitos en nombre del pueblo y de la revolución.

La revolución viene acompañada siempre de palabras como esperanza, sacrificio y voluntad, pero también puede asociarse con frustración y con sufrimiento cuando los principios que la inspiraron desaparecen en los bolsillos y los estómagos de los satisfechos. Es entonces cuando, así sea todavía diminuto e invisible, surge el germen de la próxima revolución.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social.

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Queja

La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”.

Claudio Rossell Arce

/ 3 de noviembre de 2024 / 00:06

La queja, como la risa o el suspiro, pero con palabras o gestos llenos de significado, es inherente al ser humano. Quejar, dice el diccionario, es “expresar con la voz el dolor o pena que se siente”. Queja es el sustantivo derivado de ese verbo, y sirve para nombrar, entre muchas otras cosas, lamentación, lamento, gemido, quejido, llanto, lloro, pena. Quejarse es lo que mejor hacen las personas: de la circunstancia, del tiempo, del jefe o el subalterno, de la pareja, los amigos y, mucho más de los examigos, exparejas y enemigos, y de tantas otras cosas.

En la conversación cotidiana hay quien, satisfecho, afirma que no tiene de qué quejarse. No tienen, o no deberían tener, razones para la queja quienes disfrutan de suficientes alimentos disponibles, un techo, abrigo, pequeñas y grandes satisfacciones personales, alegrías colectivas; mucho menos quienes gozan de los privilegios contemporáneos, comenzando por el dinero, que paga por todas las formas de desigualdad. Hay, también, quienes con y sin razón tienen motivos para la queja: de la falta de recursos, incluso para comer, de la falta de afecto, del exceso de odio, de la envidia, del clima, de la moral propia y ajena (sobre todo la ajena), de la falta de esperanza “porque la cosa está muy fea”… de todo y de nada.

Pero también hay quienes saben, sienten o creen que es mejor quedarse callado. Dicen con ironía “no puedo quejarme”. Por ejemplo, de los delirios de su exjefazo, que prefiere ver a su país arder antes que renunciar a su ambición de volver a posarse sobre la silla presidencial y satisfacer sus deseos (los más sublimes y los más perversos, Les luthiers dixit), porque no faltará quien diga “pero el otro es peor”, sin compadecerse de quienes arden en la hoguera, o que desate sobre el quejoso la poscensura y sus horribles formas de cancelación.

Del autor: Poder

No es posible quejarse del fascismo inherente a dichos y actos de quienes se dicen (y hasta se creen) de izquierda o socialistas, porque los guardianes de la ideología afirman, a menudo con lenguaje autoritario y descalificador, que tales ideas y prácticas pertenecen únicamente a quienes se dicen (y se saben) de derecha. Tampoco de la ostensible incapacidad de gobernar de quienes recibieron el mandato de la mayoría, pero luego decidieron ir a contramano de sus promesas; que buscaron y encontraron conflicto, incluso allí donde no debería haber ninguno; y que entregaron el poder de decisión sobre los asuntos estratégicos del Estado a quien no había sido legitimado para hacerlo, reproduciendo la tragedia de Faetón, que exigió a Helios conducir su coche solo para estrellarlo y quemar el mundo en el accidente, porque dirán que hacerlo es ir contra la voluntad del pueblo.

Difícil quejarse, porque no hay dónde, de la falta de medios y canales donde gozar de más y mejor libertad de expresión, en parte porque a los poderosos de uno y otro lado les incomoda tener que lidiar con las dudas, preguntas y críticas periodísticas; pero también porque las y los periodistas que abandonaron los principios del oficio para ponerlo al servicio de fines espurios, hoy actúan como como comisarios de la verdad, mientras la mantienen secuestrada, y agreden, por activa o por pasiva, a quienes les critican y cuestionan.

Tal vez por todo eso, queja también significa reclamación o, en el ámbito del derecho, “acusación ante juez o tribunal competente, ejecutando en forma solemne y como parte en el proceso la acción penal contra los responsables de un delito”. Por tanto, la queja puede ser más que lamentación: un acto de rebeldía y de protesta contra lo que se acepta como dado, un deseo de cambiar el estado de las cosas.

Por todo eso hay que quejarse, aunque sea difícil y hasta provoque susto: del racismo de nuevo cuño, que siembra la división allí donde había que promover la igualdad y posterga la salida del problema esencial de esta sociedad; de la desconfianza generalizada en forma de prejuicios que se circulan cual monedas de oro, del odio que provoca. Hay que quejarse de la falta de respuestas, pero también de la ausencia de voces críticas; de la incertidumbre y la falta de esperanza. Hay que quejarse en lugar de permanecer callado cuando todo se derrumba alrededor.

*Claudio Rossell es profesional de la comunicación social.

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Destruir el Estado, utopía y realidad

La utopía radical, sea neoliberal o socialista, de debilitar o anular lo público hace de la sociedad un infierno de precariedad institucional.

/ 26 de octubre de 2024 / 19:19

El Estado está bajo asedio. Fuerzas de uno y otro lado del espectro ideológico encuentran en las instituciones modernas y republicanas restricciones no solo indeseables, sino susceptibles de ser eliminadas, ora por acción, ora por omisión. La gobernanza del Estado incomoda a la gobernabilidad, y la razón instrumental se impone con sus propósitos de corto plazo y su falta de perspectiva en el tiempo y en el espacio.

La utopía, entendida como el ideal orientador de la práctica y el conocimiento, se ha convertido, irónicamente, en la visión que extrema las posiciones y prácticas ideológicas. En su libro de 1984, Crítica de la razón utópica, F. Hinkelammert (1931-2023) argumenta que tanto el pensamiento burgués como el socialista han caído en una “ingenuidad utópica”, que distorsiona la percepción de la realidad social. El filósofo alemán-costarricense afirma que las utopías deben ser vistas como regulaciones trascendentales de la praxis, no como metas concretas, y que la razón utópica comete el error de creer que se trata de metas efectivamente alcanzables y no una proyección del futuro deseable.

Ideologías

La razón utópica que analiza Hinkelammert está presente en toda suerte de ideologías y se presenta en forma de discurso transformador. La manifestación más visible está en líderes como Javier Milei o Donald Trump, que representan una seria amenaza a las instituciones estatales y los derechos humanos. Pero no únicamente: menos visibles, pero no menos polémicos son los líderes del polo ideológico opuesto, que en nombre de la revolución representan idéntica amenaza.

La diferencia fundamental está en que el argentino se nombra a sí mismo ‘anarcocapitalista’ y ha prometido destruir el Estado desde adentro, y lo intenta con ahínco y el efectivo apoyo de amplios sectores conservadores y neoliberales, mientras que el estadounidense, que todavía es solo candidato a la reelección, se muestra más proclive a las políticas discriminatorias y segregacionistas, que requieren del poder estatal; ambas producen el incremento de las desigualdades con su efecto de crecientes privilegios para unos y penurias para el resto. En la vereda ideológica opuesta, los privilegios también se incrementan a costa del mal funcionamiento de las instituciones y favorecen a quienes más cerca están del poder.

Destruyendo al Estado

Casi cuatro décadas antes de que el Presidente argentino accediera al poder para quebrarlo y dejar todo a la autorregulación del mercado, Hinkelammert había caracterizado la utopía anarcocapitalista. La creencia central del anarcocapitalismo es que el mercado puede autorregularse sin intervención estatal; se basa en una visión idealizada del individuo como un agente completamente racional y autónomo, lo que nuestro filósofo considera desconectado de las realidades sociales y económicas que afectan a las personas; el anarcocapitalismo rechaza la necesidad de instituciones mediadoras que faciliten la transición hacia una sociedad más justa; en el camino, confunde la libertad individual con la ausencia de orden, lo que puede llevar a situaciones caóticas, no a la utopía anarquista.

Asimismo, aunque el anarcocapitalismo se opone a la violencia del Estado, produce formas de violencia estructural al no abordar las desigualdades inherentes al capitalismo; se caracteriza también por criticar el orden establecido, sin ofrecer una propuesta clara para construir un nuevo orden social; su discurso se fundamenta en una visión maniquea que divide el mundo entre «libertad» (representada por el mercado) y «opresión» (representada por el Estado), sin reconocer las complejidades intermedias. Finalmente, la utopía anarcocapitalista ignora el contexto histórico y social en el que se desarrollan las relaciones humanas, lo que limita su capacidad para ofrecer soluciones efectivas a los problemas contemporáneos.

La izquierda también

Pero no solo el neoliberalismo o su versión radicalizada pugna por destruir el Estado; por razones distintas, pero con resultados similares, algunos gobiernos regidos por líderes autoidentificados como socialistas atentan contra la institucionalidad de sus respectivos países aludiendo a la necesidad de prevalecer ante los modos y las formas de la derecha, es decir del neoliberalismo. Es la actualización de la pugna entre las utopías socialista y neoliberal, en clave menos idealista y mucho más pragmática, instrumental.

Así, allí donde los unos ensayan sofisticadas formas de maldad en forma de individualismo exacerbado y culto desmedido a la estabilidad macroeconómica a costa del bienestar de la mayoría de la población, los otros reemplazan la gestión por propaganda y descuidan su deber de garantizar hasta los más esenciales derechos, con el efecto de sacrificar el bienestar y hasta la seguridad de la mayoría de la población, inerme ante instituciones no solo ineficaces, sino también corruptas.

La cuestión del Estado

Allí donde los unos comulgan, en todo o en parte, con el ideario fascista, sobre todo en su visión maniquea y sus altas dosis de violencia, física y psicológica, y que en esencia sirve para capturar el poder y sus instituciones en favor de grupos tan minoritarios como privilegiados, los otros ponen este ideario en práctica con grandes dosis de intolerancia y violencia con el adversario político, al extremo de despojarle de todos sus derechos al quitarle hasta la ciudadanía.

También, allí donde los unos buscan eliminar o cuando menos reducir la capacidad de regulación estatal, para evitar que afecten los intereses privados de unos cuantos, los otros dañan sistemáticamente las instituciones que suponen frenos y contrapesos a su propia acción y a la de sus adictos. En tales circunstancias, la noción de “casta” se vuelve polisémica, cuando no abiertamente confusa.

El resultado de este estado de cosas producto de la razón utópica, lejos de ser una distopía, es decir un futuro negativo y sombrío, es un presente caracterizado por la precariedad, la incertidumbre y la ausencia de garantías, constitucionales o no. Se destruye el Estado, no importa en nombre de qué intereses o ideales, sin realmente destruirlo, convirtiendo en un infierno el mundo de la vida.

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Poder

Claudio Rossell Arce

/ 20 de octubre de 2024 / 06:00

Han corrido ríos, océanos de tinta con toda clase de reflexiones sobre el origen, naturaleza, virtudes, defectos, potencia, etcétera, del poder. No todas coinciden en sus principios, ni en sus medios o sus fines; algunas lo señalan como imprescindible, otras, como las de los libertarios (los de verdad, no los anarcocapitalistas de hoy que esconden detrás del vocablo su falta de humanidad, su pobreza de espíritu y su culpable ignorancia –Immanuel dixit), encuentran en la existencia de una autoridad el origen de las desigualdades y todos los males que provocan.

El poder no es para personas perezosas, pues demanda mucho esfuerzo, incluso si este no tiene nada que ver con los deberes que impone el privilegio de gobernar (su vida, su hogar, una institución, un país…); exige trabajar a tiempo completo para imponer la voluntad propia sobre la del resto de la gente y, al final, para proteger el “legado”, lo cual en muchos casos significa no dejar que desaparezcan los cambios introducidos, a la buena o a la mala, pero que son tan frágiles como la espuma del jabón.

El poder tiene el potencial adictivo de la heroína, la pasta base y el fentanilo combinados. Son raras las personas que después de haberlo probado (que es lo mismo que decir ‘ejercido’) pueden resistirse a su influjo; algo así como el conflicto de quien, habiéndose acostumbrado a viajar en avión privado debe elegir entre nuevamente hacer fila en el aeropuerto o tener que quedarse en tierra; o el de quien, luego de años y años apenas necesitando pronunciar sus deseos para que se hagan realidad, luego se ve obligado a hacer tareas tan ordinarias como amarrarse los zapatos o prepararse una taza de café instantáneo.

La ciencia (que tiene sus propios mecanismos de poder, a veces particularmente perversos) ha demostrado abundantemente que el poder trastorna a las personas hasta hacerlas irreconocibles. Numerosos estudios, realizados no en la mente de quienes gobiernan, sino en las de quienes, al ser sometidos a experimentos, cambian su personalidad luego de muy poco tiempo de haber recibido alguna cuota de poder sobre sus semejantes, han identificado actitudes y comportamientos que se repiten incluso en diferentes circunstancias.

El poder inspira a las personas a volverse egoístas; de pronto las demás personas, con sus necesidades, carencias y anhelos, pierden los contornos que las hacen únicas e irrepetibles y se convierten en peones de un tablero donde el criterio político los separa en útiles o inútiles, que es concomitante con la división amigo-enemigo. El egoísmo se contagia fácil, y no son pocas las personas que persiguen, ejerciendo el egoísmo en todas sus formas, su propia cuota de poder. En el camino, la compasión se convierte en una rémora de la que hay que deshacerse.

Las personas que adquieren poder descubren rápidamente que en aquellas alturas la mentira es la moneda de cambio. El ejercicio del poder induce a mentir con confianza, con naturalidad. El problema es que muy a menudo las mentiras se revelan como tales, ora porque todos los anuncios se hacen en tiempo futuro, o porque las obras están siempre inaugurándose y rara vez concluyéndose o, peor, porque las palabras que se pronuncian no coinciden con la realidad que los sentidos perciben.

Poder e hipocresía se procesan de igual manera en el cerebro de la persona adicta al poder. De muy antiguo se sabe que la medida del poder está en la interdependencia, y para mantener un estado de cosas favorable, hay que aprender a ser sumiso con unos y tirano con otros, a circular monedas falsas con una sonrisa de sinceridad. Además, la adicción al poder da a las personas una falsa creencia en sus habilidades; mientras más alta la posición, menos personas se atreven a cuestionar los dictados, y menos consciente es el emperador de que está desnudo. Y al final, detrás de la máscara inhumana del poder, siempre hay un ser pequeño, acosado por sus miserias y sus miedos, que cual mago de Oz hace cuanto esté a su alcance para que nadie se dé cuenta.

Por supuesto, para que todo esto sea posible, hacen falta multitudes dispuestas a creer en su líder y en sus falsas apariencias y promesas. Tal vez, ese es el verdadero problema.

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